– Ahora, que si no consigues que esa cizalla trabaje para ti, ya sabes, porque eres una mujer y están hechas para los hombres, después podrías querer alquilar una sierra normal o una eléctrica. -Asintió como si estuviera de acuerdo consigo mismo-. Eso te valdrá.
– Lo tendré en cuenta -respondió ella, erizándose en silencio. No es que ella fuera alguna especie de criatura débil y estúpida, por el amor de Dios, pero mantuvo guardada su lengua afilada mientras él cargaba con la cizalla al exterior. A los dieciocho, ella tampoco había sido lo que se dice un genio, y no había motivos para tomarla con el encargado.
Había considerado la idea de pedirle ayuda a Jay con su nuevo proyecto. Sospechaba que él podría tener su propia cizalla, la cual podría haberle ahorrado aquellos treinta pavos, pero deseaba limitar su implicación. Para empezar, Jay malinterpretaba su interés por él. Parecía creer que ella pretendía salir con él y esa no era su intención. De forma que era algo bueno mantenerlo a cierta distancia. Jay había hecho demasiadas preguntas y lo que ella estaba haciendo estaba bordeando lo ilegal. Tal como estaban las cosas, saldría escaldado si lo pillaban obteniendo la información que ella quería del colegio y de los archivos policiales. Si es que llegaba a hacer tanto por ella. No estaba segura de que fuese a cruzar esa línea y, además, ella no había compartido todo lo que Lucretia le había contado sobre vampiros y cultos. Ya era bastante difícil tener a Jay sobre el tablero como para meterlo en temas góticos y surrealistas.
Además, se dijo a sí misma, mientras sus zapatillas deportivas crujían sobre la gravilla del aparcamiento de la tienda Alquila-Todo, abarrotado de vehículos estropeados y un par de Monster Trucks, había algunas cosas que debía hacer por sí misma. Y colarse en el estudio almacén que contenía las cosas personales de Tara Atwater era una de ellas a pesar de lo que Randy, aquel experto de dieciocho años, opinase. Se deslizó tras el volante y encendió el coche. El polvo se había acumulado sobre el parabrisas y el interior del vehículo estaba cálido; el sol era visible a través de espesas y altas nubes. Kristi sacó un par de gafas de sol de la guantera y se las colocó sobre la nariz. Dio marcha atrás en su espacio, intentando evitar en vano los baches que había en la sucia gravilla. Pasó junto a un maltrecho camión cubierto de barro, donde un hombre se encendía un cigarrillo mientras cargaba una motosierra en la parte de atrás.
– Idiota -murmuró para sí, y luego llevó su Honda hasta la carretera lateral y puso rumbo hacia la autopista que atravesaba el norte desde aquella sección de bajos comerciales en la parte sudeste de la ciudad, hasta el campus del All Saints.
Su plan solo estaba trazado parcialmente, pero ella le daba vueltas al asunto. El hecho de disponer de las cosas de Tara guardadas en el sótano del edificio en el que ella vivía era un regalo del cielo. Se lo enviaría todo a la policía como prueba, por supuesto, pero hasta que estuvieran interesados, supuso que cualquier cosa que hubiese en ese contenedor de almacenaje se consideraba de libre acceso. Ya había averiguado el tipo y la marca del candado de combinación que Irene Calloway usaba para guardar las cosas de Tara; después se había pasado dos horas buscando en tres ferreterías diferentes antes de encontrar un candado de las mismas características.
Ahora estaba preparada.
Le adelantó un enorme Chevrolet Suburban cubierto de pegatinas de la Universidad Estatal de Luisiana. Un seguidor de los tigres, pensó con una tenue sonrisa. Kristi pensó en la Universidad Estatal, con aquellas ingentes instalaciones en Baton Rouge. ¿No supondría aquel campus un coto de caza más grande y menos llamativo? ¿Por qué las chicas del All Saints?
Porque quienquiera que sea el que está haciendo esto se encuentra cómodo aquí. O bien es un estudiante, o un miembro de la facultad, o un licenciado. La Universidad Estatal le es desconocida. El que esté haciendo esto está intrínsecamente relacionado con el colegio, sabe cómo recorrerlo, tiene escondite, se camufla.
