– El culto…
– ¡Estaba equivocada, joder! -balbuceó Lucretia-. Y ahora quiero que te retires.
– Eso ya lo has dicho, Lucretia, pero… -Kristi dejó la frase a la mitad. Le estaba hablando al viento, ya que Lucretia ya se había marchado y se dirigía hacia la mesa de Trudie y Zena. Trudie montó todo un número para dejarle un sitio a Lucretia, para que esta se sentase tan solo un minuto antes de volver a su puesto en la cola.
Kristi no estaba segura de qué pensar. Sabía que Lucretia había estado evitándola. Hasta ahí era obvio, pero ¿fingir que su conversación básicamente no había tenido lugar? ¿Después de hablar de compañeras desaparecidas o posiblemente secuestradas, de cultos y de vampiros? ¿Qué es lo que estaba ocurriendo? Además, estaba el vendaje. Kristi habría pensado que no tenía importancia, pero la reacción de Lucretia decía lo contrario.
¿Alguien le había enviado una advertencia a Lucretia?
El vello de los brazos de Kristi se erizó.
Alguien ha descubierto que habló contigo y la están amenazando. Y alguien la está siguiendo, la está asustando hasta la médula. Incluso haciéndole daño. Por eso esconde un vendaje.
Kristi miró hacia la mesa donde ahora Lucretia estaba sentada con las otras chicas, y sorprendió a su ex compañera mirando hacia ella. El rostro de Lucretia estaba pálido y ojeroso, sus labios apretados; ya parecía estar consumida por la preocupación. Sus ojos se cruzaron durante el más breve de los segundos y luego Lucretia desvió la mirada. Al hacerlo, su cara se volvió del color de la ceniza.
A Kristi casi le dio un infarto. ¿Qué demonios significaba eso?
Puede que no sea nada, se dijo para tranquilizarse. Has estado viendo muchos de estos, ¿no es así? Nadie ha muerto… todavía.
Tragó saliva con fuerza.
El color regresó al rostro de Lucretia. Como si jamás se hubiese marchado. ¡Jesús, María y José, Kristi! Puede que seas tú el bicho raro. Pensó en la conversación con Lucretia, en cómo su ex compañera había querido que olvidase todo lo que habían estado discutiendo con anterioridad. ¿Por qué? Alguien la está manipulando.
Kristi cerró la tapa de su ordenador y recogió sus cosas. Dejó el café sin volver a cruzar la mirada con Lucretia, pero estaba equivocada si creía que iba a abandonar. Si acaso, estaba más decidida que nunca a descubrir lo que les había ocurrido a Dionne, Monique, Tara y Rylee.
Tan solo cuando hubo abierto el coche y ya estaba dentro, cayó en lo que tampoco era propio de Lucretia. No era solo que pareciese estar enferma de preocupación, ni que hubiese intentado convencer a Kristi de que abandonase, sino que ya no llevaba el anillo en su mano izquierda, aquel del que tanto había presumido. Kristi le había mirado las manos cuando ella se había inclinado sobre la mesa, y estas estaban desnudas. Incluso llevaba las uñas sin esmalte y mordisqueadas.
¿Me has estado siguiendo?
La acusación de Lucretia resonaba en el interior de la mente de Kristi. Aún no, pensó Kristi, pero puede que no sea tan mala idea.
– Ya te lo he dicho, no sé con qué profesor sale Lucretia Stevens -insistió Ezma mientras arrojaba el delantal en el cubo de la ropa sucia-. Puede que solo fuera un rumor.
– ¿Y quién te lo contó? -Kristi no estaba dispuesta a dejar la pista. Eran casi las once de la noche y tanto ella como Ezma se disponían a marcharse.
– No lo sé… oh, espera… fue alguien del colegio, creo, un profesor. -Empezó a chasquear los dedos para reactivar su memoria-. ¡Oh, Señor…! ¡Sí, lo tengo! -Levantó su mirada con los ojos brillantes-. Yo estaba justo aquí, atendiendo las mesas, y escuché accidentalmente el cuchicheo de dos mujeres. Veamos, era la doctora Croft, la jefa del departamento de Lengua y, oh, demonios, ¿con quién estaba sentada aquel día? -Se frotó la barbilla-. Creo que era la profesora de Periodismo. La nueva.
– ¿La profesora Senegal?
