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El demonio le retorció la muñeca y él volvió a gritar.

– ¡Por favor, no!

– ¡Shhh! -La criatura levantó su oscura cabeza y la sangre del sacerdote goteó de sus horrendos labios-. Márchate -siseó, salpicando a Mathias con su propia sangre, y mostró una lengua bífida entre aquellos incisivos ensangrentados.

Santo padre, ¿qué clase de bestia del infierno es esta?

Atónito, el sacerdote cayó sobre sus rodillas, buscando a tientas su rosario, canturreando oración tras oración en un estado de terror y casi de parálisis. ¿En qué se había metido? ¿En qué?

Oyó voces. Desde el otro extremo de la iglesia. Dios Santo, no podían encontrarle así… no tenía explicación. El demonio se volvió y corrió de forma casi silenciosa a través de un terreno con césped; después desapareció en la oscuridad.

Mathias era una masa de carne sollozante. Las lágrimas caían de sus ojos. Lágrimas de miedo. Lágrimas de arrepentimiento. Las lágrimas de un hombre destrozado y sin fe.

– Padre nuestro -comenzó a balbucear, pero las palabras se estancaron en su garganta. Su lengua era demasiado gruesa y torpe; su arrepentimiento demasiado leve, demasiado tarde. Había ido demasiado lejos. Había cruzado un umbral en llamas del que ya no había vuelta atrás. La oración no lo ayudaría. La confesión, el definitivo purgante de todos los pecados, ya no le servía de salvación.

La verdad del asunto era que él, al igual que tantos otros antes, le había vendido su alma al diablo.

Y Satán quería cobrar la deuda.

Capítulo 16

Boomer Moss había cazado caimanes toda su vida. A veces lo había hecho legalmente, con mosca y durante la temporada, y otras veces no, igual que esa noche. Pensaba que los caimanes eran unos hijoputas sin corazón que merecían morir, y si él podía sacar unos cuantos pavos con sus pieles, cabezas y su carne, pues todavía mejor. Le estaba haciendo al mundo un enorme favor eliminando a esos bastardos, una vida reptante cada vez.

El hecho de que existiera una temporada para su caza, señuelos para comprar y permisos para solicitar al ayuntamiento le importaba realmente poco. Su familia había estado cazando en los pantanos, lagunas, lagos y canales de alrededor de Nueva Orleans durante unos doscientos años, no servía de nada decirle lo que tenía que hacer.

Además, cazar en los pantanos a oscuras era una experiencia como pocas. Boomer llevaba unas cuantas cervezas metidas en una nevera mientras recorría las negras aguas y pasaba junto a los fantasmales y esqueléticos troncos y raíces de los cipreses. Tenía sus lazos preparados, pero nunca sabías cuándo podías cruzarte con un caimán en el agua, hibernando o no.

En ocasiones, mataba a un mapache, una zarigüeya o una serpiente si se le presentaba la oportunidad. Pensaba que aquellos pantanos le pertenecían. Allí, era él quien mandaba, y la generosidad de aquella zona encharcada era toda para él. No quería molestarse con señuelos; diablos, no. Y sabía que un mapache o una mofeta eran mejores como cebo que las vísceras de vaca permitidas por el estado.

Una vez más, el Gobierno debería tener mejores cosas de las que preocuparse. ¡Cristo! Utilizando el rayo de luz de una pesada linterna, Boomer peinaba el agua, esperando ver ojos que emergiesen de la oscuridad, justo sobre la negra superficie del agua. Los caimanes eran lentos en aquella temporada del año, casi aletargados, pero no imposibles de encontrar.

Dispuso sus trampas y por la mañana esperaba tener al menos a uno de esos cabrones, puede que cinco o seis si tenía suerte. Por el momento, estaría al acecho, comprobaría el cebo que había atado medio metro sobre el agua, esperando atraer a un caimán para que saltara, enganchándose en el anzuelo.

Él veía sus ojos en la oscuridad, y comprendía que ellos no solamente lo veían, sino que podían sentirlo mientras realizaban cualquier movimiento en el agua. Eran unos lagartos con unos dientes endiabladamente grandes. Oyó un chapoteo, vio a uno que se deslizaba en el agua, no muy lejos de un nido donde la hierba había sido aplastada, advirtió la acumulación de lodo y hierba que indicaban el lugar donde había depositado sus huevos.