Sintió un pequeño escalofrío de miedo bajando por su espalda. Estaba convencida de que había un monstruo acechando el edificio de ladrillos cubierto por la hiedra de All Saints, un psicópata quien, hasta ahora, se había salido con la suya en sus horrendas obras.
– No por mucho tiempo, bastardo -dijo, y bajó la mirada hacia el velocímetro. Iba muy rápido; conducía casi treinta kilómetros por hora por encima del límite permitido. Soltó el acelerador y miró el espejo retrovisor, segura de haber visto luces rojas y azules, pero no la estaba siguiendo ningún coche patrulla. Esta vez había tenido suerte. Bien. No podía permitirse una multa.
Tomó la salida más próxima al campus y callejeó por los accesos contiguos; luego aparcó en su espacio habitual, junto a la escalera que llevaba hasta su estudio. En lugar de subir las escaleras, se dirigió a la puerta que llevaba hasta el lavadero del sótano y la zona de almacenaje, y la abrió con una de las llaves originales que había recibido de Irene Calloway. Los escalones estaban oscuros y crujían; las paredes estaban hechas de viejo cemento; las pocas ventanas eran pequeñas y mugrientas, y estaban cubiertas de telarañas, cuyas finas hebras acogían los cadáveres secos y quebrados de insectos muertos.
– Precioso -comentó al doblar una ajada esquina. Tres pasos después se encontraba en las entrañas del edificio. Al menos el sótano estaba seco. Había manchas en las paredes, indicando que el agua se había filtrado en alguna ocasión por antiguas grietas, y áreas donde se habían realizado intentos de arreglar el daño, con poco o ningún éxito.
]unto a una de las paredes, dos lavadoras se encontraban en funcionamiento, y una de las secadoras giraba y secaba, con algo en el interior del tambor que sonaba con un golpe en cada vuelta. Kristi no se atrevió a irrumpir en la sala de almacenaje en ese momento, en el que alguien podría descubrirla. No quería dar explicaciones. Planeó esperar hasta que fuera totalmente de noche y bajar un par de cajas con ella, aunque la idea de estar allí, en la oscuridad, con solo unas pocas luces sobre su cabeza, la ponía de los nervios.
Abandonó el sótano, subió hasta su apartamento y cogió su ordenador. Disponía de unas pocas horas antes de que empezase su turno en la cafetería, así que decidió realizar su trabajo en el café local, donde pudiera conectarse de forma inalámbrica a Internet y escuchar el murmullo de la conversación. Ya había supuesto que el café Bayou, en el extremo del campus junto a la casa Wagner, era el más popular entre los estudiantes del All Saints. Introdujo su ordenador en la mochila, se recogió el pelo en un moño sobre la cabeza y se ajustó una gorra de béisbol; después se marchó.
Tardó veinte minutos en ir desde su puerta hasta el café y, para mayor suerte, dos estudiantes asiáticos dejaban libre una mesa junto a la ventana. Kristi la ocupó, dejando su mochila sobre uno de los asientos de madera; luego se puso en la cola para pedir un café con vainilla y un trozo de pastel de frambuesa. Mientras una de las máquinas de café aullaba y el vapor se elevaba sobre los grupos de parroquianos, Kristi esperó su bebida y echó un vistazo a la clientela. Reconoció a unos cuantos chicos, o bien de su clase, o bien de encontrarse con ellos en el centro de estudiantes, la biblioteca o por el campus.
Afortunadamente, ninguno se volvió gris delante de sus ojos.
Justo cuando estaba recogiendo su pedido, se abrió la puerta y entró una chica alta, de largas piernas y cabello castaño y liso que le llegaba hasta la mitad de su espalda. Le resultaba familiar y Kristi la identificó como alguien de su clase que normalmente se sentaba cerca de Ariel O'Toole. La chica examinó las mesas como si estuviera buscando a alguien.
– Hola -saludó Kristi al pasar junto a la chica. Dios, ¿cuál era su nombre? ¿Zinnia? ¿Zahara? Era alguno con Z…
– ¡Oh, hola! -La chica parecía tener problemas para identificar a Kristi.