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Lo cual la sacaba de sus casillas.

– Venga -se animó, y volvió a intentarlo, empujando los mangos hacia dentro con tanta fuerza que sintió una punzada en los brazos; el dolor se hizo sentir a través de ellos y sus músculos temblaron a causa de la presión-. Debilucha -murmuró para sí mientras las lavadoras continuaban llenándose con el agua que caía en el interior de los depósitos.

Una vez más, empleó toda su fuerza en ello.

Una vez más fracasó, logrando tan solo mellar el cierre con la cizalla.

– Esto no debe estar muy afilado -se excusó y volteó la cizalla, de forma que presionaba el mango contra la puerta metálica. Recolocó sus pies sobre el suelo de cemento y cargó su peso contra una de las asas, apoyando la otra en la puerta. Empujaba… empujaba… sudaba… sus ojos se entrecerraron… apretó la mandíbula…

¡Click!

Oh, Dios, ¿hay alguien en la puerta? ¡Joder!

¿Qué idiota haría la colada a estas horas de la noche? Solo tú.

Su corazón, ya de por sí acelerado, se desbocó por completo. La adrenalina se disparó en su circulación. Con un gruñido, empujó con más fuerza justo al oír el giro de una llave y el quejido de la puerta de arriba al abrirse, imponiéndose sobre los motores de las lavadoras; después oyó pisadas. Unos fuertes pasos que descendían.

¡No!

Realizó un último intento con todas sus fuerzas. ¡Crack!

El cierre se partió.

Kristi no se detuvo a comprobar si se había desprendido del todo. Escondió la cizalla en su bolsa de ropa sucia y, empapada en sudor, a pesar de que la temperatura en aquel sótano no superaba los quince grados, se inclinó sobre la secadora y abrió la puerta como para comprobar su colada.

Sin embargo, la colada de otra persona ya se encontraba allí. Todavía muy mojada.

¡Dios bendito! No se le había ocurrido comprobar si había ropa en la secadora.

– Mierda -murmuró, enderezándose justo cuando una enorme silueta llegaba al último escalón. Los nervios de Kristi se electrizaron. Dios santo, ¿podría ser el secuestrador? ¿Era así como aquel psicópata encontraba a sus víctimas? ¿A solas en un oscuro sótano? ¿Había estado Tara allí abajo cuando…?

Se encontraba a punto de lanzarse a por la cizalla para usarla como arma cuando Hiram apareció bajo la tenue luz de una de las bombillas del techo.

Kristi dejó escapar su aliento y devolvió su atención al principal problema. ¿Se daría cuenta del cierre roto?

– Oye, ¿eso es tuyo? -le preguntó señalando a la secadora, y luego abrió la compuerta de la segunda. También estaba llena de ropa húmeda.

– Sí. -Hiram llevaba puestos unos pantalones de pijama de franela que le caían por debajo de la cintura y una sudadera gris con capucha; tenía las manos dentro del único bolsillo delantero de la prenda, y calzaba unas enormes zapatillas que apenas cubrían lo que debía ser un número cuarenta y cinco o cuarenta y seis.

– ¿No encendiste las secadoras? -inquirió.

– Claro que sí.

– ¿Cuándo?

– No sé. Hace un par de horas. -Estaba a la defensiva; sus labios, tras esa barba desaliñada, se encogían sobre sí mismos.

– Pues tu ropa aún está chorreando.

– Lo puse en «mínimo» para que mis vaqueros no encogieran -respondió como si ella fuese la idiota que no sabía ni una pizca sobre métodos y procedimientos de lavandería.

– Bueno, te quedan como treinta minutos antes de que las lavadoras terminen su ciclo y, cuando lo hagan, voy a necesitar las dos secadoras.

– Me temo que vas a tener que esperar. -Se tomó una exagerada molestia en comprobar la ropa mojada. Como si realmente le importase. Por el aspecto de su uniforme, aquella podría ser la primera vez que utilizaba la lavandería desde Navidades.

Hiram volvió a apretar el botón de comienzo con el reloj programado en veinte minutos y la temperatura una vez más en «mínimo».

