– ¿Quién crees tú que entraría? -Jay comprobó la ventana que ella había dejado abierta para el gato, pero eso requeriría acceso al tejado.
Ella le había contado que Hiram e Irene eran los únicos que disponían de llaves, así que se encogió de hombros antes de hablar.
– ¿Quién más pudo ser aparte de Hiram o Irene?
– Empezaremos por ellos. Mientras tanto, me quedaré aquí. -Sus largas piernas estaban estiradas delante de él. Bruno yacía en la alfombra encajada entre el sofá cama y el sillón.
– No creo que esa sea una idea muy brillante.
– ¿Es que me vas a echar? -inquirió él con el ceño fruncido, casi invitándola a intentarlo.
– Jay…
– Para ti soy el profesor McKnight. -Ella le lanzó una mirada que le hizo sonreír-. Kris, no me voy a mover de aquí, así que vamos a buscar algún sitio que lleve a domicilio comida tailandesa o italiana por la noche, y damos la noche por terminada. O eso, o puedes volver conmigo a la casa de mi tía, que estoy reformando, y podemos compartir un saco de dormir.
Ella lo miró con incredulidad.
– ¿Estás bromeando?
– Crees que alguien ha entrado en tu apartamento -le recordó, estirándose para alcanzar su teléfono móvil-. De modo que, ¿qué vamos a pedir? ¿Pad Thai? ¿Pollo General Tsao? ¿Pizza de salchicha y champiñones?
– No soporto los champiñones.
– Lo sé -le dijo levantando uno de los lados de su boca. Kristi sintió un traicionero conato de calidez debido a que había recordado su aversión a los champiñones, lo cual le molestaba sobremanera. -Supongo que… pizza.
– ¿De qué tipo?
– No lo sé.
Jay se levantó de su asiento.
– Piénsalo mientras voy a por tu bicicleta.
– ¿Mi… bicicleta?
– Tu padre me pidió que la trajese. Sabía que la necesitabas, pero no quería aparecer por aquí y que lo acusaras de invadir tu privacidad, o de ser demasiado protector o lo que sea. Lo que ocurra entre vosotros dos no es asunto mío, pero sí, he traído la bici. En la camioneta podrían robarla. Mejor la meto dentro.
– Genial. -El tono de Kristi reflejaba su ambivalencia.
– ¿Qué tal una con un poco de todo, sin champiñones? -Jay se encontraba buscando un restaurante con su teléfono móvil. Al dirigirse al exterior, ella pudo oírle hacer el pedido. Unos minutos más tarde, había regresado con la bicicleta. Cerró la puerta al entrar y, Houdini, que había estado escondido debajo de la cama, finalmente hizo acto de presencia, y le dedicó un bufido a Bruno. El perro, todavía enroscado en una posición de descanso, apenas levantó la cabeza.
– Tenemos un nuevo voto en contra -comentó Jay mientras apoyaba la bici contra la pared junto al cuarto de baño.
Houdini aún no había terminado. Siseando y mostrando los dientes, con la espalda arqueada, cruzó repentinamente la habitación como un rayo negro que se abría paso hasta el sofá cama. Luego saltó hacia la repisa de la chimenea y, desde allí, llegó a la estantería.
– ¿Está ese gato siempre de mal humor? -preguntó Jay.
– Sí.
A Bruno no podría haberle importado menos. Dejó escapar un bostezo y su barbilla cayó sobre sus encogidas patas delanteras.
De repente, Houdini salió de la estantería, tirando al suelo una de las fotos de Kristi, destrozando el marco y el cristal. Asustado a más no poder, saltó desde la estantería, cruzó volando la habitación, subió sin esfuerzo al poyete de la cocina, se deslizó por la ventana parcialmente abierta y se marchó.
– Es simpático -observó Jay lacónicamente.
– Está mejorando.
– Ya.
– Es cierto. -Kristi recogió los pedazos rotos e intentó colocarlos sobre el estante, situado algunos palmos sobre su cabeza.
– Deja que te ayude.
– Puedo llegar.
– Si tuvieras una escalera. -Jay ya se había situado detrás de ella, y le arrebató la fotografía de entre sus dedos antes de ponerla sobre el estante.
