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¡Rápido, rápido, rápido!

Caminaba tan deprisa que casi estaba sin aliento, y eso era algo de lo que se enorgullecía: de lo fuerte y en forma que se mantenía con el baile. Llegó hasta el charco de luz proyectada por la primera farola fija que había en su ruta y comenzó a respirar con más calma. Miró una vez más detrás de ella, y entonces se dio cuenta, mientras permanecía bajo el círculo de luz, que allí era un objetivo fácilmente visible.

Ya casi estás en casa, chica. Sigue caminando. Deprisa.

Alcanzó a ver su casa en la esquina, después se maldijo por olvidarse de dejar al menos una luz encendida. Detestaba entrar en una casa a oscuras, pero al menos había llegado.

Se apresuró a pasar por la nueva entrada y por los recientemente reparados escalones frontales con las llaves en la mano. Una vez en el porche, abrió la todavía chirriante puerta de malla, luego giró la llave en la cerradura y empujó la nueva y pesada puerta delantera con el hombro.

Dentro, le llegó el olor a pintura fresca mientras echaba el pestillo y estiraba el brazo buscando el interruptor. La casa estaba en silencio. En un extraño silencio. No se oía el zumbido del frigorífico. Ni el susurro del aire de los ventiladores. Apretó el interruptor.

No ocurrió nada.

La luz del vestíbulo seguía estando apagada. Zaaaaaaas.

¿Era el sonido de un zapato contra el suelo? ¡Oh, Jesús!, ¿había alguien dentro?

Su corazón se aceleró salvajemente por el miedo mientras conectaba varios interruptores. No había luz. Rebuscó la pistola en su bolso con una mano, mientras la otra buscaba a tientas el pestillo sobre la puerta.

Una mano se cerró sobre la suya.

Áspera.

Fuerte.

Brutal.

Aplastó sus dedos y ella empezó a gritar, tan solo para que otra mano cubriese su boca.

¡Oh, Dios, no! Se sacudió salvajemente. Se retorció. Mordió el cuero que tapaba sus labios. Pateó sus piernas, pero su apretón se intensificó.

– Calma, Karen Lee -le dijo una voz que era tan seductora como terrorífica.

¿Sabía él quién era ella? ¿No era algo al azar? Luchó con más fuerza.

– No hay nada que puedas hacer -le aseguró-. Ningún sitio al que puedas huir.

Ahí es donde te equivocas, cabronazo, pensó mientras sus dedos acariciaban el frío níquel de la pistola. Asió el arma, la sacó del bolso antes de dejarlo caer al suelo con un suave golpe. Levantó la mano, dispuesta a enviar a aquel bastardo al infierno cuando vislumbró la cara del tipo por el rabillo del ojo, solamente un vistazo y estuvo a punto de soltar el arma.

Unos ojos rojos estaban clavados en ella, unos jodidos ojos rojos desde lo más profundo de los pliegues de una capucha negra.

Un rostro tan negro como la noche con fantasmales rasgos y unos labios morados, estaba a centímetros del suyo. Es el rostro del mal, pensó aterrorizada.

¡Oh, Dios! Casi se orina encima.

Su cálido aliento la envolvía. ¡Joder, Dios mío!

Ella se resistió. Luchó. Incluso aunque estaba temblando de la cabeza a los pies. Mientras manipulaba torpemente el seguro, trató de pensar con claridad. Todo lo que tenía que hacer era pasar el arma sobre su hombro, y disparar.

Pero por el rabillo del ojo, pudo ver aquella cosa, a ese demonio del infierno, encogiendo sus horrorosos labios y mostrar un repulsivo conjunto de blancos y afilados dientes.

¡Santo Dios!

Karen quitó el seguro.

Inmediatamente, levantó su brazo.

Los dientes cortaron.

La sangre corrió.

El dolor aceleró su brazo.

Apretó el gatillo.

¡Bang! El arma disparó.

Impactó junto a su oído.

El olor a cordita impregnó el aire.

Pero su atacante persistía, retorciéndole el brazo dejándola indefensa, sus piernas ya no podían moverse. Sus hombros se retorcían de dolor.