– Eso es, pero no pude oír mucho. Bajaban la voz, especialmente cuando me acercaba. Yo no podía dar crédito. Quiero decir que, la gente suele cotillear, por supuesto, pero la doctora Croft es la jefa de un departamento y este es un lugar de lo más abierto. En fin… -Se encogió de hombros, luego separó los billetes que había recibido como propinas, los contó y dejó algunos para los friegaplatos.
Kristi hizo lo mismo, dejándole a la chica que había limpiado las mesas un porcentaje de sus propinas. Ella y Ezma salieron juntas del restaurante. La noche era limpia y fresca, el aire soplaba cuando Kristi se subió al Honda y Ezma se montó sobre el asiento de su ciclomotor y se ajustó el casco. Unos segundos más tarde, la motocicleta zumbaba al salir del aparcamiento.
Kristi puso el coche en marcha. Aunque normalmente paseaba hasta el trabajo, aquel día iba con retraso, de modo que había cubierto en coche la corta distancia. Antes de meter una marcha, intentó llamar de nuevo al doctor Grotto e inmediatamente una voz le pidió que dejara un mensaje en el buzón de voz. Kristi ni se molestó; ya le había dejado dos. Obviamente no estaba recibiendo sus llamadas, o bien la estaba ignorando y evitando. Ni hablar, eso no tenía sentido.
Tamborileó con sus dedos sobre el volante y decidió que si no tenía noticias suyas para el lunes, tendría que hacer una sentada en la puerta de su despacho y obligarlo a hablar con ella. También estaban los foros de internet. A lo mejor podía hacer la prueba con el «DrDoNoGood», si es que volvía a aparecer. Flirtear con él, apelar a su ego. Hasta el momento no había encendido la cámara de vídeo en su ordenador, optando por el anonimato, pero quizá era la única forma de llegar hasta él. Podía comprarse una peluca barata, lentillas de colores o unas gafas. Tenía que hacer algo para que el misterioso profesor comenzase una conversación con ella.
Llevó el utilitario hasta la entrada y salió del aparcamiento. Pisó el acelerador hasta conducir unos veinte kilómetros por hora por encima del límite permitido en su camino de vuelta a casa. Estaba impaciente por abrirse paso hasta el estudio donde se almacenaban las cosas de Tara Atwater.
Puede que finalmente descubriera algo sobre la chica desaparecida…
Se dio prisa en aparcar y subió corriendo los escalones hasta llegar a su apartamento. Una vez dentro, se quitó rápidamente el uniforme de trabajo y lo arrojó a su bolsa de ropa sucia. También metió dos paquetes de detergente, la cizalla y una linterna; luego se puso unos vaqueros y una sudadera. Tras calzarse un par de zapatillas de tenis, comenzó su misión.
Estaba tan nerviosa como un gato; su estómago se encogió al bajar los dos pisos antes de abrir la puerta del sótano y conectar las insuficientes luces.
De noche, el subterráneo habitáculo bajo el edificio era incluso más impresionante; los rincones y recovecos eran más oscuros y tenebrosos. Ninguna de las lavadoras se movía, ni las secadoras calentaban o giraban.
Bien.
Con cuidado, consciente de que alguien podría bajar las oscuras escaleras en cualquier momento, Kristi extrajo la cizalla y la dejó en el suelo, junto a los contenedores de rejilla metálica, después separó rápidamente su ropa y puso en marcha dos de las lavadoras.
Mientras los aparatos comenzaban a llenarse de agua, agarró la cizalla y examinó los contenedores. Todos estaban claramente marcados y cerrados, uno por cada estudio y dos adicionales. Uno de estos últimos contenía material de jardinería y herramientas, obviamente para utilizarse en el edificio de apartamentos; el otro estaba lleno de cajas. Kristi iluminó la rejilla con su linterna y vio el nombre de Tara Atwater garabateado sobre ellas, junto con la fecha del trece de noviembre, un mes después de que a la chica la declarasen desaparecida.
– Suficiente -se dijo, y se puso manos a la obra.
Desgraciadamente, Randy, el machista con mentalidad de hombre de las cavernas, estaba en lo cierto. Usar la cizalla resultaba difícil. Consiguió poner las hojas alrededor del cierre, la pieza de metal que sujetaba el candado a la puerta, pero no tenía la fuerza suficiente para que el maldito cacharro lo cortase.