– Vamos, mamas -dijo con una voz de arrullo-. Venid todas aquí con papá. -Aguardó, mirando a su alrededor con su pistola del calibre veintidós en una mano. Pero aquella hembra de caimán se escondía en las sombras, lejos del rayo de su linterna, así que avanzó lentamente, con una mano sobre el timón, los sonidos de la noche penetrando en sus oídos: el vibrante aleteo de los murciélagos, el canto del búho, el croar de las ranas, el zumbido de algunos insectos sobre el murmullo del motor fueraborda del bote. De vez en cuando oía un chapoteo proveniente de algún pez que saltaba, o de un caimán arrastrándose hacia las tranquilas aguas.

Se pasaba horas al acecho, sin acercarse lo bastante para dispararle a un maldito caimán y cargarlo en el bote, sino explorando el pantano. Con el transcurso de las horas, dio cuenta de seis latas de cerveza Lone Star y dos sándwiches de ostra frita de Mindy Jo.

Finalmente, al acabar la noche, comprobaba sus trampas. La primera estaba vacía, el cebo arrancado con limpieza.

– Mierda -espetó, poniendo la embarcación rumbo a la siguiente trampa; y allí, colgando parcialmente en el aire, había un caimán. Tenía dos metros y medio si no le fallaba el ojo-. Aleluya, hermano -dijo Boomer, acercándose lo suficiente para poder levantar su pistola hasta el pequeño cerebro de la criatura. Disparó. Sonó una potente explosión. Tenía que asegurarse de que el reptil estaba bien muerto antes de empezar a rajarle. Boomer estaba seguro de que no deseaba tener a ningún caimán de doscientos kilos alborotando en el bote. Ya era bastante delicado tratar con uno muerto.

Tanteó al reptil con un remo y luego, seguro de que el enorme animal estaba muerto, metió cuidadosamente el imponente cadáver en el fondo del bote. El caimán era un ejemplar de primera, sin muchas marcas en la piel. Sacaría un buen precio. Sintiendo que la noche no había sido un completo desperdicio, Boomer comprobó las demás trampas; encontró el cebo aún colgando sobre el agua sin ningún caimán apresado en ellas. Podría dejar el cebo en las trampas por el momento. Todavía podía tener suerte.

Puso el bote en dirección opuesta, hacia el muelle donde estaba aparcada su camioneta. No se molestó en destripar a su trofeo, simplemente envolvió al saurio en una lona mojada; lo remolcaría hasta la parte de atrás de la camioneta y conduciría de vuelta hasta su casa, un hogar prefabricado sobre bloques de cemento en el interior del bosque.

Boomer se sentía bien. Llegaría a casa, se daría una ducha, después despertaría a su mujer y le echaría un buen polvo, igual que hacía siempre tras una exitosa jornada de caza. Apenas podía esperar; sus manos apretaban el volante mientras el viejo Chevy se sacudía y bamboleaba sobre los baches de la superficie de gravilla que llevaba hasta su casa.

Mindy Jo nunca se quejaba de que la despertase para el sexo, no señor. Probablemente ahora estaba en casa, esperándolo, con el coño ya mojado. A ella le encantaba cuando la testosterona fluía plenamente por su cuerpo tras la emoción de la caza. Se pasaría horas en la cama grande y vieja que compartían, metiéndosela hasta el fondo una y otra vez, empujando encima de ella como un jodido potro salvaje.

Se pondría tan caliente que incluso le dejaría azotarle las nalgas durante el acto. ¡Dios, cómo le gustaba eso!

Una vez en casa, aparcó en el garaje, puso algo de hielo sobre la lona y después entró. Decidió olvidarse de la ducha y ver lo que ella opinaba del olor de la caza… ya lo había hecho una o dos veces y aquella mañana parecía una idea jodidamente buena, de forma que se desprendió de su ropa de caza, dejó los pantalones de camuflaje y los calzoncillos amontonados en la cocina, delante de la nueva lavadora y la secadora, y finalmente entró en el dormitorio.