– Esto no tiene ningún sentido -adujo ella.
– ¿Por qué?
Kristi se adentró en la habitación y examinó el contenido con más cuidado. -No han movido nada.
– ¿Estás segura?
– Yo… creo que sí. -Su mirada analizó la repisa, las librerías, las mesas y la cama, antes de llegar a la cocina, la cual, con platos en el fregadero, también estaba exactamente como la había dejado.
– ¿Pero había alguien aquí? -inquirió él.
– ¡Sí!… Creo. -Lo pensó mejor-. Por supuesto que lo había. Le vi a la luz de la estufa. Cuando llegué aquí, lo oí en el tercer recodo de las escaleras, luego descendió hasta el segundo, donde el porche cruza la fachada del edificio hasta las escaleras al otro extremo. No sé si él me vio o qué, pero se asustó y no bajó por la única escalera que descendía desde mi puerta. En cambio, se salió por el porche de la segunda planta. -Fue hasta el fregadero, cogió una taza y se sirvió un poco de agua del grifo-. Quienquiera que fuese tuvo que estar aquí arriba. -Bebió un largo trago de agua tibia.
– Pero no necesariamente dentro.
– No, no, estoy segura de que vi… -Estaba a punto de decir que estaba segura de haber visto a alguien dentro de su apartamento, pero ¿lo estaba? Miró a través de la ventana que había sobre el fregadero de la cocina y escudriñó en la noche, pero estaba demasiado oscuro para ver el perfil de la casa Wagner sobre el muro y a través de los árboles. Como allí no había luces encendidas en los pisos superiores de la mansión convertida en museo, no era capaz de discernir la silueta del edificio, y mucho menos aquella ventana del tercer piso, frente a la que había estado cuando vio a alguien en su apartamento.
La casa Wagner estaba tan lejos…
Y estaba oscuro.
Por primera vez desde que descubrió a alguien en la ventana, dudaba de lo que había visto.
– ¿Y bien?
– Yo… no lo sé. Creo que había alguien aquí dentro. Jay bajó su mirada hacia la lona que cubría el suelo y la totalidad de los objetos colocados cuidadosamente sobre la superficie de plástico.
– ¿Qué es esto?
– Es una larga historia -respondió ella, sin estar segura de querer contárselo. Agarró nerviosamente un largo encendedor y prendió unas pocas velas en el apartamento. Después, al pensar que la luz de las velas resultaría demasiado íntima, encendió todas las lámparas de mesa.
Jay le silbó a su perro e hizo que Bruno se echara en el suelo. Después cerró la puerta y se sentó a horcajadas sobre uno de los acolchados brazos del único sillón que había en la sala.
– Bueno, Kris, tienes suerte. Resulta que tengo libre toda la noche.
Los técnicos del laboratorio criminalista ya habían llegado y Bonita Washington, una de las mujeres más listas que Bentz conocía, se encontraba gritando sus órdenes, asegurándose de que nadie alteraba «su» escena.
– Lo digo en serio -advertía-, o todos lleváis bolsas de plástico en los pies y no tocáis nada o no pasáis. Y me refiero sobre todo a ti -espetó, entrecerrando sus ojos verdes hacia el compañero de Bentz, Reuben Montoya. Afroamericana y orgullosa de serlo, Washington tenía unos cuantos kilos de más y todos eran de profesionalidad-. ¿Estás autorizado? -le preguntó a Bentz.
Él asintió mientras la acompañaba a la pequeña casa prefabricada que había sido recientemente reformada. Justo al cruzar la puerta, se detuvo y miró a su alrededor. El mobiliario había sido volteado, había marcas de arañazos sobre el suelo, y una mancha oscura en el cuarto de estar, probablemente de sangre.
– Lo hemos comprobado -afirmó Bonita a la vez que asentía-. Es sangre, sin duda.
– ¿Pero no hay cuerpo?
– Así es.
