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Escuchó con atención, esperando oír algún ruido, pero en la casa reinaba un silencio de muerte. No se oía el movimiento del aire, ni el zumbido de un frigorífico, ni los chasquidos de un reloj. Todo lo que podía oír eran los amortiguados latidos de su propio corazón, y sus propias pisadas, apagadas por sus zapatillas de deporte.

¿Dónde se había metido la rubia?

¿Iba a encontrarse con alguien?

¿Era allí donde trabajaba?

¿Era una especie de refugio?

En el exterior, la noche casi había caído por completo; la oscuridad cubría las ventanas; los escasos focos de luz proyectados por las lámparas bien situadas no tenían calidez alguna. La casa estaba fría y silenciosa, carente de calor.

Como si no tuviese alma.

¡Oh, Dios, por favor!; se reprendió a sí misma en silencio. Ahora estaba empezando a caer en la trampa de todo lo que había estado leyendo acerca de las sangrientas tragedias de Shakespeare que su profesor «motero», el doctor Emmerson, les había encargado leer. Aquellas obras con sus sentimientos de culpa y sus fantasmas ya eran suficientes, pero luego estaban aquellas criaturas sedientas de sangre de la clase del señor Grotto. Empezó a pensar en Grotto: alto, moreno, guapo y taciturno; con unos ojos que parecían ver el interior de la mente de una persona.

No fue más que una actuación, se recordó a sí misma. Dramatismo.

Prosiguió su camino, más allá de la puerta de la despensa y de otra que estaba cerrada con llave y que daba, suponía, a una alacena o a una serie de escalones que llevaban hasta el sótano. Rodeó la parte de atrás de las escaleras, pasando junto a una pared llena de perchas para abrigos, hasta llegar de nuevo a la parte delantera de la casa sin hacer un solo ruido. Una vez más se encontraba al pie de las sombrías y acordonadas escaleras. Kristi se quedó mirando hacia la oscuridad de la parte superior. Allí no había luces encendidas. ¿Se atrevía?

Vaciló, después se acusó mentalmente de ser una cobardica. La rubia (Marnie, así se llamaba) estaba allí dentro, en alguna parte.

Rápidamente, antes de que pudiera cambiar de opinión, saltó por encima del cordón de terciopelo y comenzó a ascender los anchos escalones. Apenas hacía ruido, ya que una desteñida moqueta con motivos florales amortiguaba sus pisadas; la tímida luz azulada de su linterna le mostraba el camino.

En el recodo, se encontró la oscura silueta de un hombre en el rincón.

¡Oh, Dios!

Kristi jadeó, sus dedos buscaron el espray en su bolso.

Estaba a punto de huir cuando se dio cuenta de que el hombre seguía inmóvil, así que le apuntó con la linterna solo para comprender que aquello no era ningún hombre, sino una armadura colocada junto a la ventana del recodo.

Kristi apretó los dientes y contó hasta diez.

Enderezando la espalda, se apresuró en subir los escalones restantes hasta la segunda planta, donde esperaba encontrar un largo pasillo con una hilera de puertas cerradas con acceso a dormitorios. En cambio, las escaleras se abrían a una amplia biblioteca repleta de altos y estrechos estantes, y un rincón de lectura que albergaba sillas y un banco junto a la ventana. Enfrente de los estantes había un piano de media cola, una partitura abierta sobre las teclas y un silenciado metrónomo, posado sobre la reluciente madera.

Kristi pasó junto al piano y los estantes. Más adelante había un pasillo que llevaba hasta un grupo de habitaciones: dos dormitorios separados por un lujoso cuarto de baño que obviamente había sido añadido después de que la casa fuese construida originariamente. En uno de los dormitorios había una cama con dosel, decorada con motivos florales y almohadones, junto a una chimenea con azulejos pintados a mano, mientras que el otro tenía un mobiliario más pesado y masculino; un rifle de caza reposaba sobre la repisa de una imponente chimenea de piedra.

