Kristi lo miró a los ojos.
– ¿Me estás pidiendo una cita?
– Es mi turno. -Jay hizo una bola con el papel de aluminio y lo arrojó al interior de la papelera, luego localizó una servilleta de papel para limpiarse la grasa de sus dedos-. Últimamente eres tú quien las está pidiendo.
– Lo de la otra noche, cuando te pegué esa paliza a los dardos, no era una cita.
– Cierto. -Sus ojos, que ya no estaban hinchados por el sueño, emitieron un profundo brillo ámbar ante su evidente irritación-. Así que te recogeré aquí. ¿A qué hora sales del trabajo?
– A las dos y media o tres, hoy me toca el almuerzo. Depende de si está lleno o vacío. Pero después tendré que terminar un par de trabajos de clase, y más tarde quiero conectarme a Internet y comprobar los foros.
– Entonces llámame y quedaremos. -Se marchó hacia la sala de estar, donde recogió del suelo sus vaqueros al pasar.
¿Y así de simple, ya eran una pareja? Se preguntó sobre lo acertado de haber reavivado su romance, aunque decidió, por el momento, seguir con ello.
– De acuerdo.
– Yo también quiero ver lo que pasa en los foros. Y en la casa Wagner.
– Sí, y yo.
Jay recogió su ropa del suelo y aireó su camisa. Kristi apartó de mala gana la mirada de sus piernas desnudas, fibrosas y musculadas, la piel tirante, y el rizado vello negro mientras se ponía sus Levis. Tan solo el verlo vistiéndose provocaba cosas extrañas en su interior, y el simple hecho de que parecía olvidar su efecto en ella le hacía más fascinante. Dios, ¿qué le estaba ocurriendo? Contempló furtivamente como pasaba la camisa sobre su cabeza, introducía los brazos y la estiraba ligeramente, alargando la planicie de su abdomen al tirar de la camisa sobre sus hombros.
Por Dios bendito, estaba muy bien. Demasiado bien.
Kristi se volvió en cuanto la cabeza de Jay asomaba por el cuello de su camisa.
– Creía que me habías prometido hablarme de esa pesadilla -le dijo, tanteando los bolsillos para hacer sonar sus llaves. Una vez seguro de que estaban donde las quería, buscó sus zapatos-. ¿La recuerdas?
– Sí. -Sintió como si la temperatura de la habitación hubiese caído diez grados al recordar la sangrienta piscina plagada de las cabezas cortadas de las chicas desaparecidas-. Oh, sí.
– ¿Quieres hablar de ello?
Ella sacudió la cabeza.
– Ahora no… puede que más tarde.
Él se estaba poniendo un zapato, cuando se detuvo y la miró, con preocupación en el rostro.
– ¿Tan mala fue?
– Bastante mala.
Jay frunció el ceño mientras introducía un pie en el zapato antes de atarlo.
– ¿Quieres que vaya contigo a la cafetería? Ella sacudió vehementemente la cabeza.
– Estoy bien. De verdad. -Simplemente no quería ir allí; no ahora-. Después te contaré la pesadilla, ¿vale?
– ¿Estás segura?
– Totalmente.
– Si tú lo dices. -Terminó con el otro zapato, y luego se dirigió a su perro-. ¿Listo para marcharnos?
Bruno emitió un ladrido nervioso y comenzó a dar vueltas junto a la puerta.
– Tomaré eso como un «sí». -Guiñó un ojo a Kristi-. Entonces, te veo luego.
Ella asentía, esperando que cruzase la puerta en cualquier momento. Pero la sorprendió. Atravesó los escasos metros que les separaban y la agarró con tanta rapidez que ahogó un grito.
– Oye…
– No creerías que te ibas a librar de mí tan fácilmente, ¿verdad?
– ¿Qué?
La besó. Con fuerza. Sus labios se fundían con los de ella, sus brazos la estrechaban con urgencia contra él, su lengua se deslizaba entre sus dientes. Los recuerdos de la noche anterior afloraron en el cerebro de Kristi. Resultaría tan fácil caer de espaldas sobre la cama… Ella enroscó los brazos alrededor de su cuello a la vez que él escapaba del beso y ambos juntaban sus frentes.
– No me olvides.
– Ya no eres más que un recuerdo -bromeó. Jay se rió.
– Acuérdate de tener cuidado. -Antes de que pudiera responder, la liberó y, con el perro pegado a las suelas de sus zapatos, salió del apartamento.