Kristi estaba determinada a ignorar la longitud de su cuerpo presionando contra su espalda, y su olor (un poco de colonia y un poco de almizcle). Sencillamente, estaba demasiado cerca.
Jay se quedó así un instante de más por comodidad y ella pensó que también sentía aquella chispa de electricidad en el aire que había entre ellos, la plena consciencia del sexo opuesto a una distancia tan corta. Se preguntó si él, al igual que ella, estaba pensando en la forma que tuvo Kristi de romper con él, al pensar que era demasiado joven, demasiado conocido, demasiado del mismo lugar, mientras que ahora… Oh, Señor, no pensaba recordar cómo la había hecho sentir una vez, cómo había deseado besarlo, tocarlo, sentir su peso sobre el de ella…
Él se apretó aún más y ella sintió la dureza de su pecho contra su espalda, sus brazos estirándose sobre su cabeza.
– ¿Qué es esto? -preguntó Jay, rompiendo la magia.
– ¿El qué?
Estaba manoseando el estante de la librería, la cual se encontraba por encima de su cabeza.
– No lo sé… espera… joder… ten, coge esto. -Tras ponerse de puntillas, le puso la fotografía de nuevo en su mano y, como si no se hubiera percatado del ambiente cargado entre ellos, continuó-. Échate a un lado. -Mientras ella se apartaba de su camino, él se estiró hacia arriba todo lo que pudo.
– ¿Qué es?
– Creo que hay algo aquí arriba, es como un pequeño hueco en el fondo de la estantería, donde se junta con el tablón del estante. Creo que hay algo en su interior… -Le estaba costando-. Bien, si ahora puedo meter mi dedo ahí… ¿Qué demonios? -Retiró su mano y volvió a apoyarse totalmente sobre sus pies. De entre sus dedos colgaba una elaborada cadena de oro. De ella pendía un pequeño vial de cristal lleno de un líquido rojo oscuro. Relucía y se agitaba bajo la tenue luz.
– ¡Oh, Dios! -dijo Kristi, con el estómago encogido. Supo sin ninguna duda que estaba contemplando la ampolla con la sangre de Tara Atwater.
Vlad se deslizó a través del prolongado pasillo, el túnel que conectaba el sótano abandonado con otro edificio, otra cámara olvidada oculta en el corazón del campus, una sala de la que pocos sabían. Aquel sitio secreto había sido excavado en la tierra por Ludwig Wagner siglos atrás como lugar para sus propios encuentros privados. Un acabado de marfil cubría las paredes del balneario, donde el agua caliente llegaba desde un manantial subterráneo hasta la imponente bañera en el centro de la habitación. Había velas encendidas. Allí abajo no disponía de electricidad.
Ella yacía en mitad de la bañera, con el agua cubriendo su perfecto cuerpo, el sonido del goteo de las antiguas tuberías era el único ruido que se imponía sobre la suave corriente de aire que provenía del conducto de ventilación.
Elizabeth.
La inmaculada piel blanca era visible en los ondulados, redondeados y rosados pezones que a veces rompían el continuo movimiento del agua, tan solo para arrugarse con el frío. Un oscuro manto de rizos contrastaba con la blancura de alabastro de sus muslos, largos y delgados. No había líneas de bronceado visibles, ni las marcas de la edad osaban oscurecer su tez perfecta. Su pelo, negro como la noche, estaba sujeto con una pinza color rojo sangre, y recogido sobre su cabeza.
Aunque tenía los ojos cerrados, él sabía que ella era consciente de su presencia. Siempre era así. Siempre lo había sido. El suyo era un lazo que comenzó pronto en vida tan solo para crecer y fortalecerse con el tiempo.
Ella había conocido su fascinación por ella incluso desde pequeña. Lo había moldeado hasta convertirlo en lo que era. El proceso había sido largo; llevó años y, aun así, sospechaba que Elizabeth había descubierto su debilidad la primera vez que puso sus ojos en él, y había comprendido sus necesidades. Aunque ella era una niña de siete años, y él un niño de cinco, ella había tejido su tela de araña a su alrededor y él la había deseado tan desesperadamente (aún la deseaba), que haría cualquier cosa que le pidiera.