– Eres Zena, ¿verdad? ¿Amiga de Ariel?
– Pues… ¿sí?
– Yo soy Kristi; estás en un par de clases conmigo. Vampyrismo con Grotto y Redacción con Preston.
– Eh… -balbuceó Zena sin una pizca de entusiasmo, y Kristi pudo advertir que la chica todavía estaba atando cabos, lo cual era preferible.
– ¿Has visto a Lucretia?
– ¿Stevens? Pues, eh, no desde la semana pasada, creo. He estado bastante ocupada preparando la obra.
– Estás en el departamento de Teatro -adivinó Kristi, y a la chica se le iluminó el rostro.
– Sí.
– ¿Con el padre Mathias?
– No. No estoy muy metida en eso de las obras moralistas, pero oye, es un comienzo. Me prometió que si lo hacía bien, me tendría en cuenta para algo más profundo. Creo que van a hacer algo de Tennesse Williams en primavera.
Quizá Un tranvía llamado Deseo, y me encantaría interpretar a Blanche DuBois.
– ¿Y a quién no? -dijo Kristi, aunque no tenía interés en nada remotamente relacionado con la interpretación o los escenarios-. ¿Y qué pasa con las obras moralistas?
– No lo sé -respondió encogiéndose de hombros mientras le echaba un vistazo al extenso menú de bebidas suspendido sobre las cabezas de los camareros-. Es un capricho del padre Mathias, supongo. -Se acercó a la barra y pidió un té oriental con leche y una magdalena.
Kristi advirtió que Zena no estaba interesada en continuar la conversación, de modo que regresó a su mesa y abrió el ordenador. Con un ojo puesto en la pantalla y el otro en Zena, probó su trozo de pastel.
Antes de que el pedido de Zena estuviese listo, se abrió la puerta y entró Trudie. Su cara redonda estaba colorada y parecía estar sin aliento. Cuando vio a Zena, se apresuró detrás de ella e hizo su propio pedido. En cinco minutos las dos amigas habían rebuscado por el bullicioso café y estaban pasando junto a una mesa ocupada por dos madres jóvenes y sus bebés. Uno de los niños succionaba un chupete con aire satisfecho, mientras que el otro hacía unos sonidos que indicaban que se estaba preparando para un berrinche de campeonato. Su madre luchaba encarnizadamente por asegurarlo al carrito y llevarlo al exterior. Su amiga, la del bebé tranquilo, no tenía tanta prisa, pero en el momento en que las mujeres se alejaron de la mesa con sus carritos, Trudie y Zena la ocuparon y tomaron asiento.
Kristi se esforzó en escuchar parte de su conversación, pero tan solo logró captar unas pocas palabras. Una de ellas fue «Glanzer». Como el apellido del padre Mathias Glanzer. Otra fue «moralidad». Probablemente hablaban de la obra. Zena no dejaba de hablar de la obra. Y entonces le pareció oír la palabra «hermanas». Pero nada más.
Kristi decidió que era un desastre escuchando a escondidas y estaba a punto de marcharse cuando Lucretia, que llevaba un largo abrigo negro y unas botas con tacones de diez centímetros, cruzó la puerta lateral. Ya era de por sí una mujer alta, y ahora estaba por encima del metro ochenta. Kristi consideró ir al encuentro de su ex compañera de cuarto. Después de todo, Lucretia le había pedido ayuda, y después la había estado evitando. Pero decidió esperar y ver lo que ocurría. Puede que Lucretia hubiese quedado con alguien allí. Su amante, novio, prometido, o quien fuese. O tal vez solo iba a tomarse una taza de café de camino. Fuera el motivo que fuese, Lucretia, quien no era particularmente efusiva, parecía estar frustrada y molesta, con sus rasgos rozando lo macilento. Al ponerse en la cola, se pasó una mano por su pelo rizado y se quedó mirando el menú como si nunca lo hubiera visto antes. O como si estuviera perdida en sus pensamientos, a un millón de kilómetros de distancia.
Kristi agachó la cabeza hacia su ordenador. Con la gorra de béisbol y su cara parcialmente cubierta por la pantalla, pensó que podría evitar ser detectada. No hubo tal suerte.
Justo entonces, Lucretia desvió la mirada del menú, fijándose en Kristi.
