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Gustosamente.

Impacientemente.

Su cociente intelectual rozaba el genio.

El de ella era superior.

Un detalle que jamás olvidaba.

Ni ella se lo permitía.

Ella le consentía sus infidelidades, lo animaba, incluso a veces lo observaba, pero sabía, ambos lo sabían, que él era suyo. Condenado a obedecer sus órdenes para siempre. Le ocultaba pocas cosas, pero esta noche tendría que mirar por dónde pisaba. No dejaría que se supiera que Mathias, el sacerdote debilucho, se estaba echando atrás. No mencionaría que Lucretia, esa zorra, tenía otras opiniones y estaba haciéndole confidencias a Kristi Bentz, la hija del policía, quien ahora anunciaba poder ver el peligro antes de que apareciese, que lo presenciaba en el color de la piel, como si la sangre les hubiera sido drenada de sus cuerpos.

¿Una profeta?

Se lo preguntaba… si ella se miraba en un espejo, ¿vería su propia imagen pálida devolviéndole la mirada?

Pero, por el momento, se olvidaría de ello. Por el momento, se concentraría en Elizabeth.

Sus pestañas se elevaron una pizca, lo suficiente para que viera el reflejo de las velas en las ranuras abiertas, pero no lo bastante para poder advertir cualquier emoción que pudiese traicionar sus sentimientos. La estancia era fría; tan solo había uno o dos muebles apartados en los rincones, una pequeña cama, una lámpara de queroseno sobre una mesa, unos cuantos libros, siempre los últimos sobre su homónima, y abundantes espejos dispuestos ordenadamente sobre la mesa. Él veía su propio reflejo en los espejos, refractadas imágenes que captaban cada uno de sus movimientos.

– Supuse que vendrías esta noche -dijo ella. ¿Acaso había alguna duda?

Sin decir una palabra, caminó hacia la bañera elevada y tomó asiento sobre el borde de marfil. La esencia a lila y a magnolia se elevaba junto al vapor de las cálidas y límpidas aguas. Ella le dejaba tocarla, permitía que sus dedos recorriesen la longitud de uno de sus muslos, pero cuando intentaba explorar más allá, entrar en sus espacios más privados, cerraba sus muslos y apartaba su mano. «Ah, ah, ah», decía con esa voz ronca que él encontraba tan perversamente intrigante, «Aún no». Pero él sabía que ella ya estaba lista, que su sangre corría cálida y salvajemente en su interior.

– Todavía no -insistió, como si quisiera convencerse a sí misma de que aún no era el momento, un momento que ella decidía-. Has traído más, ¿verdad? ¿Más de tu caza?

Él se quedó mirándola. Sorprendido ante sus habilidades, casi extrasensoriales.

– ¿Crees que no sé lo de la bailarina? -Tras suspirar, chasqueó la lengua.

– Tú pones las reglas -le recordó él, sorprendido de que hubiera leído su mente, que hubiera sabido a quién escogía. Su rostro se puso muy serio.

– ¿Pero una bailarina? ¿De verdad? -Arrugó la nariz-. No lo creo. No. -Tocó su afilada barbilla con una de sus húmedas manos-. Sé que nos estamos rebajando, que necesitamos rellenar, pero ¿una bailarina? Recuerda, esto es una experiencia tan intelectual como física.

Eso lo dudaba. Ella podía racionalizar todo lo que quisiera, sacar excusas sofisticadas, incluso razones, pero él había visto la verdad: ambos disfrutaban la búsqueda, la caza, la muerte. Era algo simple. A ella le gustaba la tortura más que a él; a él le iba más el placer sexual, puro y primitivo. El sadismo de ella no era contagioso; él no le encontraba utilidad a no ser que elevara la intensidad de su experiencia sexual. Él obtenía sus emociones en el acto sexual y en la muerte.

Deseaba discutir que «la sangre es la sangre», pero sabía que no era así, de forma que contenía su lengua, mientras ella deliberaba, obviamente tentada.

– Usa lo que quede de las otras -dijo ella finalmente.

– Entonces se agotará. Tendrás que esperar a tu próxima dosis.