Uno de los criminalistas se encontraba tomando fotografías, otro buscaba huellas. El asunto era que la policía había recibido una llamada de Aldo, Big Al Cordini, propietario de uno de los locales de estriptis del distrito. Una de sus bailarinas, Karen Lee Williams, alias Cuerpodulce, no había aparecido en el trabajo durante un par de noches y él había enviado a alguien a su casa para comprobar que estaba bien. Nadie había respondido al llamar a la puerta, y su coche, que era inutilizable, según le había dicho al dueño del local, aún estaba en el garaje.
La sangre del suelo no era suficiente para pensar en un homicidio, pero el hecho de que Karen Lee no había aparecido en ninguno de los hospitales locales o clínicas se sumaba al temor de que hubiera sido asesinada. O secuestrada, pensó Bentz, recordando a las estudiantes desaparecidas en All Saints, Baton Rouge.
No es que lo que le hubiera pasado a Karen Lee tuviera nada que ver con las chicas desaparecidas; no había nada que las relacionase, pero debido a su hija, su mente se encaminó hasta allí de forma natural. Las alumnas del All Saints habían desaparecido sin dejar rastro. Era obvio que Karen Lee había sucumbido peleando.
Examinaron el escenario y comenzaron a hablar con los escasos vecinos que habían regresado a sus hogares en aquella parte de la ciudad devastada por la tormenta. Ninguno había visto nada extraño. Tanto Montoya como Bentz descubrieron que Karen Lee era una madre soltera con una hija que vivía con la madre de Karen, en algún lugar de Texas. Su hija, una niña de nueve o diez años, aproximadamente, se llamaba Darcy. Nadie sabía de ningún amigo o familiar cercano, ningún novio pasado o presente. Nadie sabía lo que le había ocurrido al padre de la criatura, ni tampoco Karen había hablado nunca sobre él.
– Así que no tenemos absolutamente nada -resumió Montoya mientras regresaban al coche de Bentz-. Ni siquiera un cadáver.
– Puede que esté viva.
Montoya resopló, se subió al asiento del copiloto y sacudió la cabeza.
– Yo no apostaría por ello. Puede que ni siquiera estuviese muerta cuando ese cabrón la arrastró fuera de allí, pero creo que ya la habrá asesinado.
– Puede que tengamos suerte -replicó Bentz al arrancar el motor y meterse entre el tráfico. Conducirían hasta el club, descubrirían quién había visto a Karen por última vez, y averiguarían quién había estado en el bar aquella noche. Lo más probable era que el asesino la hubiera estado observando y esperando, puede que la siguiera hasta su casa.
– La suerte es para los tontos -sentenció Montoya y rebuscó su inexistente paquete de cigarrillos antes de recordar que había dejado de fumar.
– Como te he dicho, podríamos tener suerte.
Jay se inclinó hacia delante en su asiento.
– Así que lo que me estás diciendo es que infringiste la ley al abrir el contenedor de almacenaje, luego comprometiste las pruebas de un caso potencial de secuestro o asesinato, después allanaste la casa Wagner para perseguir a una rubia que pensabas que podría formar parte de ese culto vampírico. Más tarde, a pesar de no haber encontrado a la rubia, oíste voces y entonces te asomaste a la ventana, viste a alguien en tu apartamento, y volviste corriendo para hacerle frente. -Jay no podía ocultar su desaprobación.
– Había alguien aquí -insistió Kristi-. ¿Y qué si he infringido una o dos leyes? Estoy tratando de descubrir lo que les ocurrió a aquellas chicas, maldita sea. Y por favor, Jay. Tú no eres completamente inocente, ¿verdad? Estuviste mirando los archivos oficiales del Gobierno, ¿no es así? -A Kristi no le gustaba jugar a esa tontería del juego de las culpas. Se encontraba sentada en el sillón de su escritorio, frotándose el cuello para aliviar la tensión.
– Yo no he arriesgado mi vida.
– Solamente tu carrera. De acuerdo, Jay, simplemente pongámonos manos a la obra. Alguien estuvo en mi apartamento y quiero saber quién fue. Y por qué. -Miró hacia el ordenador donde ella, mientras le explicaba todo a Jay, se había conectado a un par de foros de internet. Unos cuantos nombres que le resultaban familiares habían aparecido y se habían marchado. «Deathmaster7» se movía entre los foros y «SoloO» había aparecido un rato, pero sin unirse a ninguna conversación.