Como era de esperar, la furgoneta pasó de largo a gran velocidad; el conductor no era más que una oscura silueta.
Tras encender los faros, avanzó hasta la calle. Vio a la furgoneta doblar la esquina que ella misma había tomado unos tres minutos antes.
– Cabrón. -Si pudiera acercarse lo bastante como para ver los números de la matrícula, entonces podría hacer que su padre o Jay la comprobaran en el departamento de Vehículos Motorizados y encontrar a ese cretino.
Kristi sentía, por primera vez desde que había empezado la investigación, que podría estar llegando a algún sitio. Llegó a la esquina y giró el volante de golpe, levantó una cortina de agua al pasar sobre un charco. La furgoneta estaba a dos manzanas de distancia y avanzaba lentamente, sus luces de freno se volvían rojas de forma intermitente mientras la buscaba.
Kristi pisó el acelerador con el corazón a punto de estallar. ¿Y si él se detenía? Reconocería su coche.
– Qué mal. -Marcó el número de Jay al tiempo que reducía la distancia.
– ¿Qué te ha pasado? -inquirió él.
– Alguien nos estaba siguiendo… o a mí.
– Jesús, Kris, ¿dónde demonios estás? ¿Estás bien? -Kristi detectó un matiz de pánico en su voz-. Voy para allá.
– No, lo he despistado y ahora soy yo quien lo sigue.
– Voy a llamar al nueve uno uno.
– Limítate a seguirme.
– Estoy de camino. ¿Dónde coño estás?
– No lo sé… en algún lugar de la diez… no muy lejos de la Universidad Lake.
– ¿Tan al sur? ¡Joder! -Oyó el tintineo de unas llaves y a Jay jadeando como si estuviera corriendo. Luego una puerta cerrándose de golpe-. Dime la próxima intersección.
– ¡Espera! Oh, no… Se dirige hacia la autopista.
– Deja que se vaya.
– No puedo hacer eso. -Kristi dejó caer el móvil en el asiento y pisó el acelerador cuando un coche deportivo se le cruzó tras salir rugiendo de una curva-. ¡Idiota! -espetó, pisando los frenos y notando la vibración del coche bajo sus pies-. ¡Hijo de puta!
El conductor, sin reparar en nada, adelantó a otro coche y Kristi adentró su Honda en el carril de aceleración, aunque sabía, antes de llegar, que la persecución había terminado.
El cabrón había desaparecido.
Kristi recogió el teléfono.
– ¿Todavía estás ahí? -le preguntó, atenta a la siguiente salida.
– ¿Qué diablos ha pasado?
– Nada, me ha despistado. Estoy de vuelta.
– Por el amor de Dios, Kris. No…
– Te digo que estoy de vuelta. Estaré en casa de tu tía en veinte minutos.
– Has hecho que me cague de miedo -admitió, y ella notó en aquella voz lo preocupado que estaba. Lo cual le hizo sentir una calidez interior. Sabía que se estaba enamorando de él. Oh, demonios, puede que una diminuta parte de ella nunca hubiese dejado de amarlo, pero no había estado segura de que el sentimiento fuese mutuo. Hasta ahora-. ¿Sabes Kris? Esto empieza a ponerse peligroso. Puede que debamos replantearnos lo de acudir a la policía.
Ella imaginó la reacción de su padre, la disputa que acarrearía. Se dirigió a la vía de salida.
– ¿Y si esperamos hasta saber quién cree ser el próximo Spielberg? -dijo ella-. Una vez que lo tengamos grabado en cinta, tendremos algo más concreto.
– ¿Y después?
– Después lo discutiremos. Venga Jay -le engatusó mientras ponía rumbo al norte por la calle River, pasando junto al viejo edificio del Capitolio de estado, una construcción gótica y con forma de castillo, construido en un promontorio situado sobre la pausada corriente del río Misisipi-. Me prometiste una semana.
– Error mío.
– El primero de muchos -bromeó, sintiéndose mejor-. Te veo en un par de minutos. -Colgó el teléfono antes de que pudiera discutir, o antes de que se le escapara que ella iba a preparar su pequeña trampa. Aquella misma noche.