Kristi oyó sus pasos, ligeros y rápidos, al descender las escaleras. Cerró la puerta, la aseguró y después, sacudiéndose todos aquellos pensamientos de hacer el amor con él, de tener una relación con él, de volver a enamorarse de él, se quitó la enorme camiseta. Tenía demasiadas cosas que hacer como para ponerse a pensar en las complicaciones de una relación con Jay McKnight…
Oh, señor, ¿una relación? ¿En qué demonios estaba pensando? Y el hecho de que su mente incluso aceptase la idea de enamorarse de él… bueno, eso era pura locura. Tras dejar la camiseta sobre el suelo, se quitó la parte de debajo del pijama cuando volvió a tener… esa ligera y estúpida sensación de estar siendo observada. Sintió un escalofrío. No había nadie en el apartamento y las persianas estaban echadas. Nadie podía verla. Nadie.
Y aun así, podía percibir unos ojos ocultos, contemplando todos sus movimientos.
– Te sientes culpable por acostarte con Jay -se dijo a sí misma, aunque tiró de la puerta del baño para cerrarla y echó el pestillo.
Abrió el grifo, ajustó la potencia y esperó que se calentase el agua. Al adentrarse en el pequeño cubículo acristalado, apartó a un lado todos sus pensamientos acerca de algún mirón invisible y se dio una de las duchas más cortas de su vida.
La casa de la tía Colleen podía esperar, pensó Jay mientras conducía hasta el cobertizo para dejar los materiales de construcción que había almacenado en la parte trasera de su camioneta.
Una vez más, el cielo amenazaba con lluvia, estaba cubierto de nubes; el mecanismo anticongelante de su vehículo se enfrentaba con la condensación acumulada aquella noche. Al ser domingo por la mañana, el tráfico era escaso, algo más denso junto a las iglesias.
Por él, sus combativas primas, Janice y Leah, podían tranquilizarse de una maldita vez. Oh, probablemente empezarían a presionarlo de nuevo, especialmente Leah con Kitt, el inútil de su marido. Kitt se pasaba el tiempo fumando porros e improvisando con una banda de garaje, con la que soñaba convertirse en estrella. Kitt veía la casa de su difunta suegra como una mina de oro, y una forma de prolongar su estatus de músico sin empleo. Jay comprendía que sus primas necesitaban vender la propiedad, y pretendía seguir con las reparaciones, pero, ahora mismo, tenía cosas más importantes que considerar.
¿La primera de la lista?
La seguridad de Kristi Bentz.
Las malditas encimeras de granito y sus fregaderos de acero inoxidable estaban en un lejano segundo puesto.
Tan pronto como hubiese descargado la camioneta y ordenado, pretendía regresar al apartamento y ponerse a ello cuidadosamente con su kit de recopilación de pruebas, aunque lo que esperaba encontrar se le escapaba. Habían pasado meses desde que Tara Atwater había vivido en el estudio, y no existía nada que indicase que alguna vez hubiese sido la escena de un crimen. Pero si un merodeador había irrumpido en el apartamento, existía la posibilidad de que hubiese dejado una huella o una pisada, o un pelo, o algo así… tal vez.
Jay no sabía qué creer. El lugar no parecía haber sido registrado.
Aunque el estudio había pertenecido a Tara Atwater y esta sí que había desaparecido definitivamente.
– Así que veremos lo que haya que ver -le dijo al perro mientras las nubes se oscurecían. Se detuvo ante un semáforo y esperó a que una mujer corredora que empujaba un cochecito de bebé cruzara por delante de él. Cuando cambió la luz del semáforo, dejó atrás una furgoneta llena de adolescentes. Una vez delante de ella, cambió de carril, notando una sensación de urgencia que no se atenuaba.
Más tarde, durante aquel día, pensaba instalar una nueva cerradura en la puerta, una que Irene Calloway, su nieto, o cualquier otra persona que creyera necesitar una llave, no la pudiera abrir. También consideró instalar una cámara para el porche delantero. Después investigaría atentamente el personal del All Saints, especialmente al doctor Dominic Grotto. Jay ya había obtenido alguna información, pero, como mucho, era inconsistente, y su intención era realizar una investigación más profunda del trasfondo de los profesores que habían dado clase a las estudiantes desaparecidas. Jay también iba a realizar la visita oficial de la casa Wagner mientras Kristi trabajaba. Allí había pasado algo la noche anterior, mucho después de que las puertas del museo tuviesen que estar cerradas, algo que había asustado a Kristi hasta la médula, y ella no se asustaba con facilidad.