– ¡Tú! -Lucretia abandonó su lugar en la cola para cruzar la embaldosada distancia que había entre ellas, casi derribando el carro que contenía tazas navideñas y cafés marcados a mitad de precio. Las tazas con Santa y Frosty se tambalearon y Lucretia las sujetó a tiempo-. ¿Me estás siguiendo? -inquinó.
– ¿Qué? No. Llevo aquí cerca de media hora.
– ¿Estás segura? -continuó Lucretia, levantando la mirada hacia Trudie y Zena quienes, enfrascadas en su conversación, aún no habían reparado en ella.
– Totalmente -respondió Kristi con aspereza, algo más que irritada-. Aunque te he estado llamando. Te he dejado dos mensajes.
– Lo sé, lo sé. Yo… he estado ocupada. Mira… -Apoyó las manos sobre la mesa, delante del ordenador de Kristi y se inclinó, acercándose a ella-. Cometí un error. -Su voz era un agudo susurro, casi inaudible-. Respecto a aquellas chicas.
– Te refieres a Tara y…
– ¡Sí, sí! -espetó con énfasis. Su garganta se movía como si estuviera tragando con fuerza-. Nunca debí haberte hablado de… de todo aquello. Me equivoqué. ¿Vale? Estoy segura de que todas las estudiantes desaparecidas terminarán apareciendo. En cuanto ellas quieran. Después de todo, todas eran conocidas por sus fugas.
– Pero tú dijiste que las conocías, que eran tus amigas…
– No dije que fueran mis amigas -replicó-. Dije que las conocía. Y ahora te estoy diciendo que estaba equivocada. Así que… olvídalo. Cometí un error. Tú has tenido a un policía por padre. Ya sabes cómo son. Si realmente estuviera ocurriendo algo criminal, la policía estaría al tanto; de modo que déjalo correr, ¿vale? Y… no vuelvas a llamarme.
– ¿Te encuentras bien? -preguntó Kristi.
Lucretia parpadeó.
– Por supuesto. ¿Por qué?
– Estás muy pálida.
– ¡Oh, Dios! -Lucretia tragó saliva y se quedó mirando a Kristi como si hubiera visto a un fantasma-. ¿Y qué? ¿Vas a decirme que estoy en peligro? ¿Igual que a Ariel? Me lo ha contado, ¿sabes? Cree que estás como una cabra. ¿De qué diablos va todo eso?
Kristi se sintió avergonzada. Sabía que jamás debió haber confiado en Ariel, se imaginaba que ese error regresaría para morderla.
– Es obvio que Ariel y tú sois íntimas.
– Ella sabe que fuiste mi compañera, por el amor de Dios. Yo os presenté, ¿te acuerdas? Y ahora te pones a decirle tonterías. Como si estuviera en blanco y negro.
– En ocasiones, yo… -Oh, ¿para qué? ¿Cómo podía explicarle que había veces en las que la gente se le aparecía sin color alguno, como si les hubiesen sacado la sangre?
Sacado la sangre…
El corazón de Kristi dio un inesperado vuelco en cuanto hizo aquella relación con el culto vampírico. Pero aquello no era cierto… no, la mujer del autobús que había muerto no había asistido a la clase de Grotto.
– Solo es algo extraño que suelo ver.
– Tan extraño como un psicópata, así que déjalo, ¿vale? Y déjame en paz de una jodida vez. Asúmelo, Kristi, eres rara. Tal vez sea por todo lo que has pasado, pero ahora te has colado definitivamente.
– Fuiste tú quien me pidió que investigara -le recordó Kristi, elevando el tono y volumen de su voz. La pareja mayor de al lado desvió su atención hacia ellas.
– Estás montando una escena -musitó Lucretia-. Dios, lamento haberte metido en esto.
– ¿En qué?
– ¡En nada!
Lucretia giró sus ojos hacia arriba y estiró la mano para apartarse el pelo de la cara. Al hacerlo, su manga se deslizó hacia abajo y Kristi pudo ver un trozo de gasa colocado sobre la muñeca izquierda de Lucretia.
– ¿Qué te ha pasado? -inquirió Kristi señalando el vendaje.
Lucretia se puso blanca como la tiza. Apartó la mano hacia un lado.
– Tuve un pequeño accidente. Nada serio. Es que… soy algo patosa en la cocina -respondió, y era obvio que estaba mintiendo-. Pero estoy bien. De verdad. Y esa no es la cuestión. Lo que te estoy pidiendo… no, ordenando, es que olvides que alguna vez hemos hablado sobre… ya sabes.