En la obra de teatro moralista del padre Mathias. Tan solo esperaba que su plan diese resultado.
– ¡Hasta ahora, no tenemos absolutamente nada! -Ray Crawley resopló con disgusto y le dedicó a Portia Laurent una mirada de «ya te lo dije».
Ray Crawley era un detective del departamento de policía de Baton Rouge; era un hombre grande y fuerte que medía un metro noventa y cinco y luchaba contra la barriga cervecera. Tenía unas manos gigantescas y un genio terrible cuando se enfadaba, y ahora, bajo la lluvia, estaba más que enfadado y de camino a estar furioso. Se fumaba un cigarrillo con los hombros levantados y contemplaba el pantano donde los botes con buceadores y luces potentes registraban el agua bajo un incansable aguacero.
Estaba oscureciendo; la oscuridad se filtraba sobre la piel de Portia; las sombras se alargaban en los pantanosos humedales mientras permanecía junto a Del Vernon y Crawley, quien se llamaba a sí mismo Sonny, y un cazador llamado Boomer Moss.
Portia se encontraba bajo la protección de un paraguas, vestida con un impermeable y las botas que siempre llevaba en el coche. Sus botas se hundían en el barro, y pensó que mataría por un cigarrillo, pero decidió no quitarle uno a Crawley, quien no dejaba de buscar una ocasión para meterse con alguien.
– ¿Estás seguro de que fue aquí donde atrapaste al caimán? -inquirió Sonny con un claro escepticismo; la lluvia empapaba la visera de su gorra del departamento de policía. Habían registrado la zona en bote, a pie y, cuando era posible, con buceadores. Pero sin suerte.
Aunque Moss, el furtivo, estaba convencido de que aquella era la zona en la que había atrapado al enorme caimán. Aquel excelente animal que los polis habían confiscado para llevárselo a su laboratorio criminalista.
– Justo entre esos árboles de allí -insistió Boomer Moss, señalando hacia un grupo de cipreses de un blanco fantasmal, con las raíces retorcidas y visibles por encima de la tierra y el agua negra.
– Ya hemos mirado allí. -Crawley dio una fuerte calada a su cigarrillo.
– Le digo que allí fue donde lo capturé. -La voz de Moss subió una octava debido a la agitación. Vestido de pies a cabeza con ropa de camuflaje, señalaba con un dedo el ciprés más cercano. Incluso en la creciente oscuridad, con el aire frío del invierno asentado pesadamente sobre el pantano, Portia vio que Boomer estaba sudando; las gotas le caían por debajo de su gorra de caza y por la mejilla, cerrada sobre una bola de tabaco. Era obvio que no le gustaba tratar con la policía.
Pero claro, a nadie le gusta.
Portia contempló un bote deslizándose en silencio sobre las aguas, mientras que un buceador emergía sacudiendo la cabeza. Llevaban horas así.
– Espero que no me estés tomando el pelo -le advirtió Crawley, lanzando la colilla de su cigarrillo, que siseó al contacto de la hierba húmeda.
– ¿Entonces para qué me iba a molestar en venir? -inquirió Moss.
– Sabías que tendrías problemas. Así que puede que simplemente estuvieras actuando. Tan orgulloso del brazo… puede que estés implicado.
– Bueno, de haberlo estado, tendría que ser un verdadero gilipollas, ¿verdad? Acudí a vosotros porque pensé que estaba haciendo lo correcto. Mi deber cívico, o como queráis llamarlo. El brazo estaba en las tripas de ese caimán, y me imaginé que lo querríais. Pero yo no sé de dónde vino antes de terminar en el estómago del caimán.
Ahora estaba enfadado y escupió un rastro de tabaco al suelo.
– He hecho lo que debía. ¿Puedo irme ya?
– Todavía no -respondió Crawley, quien obviamente disfrutaba del desconcierto del furtivo. Ese era el problema de Sonny Crawley, pensó Portia, que tenía un mal día. Pero parecía que la caza les resultaría infructuosa, al menos por el momento.
Los secretos que yacían en las profundidades del pantano permanecerían sumergidos, sellados bajo el agua fangosa durante al menos otra noche.