– Eso no va a funcionar -le advirtió ella.

Hiram resopló, se dio la vuelta y miró hacia los contenedores de almacenaje.

¡Maldita sea! El corazón de Kristi palpitaba como loco.

¿Qué iba a decir cuando la acusara? ¿Podría mentir? Con el rabillo del ojo vio su bolsa de ropa sucia y el visible contorno de la cizalla. Le dio una patada a la lavadora. El sonido metálico resonó por todo el sótano.

Hiram se giró como si tuviera un resorte.

– ¡Maldito cacharro! -espetó Kristi sacudiendo su cabeza.

– ¿Qué ha sido ese ruido?

– No lo sé, pero lo lleva haciendo desde que la llené.

– ¿La lavadora? ¿Cuál de ellas? Kristi señaló a la que había pateado.

– Cada dos minutos o así hace ese ruido metálico. No puede ser bueno. Tú eres el casero, o el encargado o lo que sea; quizá puedas arreglarla.

– Cuando yo la he usado no ha ocurrido.

– ¿Cómo lo sabes? ¿Estabas aquí abajo? -preguntó, y supo por sus ojos que no había estado. Bien. Su mentira estaba a salvo-. Podrías traer tu caja de herramientas.

Él asintió y se dirigió hacia las escaleras.

– Claro, lo haré, pero después de que hayas terminado con ella; tú, eh, podrías ponerle una nota para que nadie la utilice hasta que, hum, la arregle.

– Buena idea -reconoció, y suspiró cuando él, con las manos metidas en su bolsillo, comenzó a subir las escaleras. Cada peldaño parecía emitir un quejido de protesta por el peso.

Esperó hasta oír como la puerta superior se abría y cerraba; entonces no perdió ni un segundo más. Sacó el candado de la caja de seguridad, abrió la puerta de golpe y empezó a abrir las cajas en su interior. Ropa, discos compactos, velas, fotografías en marcos, libros y varios objetos personales. Demasiado para cargarlo en la bolsa de la ropa sucia en un solo viaje, y no se atrevía a llevar las cajas hasta arriba. Agarró algunos pequeños objetos lo más rápido que pudo, con la idea de regresar más tarde a por el resto.

Después, recogió el candado y lo cambió con el que había adquirido antes aquel día, aquel cuya combinación conocía. Encajó con un chasquido. Nadie se daría cuenta hasta que no bajasen e intentasen acceder al contenedor.

Capítulo 15

Kristi, maldito fuera su culito respingón y su actitud insolente, lo había afectado en serio.

No hay otra forma de verlo, pensó Jay, enfadado consigo mismo.

Puede que Gayle hubiera tenido razón desde el principio.

Puede que nunca se hubiera repuesto de Kristi Bentz.

– Estúpido -murmuró sentado en el sillón de su escritorio, en el laboratorio de Nueva Orleans. Desde que salió de su apartamento la noche anterior, no había dejado de pensar en ella, preocupado por que se estuviera metiendo en algo peligroso. Así que él tendría que hacer algo.

En lugar de tirar la vieja bañera y comenzar a reparar las tuberías de la casa de tía Colleen, Jay había salido de la cama con las primeras luces del amanecer y, con Bruno a su lado en la camioneta, condujo como alma que lleva el diablo hasta su casa en Nueva Orleans. Una vez que hubo dejado al perro, acudió al laboratorio criminalista, al ordenador de su escritorio, donde registró todas las bases de datos policiales que pudo y accedió a la información sobre las estudiantes desaparecidas.

Y no se había detenido ahí.

En el transcurso del día, había llamado a un par de amigos que trabajaban para la policía de Baton Rouge, un sheriff del condado al este del suyo e incluso un antiguo compañero de clases que trabajaba para la policía del estado de Luisiana. Si estaban fuera de servicio, entonces los localizaba llamando a sus móviles, interrumpiendo sus días libres. Supuso que no tenía importancia. Estaba dispuesto a llegar hasta el fondo de la obsesión de Kristi, de cualquiera de las maneras.