– ¿Crees que es una droga? ¿Qué soy una adicta? -Una sonrisa curvó sus labios perfectos y él apenas fue capaz de contenerse, y estuvo a punto de tomarla en ese momento, antes de que llevaran a cabo su ritual. Pero esperaría.

– ¿Que si creo que eres una adicta? -repitió-. En absoluto.

Ella no se mostró disconforme; tan solo agitó su cabeza, dejando a la vista la longitud de su cuello, la curva de su garganta.

– Puede que sea así, pero no quiero que ahora mi adicción se corrompa, ¿verdad? ¿Sangre de mala calidad? Creo que no. Esperaré. -Ahora estaba jugando con él, asombrada de que la estuviera desafiando-. ¿No es eso lo que dicen? ¿Que la paciencia es una virtud?

– Creo que es «todo lo bueno llega a aquel que espera».

– O a aquella que espera -le corrigió.

– O a aquella.

– Por ahora, sin embargo, no hay que esperar. La luna está en lo alto, el momento es el correcto.

– Estoy de acuerdo. -Él sabía lo que tenía que hacer y lo que estaba por llegar. Su corazón se aceleró un poco al alcanzar el pomo que había en lo alto de la bañera, el que estaba conectado a un depósito refrigerado que tan diligentemente mantenía lleno. Tras oprimir el botón, giró el grifo. Chirrió un poco al abrir lentamente la válvula y vio su expectación en el pulso de su cuello y sus dientes blancos y brillantes hundiéndose en su labio inferior.

Lentamente, con un continuo hilo, la sangre comenzó a fluir. Helada y espesa, extendía su oscuro tinte sobre la claridad del agua, una nube de rojo diluido que se rizaba y disipaba.

Cuando la primera gota del oscuro líquido acarició su piel, ella aspiró su propio aliento, encogiendo el estómago, cerrando los ojos de puro éxtasis, ya que ella creía, al igual que la mujer de quien había tomado su nombre, que purificarse con la sangre de otras mujeres más jóvenes y vitales prolongaría su vida, mantendría su piel clara y limpia, y renovaría su vitalidad.

Una sangrienta fuente de la juventud.

¿Estaba loca?

¿O era una visionaria?

A él no le importaba. De cualquier forma, ella le daba un propósito para cazar, para matar, y era capaz de convencerse de que la emoción que sentía al arrebatar una vida era por una causa mayor. Para ella. Y hablando de locura, ¿acaso no había cuestionado a veces su propia cordura? ¿Acaso no se debatía entre la fantasía y la realidad? Pero entonces, él lo sabía, la línea que existía entre la locura y el genio era delgada y frágil.

Él era, sin ninguna duda, su entregado discípulo.

La lengua de Elizabeth se escondió bajo sus labios al notar el agua helada.

Pronto estaría lista. Ya dejaba escapar aquellos suaves y atractivos gemidos que eran su aviso. Sus fosas nasales se ensanchaban y él degustaba la esencia del agua perfumada, de la sangre, y de su propia lujuria, elevándose en aquella oscura caverna.

Pronto le invitaría a entrar en la bañera. Sus piernas se estaban abriendo y ella empezaba a deshacerse en entrecortados jadeos. Pronto, se la follaría hasta reventarla.

Se llevó una mano al cinturón y dejó que los pantalones cayeran hasta sus tobillos. Tras quitárselos de una patada, desabrochó su camisa sin apartar sus ojos de ella. Su erección era dura, el ansia recorría sus venas al ver el agua sobre su cuerpo, ahora roja y pringosa. Entró en la bañera y se apretó contra ella, esperando que ella le diera su bienvenida, que clavara sus uñas en los músculos de su espalda.

En cambio, levantó su cabeza para poder susurrarle al oído.

– La próxima -le dijo con su voz ronca-. Cuando vayas a por la próxima, quiero ir contigo. ¡Y no va a ser una bailarina vieja que se retuerce en una barra por unos dólares metidos en el tanga! Tiene que ser una más lista, más inteligente, más vital. No alguien a quien ya le hayan chupado la vida. Jamás debí haber accedido a tus «inferiores». Si de hecho lo son, no las quiero.