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– Mi padre se sentiría decepcionado -le aseguró al gato, mientras este la miraba desde la estantería superior de la librería situada a uno de los lados de la chimenea-. ¿Qué me estoy dejando? -Examinó una vez más entre un montón de pantalones vaqueros, militares y cortos; después las sudaderas camisetas y chaquetas una vez más.

Nada.

La decepción se instaló en su interior.

– A lo mejor no estoy hecha para esto -murmuró mientras el gato la contemplaba guardando las cosas de Tara. O bien Tara se había llevado todo objeto de valor al marcharse, o lo había hecho su secuestrador. Kristi dobló su propia colada, sacó un trabajo para la clase de redacción del doctor Preston y cabeceó adormilada mientras leía el último encargo sobre el tomo de obras de Shakespeare.

– Mañana -le confesó a Houdini cuando se subió a la cama de un salto y se echó en la esquina más alejada, aún preparado para correr en busca de refugio si Kristi lo sobresaltaba. La suya era una relación progresiva, aunque extremadamente tímida. Poco a poco, Houdini se iba acercando, casi dejándola que lo acariciase en alguna ocasión, aunque a menudo permanecía alerta. Siempre que Kristi estiraba su mano, se alejaba de ella. Tan solo había conseguido acariciarle el pelo con las yemas de los dedos.

No era muy distinto a la forma en la que Jay y ella reaccionaban mutuamente, pensó. Cautelosos. Suspicaces. Con interés, pero con miedo. Dios, ¿por qué siempre tenía que pensar en Jay? Él era su profesor y había accedido a ayudarla a descubrir lo que les había ocurrido a las cuatro chicas, pero eso era todo. No había nada en absoluto romántico o sexual en su relación. Y así era como debía ser.

– ¿Verdad, Houdini?-inquirió. El gato la miró sin pestañear.

* * *

El padre Mathias Glanzer avanzó a través de la iglesia, pasando junto a los feligreses que sostenían velas con una débil llama. Sus pisadas resonaban a lo largo de las tablas del suelo del recinto. En el altar, frente al enorme crucifijo suspendido, se arrodilló, realizó el signo de la cruz y enunció una corta oración en busca de consejo mientras la imagen de Jesús lo contemplaba desde arriba.

¿Con ira?

¿O compasión?

Sus manos entrelazadas estaban húmedas, su cuerpo bajo la túnica, cubierto de un sudor nervioso que lo asqueaba. Había sido sacerdote durante casi quince años y todavía buscaba consejo, todavía dudaba. Su fe se tambaleaba, aunque él lo negaría ante cualquiera que se lo preguntase.

Pero Dios lo sabía.

Al igual que él, en la intimidad.

– Perdóname -susurró y, a pesar de saber que debería quedarse a rezar durante horas, no encontraba consuelo en la oración, ni alivio al buscar el consejo de Dios. Tras incorporarse, dejó la iglesia y la puerta que daba al recinto se cerró detrás de él con un suave golpe final.

En el exterior, la noche anunciaba lluvia. Las nubes eran espesas, la luna y las estrellas se ocultaban tras una tormenta que se dirigía hacia el interior. El viento de enero era frío, como dentelladas al atravesar su alma.

Había llegado a All Saints creyendo que podría empezar desde el principio, reafirmar sus votos, realizar cambios en el colegio. En sí mismo. Volver a encontrar a Dios.

Igual que en un matrimonio cuando la esposa se confía demasiado y da al cónyuge por garantizado, pierde interés o vitalidad, de esa forma él había aceptado su fe como pura, importante y omnisciente. Se había vuelto orgulloso. Vanidoso. Buscaba su propia gloria antes que la de Dios.

Y, por supuesto, cuanto más había ascendido, cuanto más le había llevado su ciega ambición, más había sido abandonado. Ahora estaba cayendo, adentrándose en una oscuridad tan inhóspita, que temía que no hubiera vuelta atrás. Trasladarse a All Saints no había sido una bendición, sino una condena.

