Portia sintió que se le encogía el estómago. Ninguna de las posibilidades que barajaba en su cabeza le parecía buena.
– El forense cree que fue obra del caimán. Pero no había más partes del cuerpo en su aparato digestivo. Lo hemos comprobado.
– ¿Entonces qué es lo que te ha convencido de que este brazo pertenece a una de las chicas del All Saints?
– El departamento de Personas Desaparecidas dice que no se ha informado de ninguna otra desaparición de una chica blanca; al menos no por aquí; Nueva Orleans tiene unas cuantas. Ya me he puesto en contacto con los hospitales locales y no se ha presentado nadie que haya perdido un brazo debido a un incidente con un caimán hambriento u otra cosa. Pero hay algo extraño; lo primero que advirtió el médico forense fue que no había sangre en el brazo.
– Puede que se desangrara cuando fue cortado.
– No. El examinador médico dice que la disección fue post mórtem.
– A lo mejor se vació en el estómago del caimán. O se disolvió en el agua con el tiempo, o en el ácido del estómago.
– El forense lo está revisando otra vez -contestó Del, aunque no parecía convencido.
– ¿Qué hay de marcas características? -inquirió Portia-. Monique tenía un dedo roto, el índice izquierdo, una vieja lesión de béisbol. Si los dedos están intactos, podría servir; y creo que Tara tenía un tatuaje en el brazo. -Portia acercó su silla al monitor del ordenador y sus dedos revolotearon sobre el teclado para extraer sus archivos sobre las chicas desaparecidas. Un segundo más tarde, se encontraba leyendo la información que había reunido acerca de Tara Atwater-. Sí, aquí está, un corazón partido; pero maldita sea, el tatuaje está en su brazo derecho.
– ¿Qué hay de las otras?
– Estoy mirando. -Portia ya había comenzado a mirar todas las notas y documentos que había recopilado-. Lo normal es que hubiera algo -añadió, impaciente por encontrar una pista, cualquiera, que ayudase a identificar a la chica-. Me imagino que le habéis tomado las huellas. -Señaló con su barbilla la imagen del brazo cortado.
– Lo intentamos. Pero incluso con una huella decente, existe la posibilidad de que las chicas no estuvieran fichadas.
– Algunas tenían antecedentes, fueron arrestadas por drogas… Sí, aquí está… Tanto Dionne como Monique fueron arrestadas y condenadas cuando dejaron de ser menores. Dionne tiene un tatuaje de un corazón en la espalda, con flores y un colibrí. Sabemos que una de las chicas tenía una señal característica en su mano izquierda… -Sin embargo, no había nada obvio en sus fichas.
– Creí haberte dicho que dejaras en paz este caso -dijo Del Vernon mientras Portia cerraba uno de sus archivos.
– El haberte ignorado ha resultado positivo para ambos.
Él dejó escapar una sonrisa. Del Vernon, el del semblante eternamente preocupado y pensativo, y prieto trasero, le ofreció una rauda aunque atractiva sonrisa.
– Ignorarme nunca es una buena idea. Esta vez tú tenías razón y yo no. Es posible que quieras señalar este día con letras rojas porque dudo seriamente que vuelva a ocurrir alguna vez.
Oh-oh, pensó Portia al verle alejarse despacio.
¿Ariel? ¿Realmente era el rostro de Ariel el que había visto tan aterrorizado? ¿Y qué estaba haciendo en el interior de la casa Wagner?
Tras apartar a un lado sus dudas, Kristi se apresuró en subir los escalones de la parte trasera de la casa Wagner e intentó abrir la puerta. Se abrió bajo su mano con un chasquido. No estaba cerrada con llave. Llena de asombro, se adentró en la oscura cocina y su corazón latió con fuerza. Vio la puerta que llevaba hasta el sótano y supo que aquella era su oportunidad. Nadie sabía que ella estaba dentro.
Aún.
Anduvo de puntillas hasta la puerta del sótano y llevó su mano hacia el pomo.
Demasiado tarde. La puerta se abrió de golpe delante de ella. Kristi retiró la mano cuando el padre Mathias entró en la cocina.
