El olor a cloro estaba por todas partes y las ventanas de la piscina del colegio estaban empañadas, pero aparte de un tipo mayor a algunas calles de distancia, tenía toda el agua para ella sola.
No había nadado desde hacía más de un mes y le sentaba genial. El ejercicio le despejaba la mente.
Flap.
Pensó en Jay y tenía que admitir que le había gustado volver a verlo. Pero solo como amigo…
Flap.
No había encontrado nada entre los objetos personales de Tara Atwater, pero volvería a mirar. Tenía que existir alguna prueba sobre su desaparición en el mismo maldito apartamento en el que vivió.
Flap.
Ariel y el padre de Kristi estaban vivos, desde luego. Así que su visión en blanco y negro podría ser solamente algo físico, y no alguna especie de percepción extrasensorial o visión de futuro.
Flap.
No existían tales cosas como los vampiros. Y ella iba a hablar con el profesor Grotto para ver lo que tenía que decir por sí mismo. Después, puede que con la policía.
Flap.
A lo mejor debería llamar a Jay… Ni hablar. Kristi necesitaba su ayuda, sí, pero eso era todo. No estaba tratando de comenzar una nueva relación con él.
Flap.
¡Mentirosa! Hay algo en él que te fascina. ¡Maldita sea!
No podía pensar en Jay McKnight como un hombre. Esa parte de su relación estaba acabada desde hacía ya mucho tiempo. Aun así… encontraba encantadora su manera de retirarse el pelo de los ojos; atractiva, su juvenil sonrisa en una de las comisuras de sus labios, y fascinante la forma en que sus ojos se nublaban con humor o interés. Dios santo, Kristi era un desastre cuando se trataba de aquel hombre.
Se dijo a sí misma que no lo deseaba antes y que no podía desearlo ahora. ¿Sería por todo aquello de la fruta prohibida? Era algo totalmente sobrevalorado. Aunque pensaba en él de una manera que no debería, y eso realmente la sacaba de quicio.
Al llegar al borde de la piscina, levantó la mirada hacia el reloj. Cuarenta y tres minutos. Ya era suficiente. Respiraba con fuerza cuando apoyó sus manos en el bordillo y se impulsó hasta alcanzar la superficie de cemento. ¿Qué tenía Jay que la atraía tanto? Cogió su toalla de una percha junto al vestuario y se secó vigorosamente. Tenía que apartar a Jay de su vida.
Miró sobre la azulada superficie del agua y se dio cuenta de que el anciano que estaba nadando cuando ella se arrojó al agua ya se había marchado. Se encontraba sola en la piscina y con las ventanas empañadas.
En el exterior, parecía que la noche estaba cayendo, las sombras de la última hora de la tarde reptaban a través de las ventanas. De repente sintió que alguien la estaba vigilando a través del cristal, alguien a quien ella no podía ver. Su cuerpo tembló convulsivamente. Reprendiéndose por aquel miedo, se frotó la cara.
No exageres. Toda la investigación acerca de las chicas desaparecidas te está afectando.
En el interior del vestuario de las chicas, Kristi se quitó el bañador mojado, se duchó y se puso unos vaqueros y una sudadera. Mientras abandonaba el edificio, deseó una vez más tener su bicicleta en lugar de tener que cruzar el campus a pie. No es que fuera a estar sola; había numerosos estudiantes de camino a una clase nocturna, la biblioteca o sus residencias. Muchas de las personas con las que se cruzó estaban reunidas en grupos, o escuchando sus iPods o hablando por teléfono. Nada fuera de lo normal, excepto que observó por el rabillo del ojo a una chica alta y rubia que había visto en alguna de sus clases, y la piel de la chica cambió delante de sus ojos; el color se diluía de su piel.
¡Aquello era de locos!
¿Es que Kristi no se acababa de convencer a sí misma de que todo ese aspecto gris pálido no era más que algún truco de su mente? Ariel seguía con vida. Su padre aún caminaba sobre la tierra, persiguiendo chicos malos para el departamento de policía de Nueva Orleans. Aquel asunto del blanco y negro era producto de su imaginación; un problema suyo. Aunque…
Kristi continuó siguiendo a la chica pálida, quien caminaba a velocidad de récord más allá de la capilla. Casi se vio obligada a correr para mantenerla al alcance de la vista y le preocupaba el hecho de que estuviese saliendo de All Saints, dirigiéndose a un aparcamiento ajeno al campus.