Oh, Dios bendito, había fallado el disparo. Y el dolor… era espantoso. Un dolor sordo. ¡Ayúdame, Señor, ayúdame a combatirlo!

Ella arqueó su espalda, aún resistiéndose, aún esperando la oportunidad de darle una buena patada en sus espinillas o en su maldita entrepierna. Pero era fuerte y pesado. Todo tendones, músculos y determinación.

La agonía la desgarraba por dentro.

Sus piernas cedieron.

En la oscuridad, pudo verse cada vez más cerca del suelo y ahora solo podía esperar que en alguna parte, alguien hubiese oído el disparo. ¡Plam! Su cabeza se golpeó contra el nuevo suelo de madera. Casi se desmaya del dolor.

Él cayó sobre ella y sujetó sus manos. Antes de que pudiera gritar, aquellos dedos ya se encontraban sobre su garganta, apretando más y más mientras se sentaba encima. Alarmada por el malicioso brillo de sus ojos, se resistió, agitando sus manos, arañando el cuero sobre su cuerpo. Si iba a matarla, por Dios que no iba a ponérselo fácil.

Pero sus pulmones le ardían, esforzándose por tomar aire, y las manos sobre su garganta le apretaban tanto que sentía como si sus ojos pudieran salirse de su cabeza.

Pateó y se retorció frenéticamente.

Sus pulmones iban a estallar por la presión.

La negrura se adentró en los bordes de su campo de visión.

¡No! ¡No! ¡No!

Intentó gritar y fracasó, sin poder siquiera emitir un aliento.

Oh, Dios, oh… Dios…

Sus piernas dejaron de moverse.

Sus brazos cedieron.

El ardor en sus pulmones era pura agonía. Déjame morir, Dios, por favor. ¡Acaba con esta tortura! Él se inclinó hacia abajo y, a través de la neblina que la atenazaba, pudo ver sus colmillos. Blancos. Brillantes. Afilados como agujas. Supo lo que estaba a punto de ocurrir.

Una rápida punzada. Un agudo y breve mordisco mientras sus manos se aflojaban y ella recibía aire en su tráquea con un húmedo siseo. Pero era demasiado tarde. Ella sabía que iba a morir.

Capítulo 14

– Si quieres tenerlos durante todo el día, tienen que estar de vuelta mañana a las… -El encargado, con camiseta de camuflaje y unos vaqueros sucios, miró hacia el reloj que colgaba sobre la puerta de la tienda de Alquila-Todo-, nueve y treinta y seis, pero yo te doy hasta las diez. -Mientras le guiñaba el ojo a Kristi, le ofreció una sonrisa que contenía hebras de tabaco. Intentó no mirarlas.

– Muy amable de tu parte -respondió, tratando de no sonar demasiado sarcástica. Después de todo, no era más que un chaval.

De unos dieciocho años, Randy, como proclamaba la insignia pegada a su camisa, era desgarbado y luchaba contra un caso galopante de acné juvenil, pero aun así, intentó ligar con ella. Kristi le devolvió la sonrisa. Al menos, le había ayudado a localizar el tipo de cizalla que necesitaba en aquel polvoriento almacén lleno de herramientas, aunque era un autoservicio.

– Son treinta pavos.

– ¿En serio?

– Sí señora. Esas cosas no son baratas.

Para que luego hablen de atracos. Claro que era la mejor, pero de verdad, ¿cuánto puede costar una nueva?

– Genial -respondió ella con un disimulado tono de sarcasmo.

– ¿Y qué te ha pasado? -preguntó Randy, ajustándose su gorra de camionero y esforzándose un poquito de más por ser simpático-. ¿Olvidaste la combinación de tu taquilla?

Claro, esa soy yo, solamente una mujer estúpida con mala memoria.

– Algo parecido -respondió ella y le entregó dos billetes de veinte, esperó el cambio y rechazó su ayuda para cargar con la pesada herramienta-. Gracias, ya lo haré yo -dijo, metiendo el billete de diez en su cartera, y se colgó el cordón de su bolso sobre el hombro.