Deseaba culpar al doctor Grotto o al padre Anthony, o a Natalie Croft con su maldita visión para el departamento de Lengua. Había llegado a albergar sentimientos de injusticia en la administración del colegio con tantas personas laicas en la junta, incluyendo a los descendientes de Ludwig Wagner, el hombre que había cedido originalmente el terreno a la archidiócesis para construir el colegio, pero, en verdad, todas sus protestas contra el destino y todos aquellos con quienes trabajaba eran una insensatez. La persona a quien debía culpar era a sí mismo. Pensó en aquellos que se habían marchado antes que él, hombres puros, quienes se habían torturado a sí mismos con azotes o latigazos, quienes se arrodillaban durante días sobre frías piedras, quienes ayunaban hasta el desmayo… Él jamás se pondría a prueba igual que ellos.

Durante años, se había dicho a sí mismo que aquellas torturas eran para los débiles y los confusos; que él estaba por encima de ellos. Ahora pensaba de otra forma. Eran para los fuertes, y solo los cobardes como él, los hombres débiles y mortales, rehuirían los desafíos de Dios.

No puedes ir más deprisa que tus pies, Mathias, ¿no es así? Y aunque pudieras, el señor vería tus patéticos esfuerzos. Él mira en las profundidades de tu alma y contempla la despreciable negrura que hay en ella.

Él conoce tus pecados.

Sonaron las campanas de la iglesia; su dulce tono resonaba en su mente, repitiéndose en su corazón. Deberían haberle alegrado, pero su profunda sonoridad tan solo lograba recordarle lo mucho que había perdido, lo mucho que había desperdiciado tan deseosamente, incluso impacientemente.

El padre Mathias tragó saliva con fuerza y se persignó una vez más sobre sus vestiduras mientras caminaba sobre la húmeda hierba. Iría a su apartamento, bebería un poco de brandi e intentaría urdir un plan, una salida.

¡Cobarde! No puedes liberarte. Te has condenado al infierno por tu propia mano. Eres Judas.

Por el rabillo del ojo, percibió un movimiento, el más ligero temblor en los matorrales que flanqueaban la galilea, el porche en el extremo oeste de la iglesia.

El padre Mathias sintió un estremecimiento en su corazón. Se dijo a sí mismo que no debía asustarse, aquel movimiento probablemente era causado por un gato que estaba de caza nocturna, o una zarigüeya escondiéndose entre las ramas o… ¡Oh, Dios mío!

Se quedó helado.

Una oscura silueta surgió de su agazapada posición bajo las estrechas ventanas de tracería.

– Padre Mathias -susurró con una voz ronca al acercarse.

– ¿Qué deseas hijo mío?

El ser, que era como él lo imaginaba, era grande, un hombre con un disfraz ¿o era algo sobrenatural? ¿Era un hombre? ¿O una mujer amazona? ¿O no tenía sexo? Sus rasgos estaban ocultos bajo los oscuros pliegues de una gruesa capucha; sus ojos parecían tener un brillo ensangrentado.

Mathias temblaba, frío como la muerte.

Unos dientes blancos destellaron en la oscuridad. Los oscuros labios, como si estuvieran teñidos de sangre, le advirtieron.

– No nos traiciones. Puedo verlo en tus ojos, notarlo en tus gestos, oler el miedo que hay en ti. -Sus labios se curvaron en una mueca de disgusto y, durante un segundo, creyó haber visto colmillos en aquel semblante oscuro y malvado-. Si hay algún conato de traición, el más mínimo atisbo de deslealtad, serás culpado. Y te aseguro que serás castigado.

Antes de que Mathias pudiera levantar sus brazos sosteniendo el crucifijo ante la cara de aquel demonio, arremetió contra él, agarrando su muñeca con una dolorosa presa. Un cálido aliento quemaba su piel.

– ¡No! -gritó él.

Demasiado tarde.

El tejido se rasgó.

Los labios se retrajeron.

Unos colmillos cayeron con fuerza sobre él.

– ¡Aaaah!

El dolor chillaba a través de sus brazos mientras los dientes de aquel demonio se le clavaban en la carne.

– ¡Santo Cielo, no! -gritó Mathias, sintiendo como el horror atravesaba su cuerpo.