– ¡Maldita sea! -espetó, preguntándose lo que le diría a la chica rubia en el caso de que consiguiera darle alcance. ¿Te encuentras bien? Oye, estás muy pálida. ¿Necesitas una compañera de estudio para la clase del doctor Grotto?
»Flojo, flojo, flojo -murmuró para sí mientras la chica llegaba hasta la verja de la casa Wagner, entraba y comenzaba a subir los escalones.
Pero el museo estaba cerrado.
Kristi vaciló. La rubia (¿cuál era su nombre? ¿Maren o Marie? Algo parecido) había entrado sin problemas.
Tras un momento, Kristi cruzó la verja principal a grandes zancadas como si entrar en la casa Wagner hubiera sido su intención desde el principio, y subió los escalones como una exhalación. Aunque había una señal de «Cerrado» en la puerta junto con el horario de visitas, probó suerte con la manivela y la puerta con paneles de cristal se abrió. Vaya, pensó ella, atravesando el umbral y colándose dentro. El pestillo chasqueó suavemente a su espalda y se encontró a solas. En la casa supuestamente encantada. Sin rastro de la rubia.
El vestíbulo, decorado con una mesa antigua y una placa que contaba una escueta historia de la casa, se encontraba vacío. Una solitaria lámpara Tiffany que brillaba con tonos ambarinos y azules arrojaba algo de iluminación sobre las más oscuras sombras de la sala.
Desde la entrada, unas escaleras llevaban hasta los pisos superiores, y había un salón recibidor a la derecha. Este también estaba iluminado por una sola lámpara, dejando el resto del habitáculo ensombrecido. Había antigüedades y obras de arte alrededor de una alfombra estampada y una chimenea con incrustaciones de marfil, y ventanas con parteluces flanqueaban una librería que iba desde el suelo hasta el techo, atestada de ejemplares encuadernados en cuero con aspecto de ser muy antiguos.
Por lo que ella sabía, aquella casa había pertenecido a Ludwig Wagner, el primer colono de la zona, un rico barón del algodón que había legado su propiedad y parte de su fortuna no solamente a sus hijos, sino también a la Iglesia católica, con el propósito de construir el colegio All Saints. Varios de sus descendientes aún formaban parte de la junta y desempeñaban cargos políticos activos en el colegio. Pero la casa había sido conservada, utilizada para fiestas de etiqueta y abría algunas tardes como museo. Las cuerdas de terciopelo, que obligaban a la gente que acudía a ver la casa a pasear por las habitaciones sin tocar nada, aún estaban colocadas.
Cuando Kristi llegó al pie de las escaleras, no vio a Marcia, o Marcy, o lo que sea, por ninguna parte. La casa estaba en silencio. No se oía nada. Pero el suave aroma de su perfume aún permanecía allí. Kristi pensó en llamarla, pero cambió de idea.
Unos pocos días antes, Ariel y sus amigas habían entrado en aquella grandiosa y vieja mansión. Kristi no lo había pensado en ese momento; el museo estaba abierto. Pero ahora…
Entró en el comedor, donde una larga mesa cubierta con un tapete y un candelabro resplandecían en la parcial penumbra. Había una pared ocupada con un armario empotrado de caoba oscura, y una abertura en forma de arco llevaba hasta una cocina que estaba acordonada. Kristi saltó sobre la barrera de terciopelo y, tras buscar en su bolso, extrajo sus llaves y la minúscula linterna del llavero. El rayo de luz era pequeño aunque intenso, y la ayudó a encontrar el camino. Miró alrededor de la obsoleta habitación, la cual todavía albergaba una estufa de leña junto a la cocina de gas, más moderna. Una mantequera descansaba en un rincón y la puerta de atrás llevaba hasta un enorme balcón. Kristi se quedó mirando por los ventanales, pero no abrió las puertas por miedo a disparar alguna alarma.