– Hay tantas que puedo coger solamente en el colegio -protestó.
Sus hermosos rasgos se tornaron en una mueca de burla.
– ¿Es que tengo que hacerlo todo por mí misma?
– Por supuesto que no.
Pero eso no le convenció.
– Saldré contigo; así veré si merece la pena.
– Pero si ya me has ayudado a elegirlas -le recordó. También Elizabeth había escogido entre las fotografías de las estudiantes de All Saints.
– Jamás debí haber accedido a las «inferiores». -Ella estaba ahora sentada con la espalda recta, mirándolo mientras el agua sangrienta caía sobre su piel desnuda, cayendo en encarnadas estelas desde sus hombros, sobre sus pechos hasta llegar al oscuro manantial que los envolvía.
¡Oh, cómo había anhelado lamer esa sabrosa dulzura!
Pero ella no estaba de humor.
– ¿Es que no lo entiendes? -espetó Elizabeth, levantando sus manos desde la profundidad escarlata-. Eso es por lo que esto no funciona, por lo que mi piel no está mejorando. La sangre de esas rameras está corrupta, falta de vida.
– No eran rameras.
– ¿Dónde las encontraste entonces?
Él apretó los dientes, pero se reprimió un agudo reproche, y no permitió que le sonsacase nada acerca de su vida anterior, una que él conocía íntimamente. Solo ella conocía su verdadera identidad, solo ella podía arruinarlo.
Solo ella podía completarlo.
– Por supuesto que puedes venir -le dijo.
– ¡No te lo estaba pidiendo! No es decisión tuya. ¡Recuérdalo! -Apaciguada, volvió a reclinarse en las sangrientas aguas.
Aquello era nuevo. Ella nunca había salido a por una muerte. Pero claro, ella siempre estaba evolucionando, nunca se conformaba con que las cosas se estancaran o se volvieran rutinarias. Y, para ser sinceros, él estaba algo preocupado por la chica que entregase la próxima vida. Una vez se había mostrado tan ávida y celosa por formar parte de su círculo interno. Él se había aproximado a ella y Elizabeth había saltado ante la posibilidad de pertenecer, de contactar con alguien. Ahora, sin embargo, la notaba nerviosa. Cauta. Insegura.
Él podría tener que cambiar un poco su rutina para asegurar su conformidad. A Elizabeth no le gustaría eso. Sería mucho mejor si fuera solo.
– ¿Estás segura de esto? ¿Quieres formar parte de ello? -volvió a preguntar, y Elizabeth le dedicó una sonrisa cruel, con sus indescifrables ojos en tenue oscuridad.
– Por supuesto. -Sus labios rojos temblaban un poco ahora que el agua cálida y sangrienta fluía a su alrededor-. Pensaba que lo habías entendido. La próxima vez, deseo mirar. No solo el encuentro, sino la rendición del alma. El sacrificio.
Capítulo 18
– ¡Por Cristo Todopoderoso! -Jay se quedó mirando el diminuto vial y sacudió su cabeza-. En el nombre de Dios, ¿qué es esto?
– Es la sangre de Tara Atwater -respondió Kristi con convicción. Examinó el inclinado pedazo de cristal como si fuera una preciosa, aunque maldita, joya, y su estómago se revolvió al pensar en cómo o por qué la sangre que contenía le había sido extraída-. Apostaría mi vida en ello.
– Entonces tenemos que llevársela a la policía. -Transfirió cuidadosamente la delicada cadena de su mano a la de ella-. Y tienes que asumir lo que has encontrado.
– Aún no hay pruebas de que fuera un asesinato.
– Lo sé, pero ese es un asunto policial. -Se frotó la barba acumulada en el mentón mientras se preguntaba en qué demonios se habían metido-. ¿Crees que era esto lo que buscaba quien estaba en tu apartamento?
– Es posible. No se han llevado nada.
– Entonces habrá que acordonar esto para que busquen huellas.
– ¿No puedes hacerlo tú? Tú eres policía. Trabajas en el laboratorio criminalista.
– No si lo que quieres es atrapar a ese bastardo, quienquiera que sea. Tenemos que hacer esto según las reglas. Kristi suspiró.
– Cogerán mis notas. Confiscarán mi ordenador. Me investigarán.