– ¡Oh! -masculló sorprendido. Después, dirigiéndose a Kristi, la reprendió con dureza-. Otra vez tú. ¿No te dije que el museo no estaba abierto?
– Sí, pero mis gafas…
– Ya las he buscado en objetos perdidos. No están allí. -Cerró la puerta a su espalda, visiblemente irritado-. Ahora en serio, tienes que marcharte.
– ¿Padre? -habló una voz femenina. La misma voz que había oído a través de la ventana-. ¿Qué es lo que ocurre? -Una mujer de aspecto regio, envuelta en un abrigo de oscuro pelaje, se adentró rápidamente en la cocina. Sus ojos hundidos coronaban una nariz aguileña-. ¿Quién eres tú? -exigió saber; entonces, antes de que Kristi pudiera responder, continuó hablando-: ¿Y qué estás haciendo aquí?
– Dice que perdió las gafas en su anterior visita.
Una de las cejas de aquella mujer se elevó con notable suspicacia.
– ¿Cuándo?
Kristi tenía preparado el embuste.
– El pasado fin de semana. Vine con unas amigas.
– ¿De verdad? -Su sonrisa revelaba escepticismo-. Bueno, el personal se encargará de buscarlas. Vuelve cuando la encargada esté de servicio.
– Es que realmente las necesito para trabajar. -Kristi se mantuvo en sus trece-. Hoy mismo.
– Sí, sí, ya me lo has dicho, pero como te dije, el museo está cerrado -insistió el padre Mathias.
– ¿Entonces no es usted la encargada? -aventuró Kristi, a quien no le gustaba aquella mujer, con su tez perfecta y su actitud entrometida, aunque deseaba saber algo más de ella.
– Por supuesto que no -respondió la mujer-. ¡Esa es Marilyn Katcher!
Kristi insistió.
– ¿Y por qué está usted aquí? Para ser un lugar cerrado a los visitantes, parece haber mucha gente por aquí.
– Soy Georgia Clovis -pronunció con claridad-. Georgia Wagner Clovis -añadió como si eso tuviera que significar algo para Kristi.
Mathias, como si fuera un títere bajo sus cuerdas, habló con rapidez.
– La señora Clovis es descendiente de Ludwig Wagner y…
– Descendiente directa -le corrigió con frialdad, torciendo hacia abajo las comisuras de sus rojos labios.
– Descendiente directa del hombre que tan galantemente donó esta casa y la propiedad a la archidiócesis para establecer la universidad.
Kristi le dedicó a Georgia una insulsa mirada de «¿y qué?».
– La señora Clovis, junto con su hermano y su hermana, todavía son miembros de la junta de la casa Wagner. Son muy importantes para el All Saints. Ahora, si regresas cuando la señora Katcher esté aquí…
– Hay alguien arriba -dijo Kristi, tan solo para medir su reacción. Si había llegado hasta allí, podría ir un poco más lejos. No creía que llegase a disponer de otra oportunidad y ninguna de aquellas dos personas la asustaban. El padre Mathias solía estar meditando y parecía un hombre débil. Georgia Clovis era alta, delgada, con su oscuro pelo enroscado sobre su cabeza, hacía lo que podía para intimidar, y no se le daba nada mal, pero Kristi no estaba dispuesta a acobardarse.
– No hay nadie más en la casa -espetó Georgia entre dientes-. Aunque eso no es asunto tuyo.
– He visto a alguien en la ventana. Esa es la razón por la que he entrado. Era una chica, digo, una mujer; y parecía estar muy asustada.
– Imposible. -Georgia sacudió la cabeza, pero su perfecta fachada se agrietó por un instante-. Lo debes haber imaginado.
– No lo he imaginado.
– Un efecto de la luz -adujo Mathias, mirando hacia Georgia.
– Hay una forma de averiguarlo. -Sin esperar ninguna clase de consentimiento, Kristi comenzó a atravesar el comedor, en dirección a las escaleras.
– Espera un momento. ¡No puedes subir allí! -exclamó Georgia a su espalda, repiqueteando con sus tacones sobre la madera del suelo-. ¡Espera! -se volvió hacia el sacerdote con su voz estridente-. ¿Qué cree que está haciendo?