Un montón de antigüedades.

Pero ni rastro de la rubia.

Por un segundo, Kristi se preguntó si la chica habría entrado por la puerta principal antes de cruzar la planta baja y salir por la cocina. A lo mejor había cometido un error.

Cabía la posibilidad de que registrar toda aquella casa no fuese más que una enorme pérdida de tiempo. Aunque…

Regresó de nuevo a la escalera, iluminando con su linterna los escalones que llevaban hasta la tercera planta.

– De perdidos al río -se dijo, y comenzó a subir la escalera. Los escalones se estrechaban a medida que llegaban a la planta superior. En lo alto estaba el esperado pasillo con puertas a ambos lados.

Se le erizó el vello de la nuca al recordarse registrando los complejos y desalmados pasillos del hospital mental abandonado, Nuestra Señora de las Virtudes, en las afueras de Nueva Orleans, y el psicópata que encontró en su interior. Los recuerdos la hicieron vacilar. La casa Wagner era muy diferente del viejo manicomio, pero meter las narices en la imponente y antigua estructura le hizo recordar con demasiada claridad los hechos que terminaron en su estancia hospitalaria y su estado posterior.

Aferrándose a su coraje, Kristi puso una mano sobre el primer picaporte y abrió la puerta lentamente. Las viejas bisagras chirriaron.

Genial. Anuncia tu llegada a cualquiera que haya ahí escondido.

La sala estaba decorada como el dormitorio de un niño. Había una pequeña cama blanca encajada en un rincón, y un caballito balancín con la pintura desteñida y las crines y cola de cáñamo situado junto a la ventana… y se movía ligeramente.

Hacia delante y hacia atrás sobre los balancines.

Como si el fantasma de un niño lo estuviese montando.

A Kristi casi se le cayó la linterna.

En aquella solitaria mansión, donde el aire permanecía quieto y muerto, el caballito se balanceaba.

Fue aminorando hasta detenerse, pero el corazón de Kristi latía desbocado.

La puerta del armario estaba cerrada. Kristi se pasó la lengua por los labios. ¿Se atrevería a abrirla? ¿Y si…?

Levantó la linterna por encima del hombro, situó la otra mano sobre el pomo y tiró con fuerza.

La puerta se abrió de golpe, revelando un espacio oscuro y vacío con perchas y una barra, pero nada más. No había asesino o secuestrador de mujeres preparado para abalanzarse sobre ella, ni vampiros mostrando sus colmillos blancos y afilados goteando sangre, ni fantasmas de niños malditos que susurraban: «Ayúdame».

Kristi estuvo a punto de caerse al suelo de puro alivio. El poder de la atmósfera. Vaya.

Entonces se dio cuenta de la presencia de otra puerta, una puerta de cristal que separaba esa habitación de la siguiente. La atravesó y encontró otro cuarto, de nuevo un dormitorio infantil con una cama pequeña y una mesa en la que reposaba una casa de muñecas victoriana, con sus diminutas estancias decoradas al detalle.

Volvió sobre sus pasos hasta el pasillo. Las otras dos habitaciones eran parecidas, un nuevo dormitorio con una cama más grande y una pequeña silla de ruedas aparcada junto al armazón metálico, el cual estaba cubierto de animales de peluche; y el último, decorado como si hubiera sido ocupado por un chico interesado en barcos y pesca. Había un juego de tabas esparcido sobre una mesa, junto a un viejo tirachinas.

Pero, una vez más, ni rastro de la rubia de rasgos grises que huía a través del campus.

Kristi avanzó hacia la ventana y contempló la noche. Desde aquel lugar, podía ver más allá del patio en el centro del campus y de otros cuantos edificios. A través de los árboles, oteó el muro al otro extremo. Más lejos aún, era visible una hilera de tejados, iluminados por una farola de la calle. Las buhardillas asomaban los picos de sus hastiales y una luz iluminaba el espacio interior. Estaban demasiado lejos para ver claramente la habitación, pero…