– Probablemente. He llamado a un amigo del departamento de policía de Baton Rouge. Me ha dado el nombre de una detective que creo que nos podrá ayudar. Portia Laurent. Parece que se ha interesado en las chicas desaparecidas y cree que podrían haber acabado mal.
– Por fin. Alguien que no se ha tragado todo ese rollo de que han huido. Ahora bien, si pudiera darle algo más… entonces quizá trabajaría conmigo.
De repente sonó el timbre de la puerta y tanto Kristi como Jay reaccionaron de inmediato.
– Yo iré -dijo él. A través de la mirilla, Jay vio a un adolescente con el pelo largo, la piel grasa y un tic nervioso que le hacía guiñar un ojo. Llevaba una caja plana metida en una funda térmica.
– Traigo la pizza -dijo el muchacho.
Jay miró a Kristi y ambos rieron. Abrió la puerta, pagó la pizza y le dio una propina al repartidor; después cerró con llave. Mientras tanto, se encargó con cuidado del vial, lo metió en una bolsa de plástico para sándwiches y luego puso esta sobre una toalla de algodón que había en la cocina. Le asustaba el hecho de que contuviera la sangre de Tara, pero no quería que Jay supiera cómo se sentía.
– Antes de llamar a la policía voy a hacer una copia de todos mis archivos -le dijo Kristi acercándose a la boca un trozo de pizza, con sus ojos puestos inadvertidamente sobre el vial. Estaba teniendo ciertos problemas para tragar-. No solo por mis trabajos de clase y cosas personales, sino por todo lo del caso.
Jay asintió, preguntándose si estarían sentados en mitad de una escena del crimen. La caja de pizza estaba situada entre ellos, sobre el sofá cama, mientras Bruno no perdía detalle de cada uno de sus bocados, esperando conseguir cualquier migaja. Al menos a él no le había afectado el descubrimiento del collar y del vial.
– ¿Y por qué estaba escondido el vial? -preguntó Kristi, dejando los restos de su porción de nuevo en la caja-. ¿O es que lo olvidaron?
– Estaba escondido. Habían metido el collar en una grieta cercana a la pared.
– ¿Y por qué esconderlo? Algunas de las chicas que lo llevan, y por lo que he visto son solo chicas, lo lucen abiertamente.
– ¿Crees que fue Tara quien lo escondió?
– ¿Quién si no? -dijo Kristi. Se limpió los dedos con las servilletas de papel que acompañaban a la pizza, después se incorporó y fue hasta el escritorio. Una vez allí, comenzó a transferir la información a un pequeño disco duro de tamaño bolsillo. Se mordía el labio inferior mientras trabajaba-. Si vamos a acudir a la policía y a la detective Laurent, entonces supongo que tendremos que llamar a mi padre. -Desaprobó la idea con una mueca-. Se cabreará, por supuesto, pero al menos se asegurará de que no se pierda ni se estropee ninguna de mis cosas.
– ¿Estás dispuesta a aguantar sus sermones? -inquirió Jay, cerrando la caja de pizza, para decepción de Bruno.
– No es que no esté acostumbrada a ellos.
– Mientras tanto, como te he dicho, me instalaré aquí.
– No tienes que hacerlo.
– Tengo. -Jay estaba convencido.
– Pero…
– Admítelo Kris, quieres que me quede.
– ¡Oh, por favor! -Su arrogancia no conocía límites, incluso aunque en parte tenía razón.
Jay no se dejó intimidar.
– Aún me quieres.
Ella emitió un sonido apagado.
– Ya sabes, estoy bien. Es mejor que te vayas. -Tras retirar su disco portátil del ordenador, lo tapó con más fuerza de la necesaria y lo introdujo en un pequeño compartimento de su bolso.
Él se encogió de hombros sin moverse un centímetro hacia la puerta.
– No puedo creer que hayas dicho eso -añadió Kristi.
– Todavía piensas en ello.
– Jay, entonces ayúdame… -Kristi se quedó callada mientras llegaba hasta un armario, donde encontró un saco de dormir que había visto mejores días y una almohada roída con el relleno a la vista, por culpa de Peludo, el inquieto perrito de la madrastra de Kristi. Jay la contempló con un aire de complicidad que le quemó hasta la piel. Ella podía simplemente echarlo. Pero él tenía razón en una cosa, por desgracia: Kristi no quería quedarse sola.