Tras rodear el edificio, comprobó la verja trasera y también la encontró cerrada. A la mierda. Tenía que entrar. Escalar la verja de hierro forjado era sencillo y además, sabía que no había cámaras. ¿O no lo había reconocido así Georgia Clovis?
A pesar de que la verja estaba coronada con púas de hierro forjado, la parte superior de la cancela poseía una decoración de volutas. Kristi se encaramó hasta arriba y se dejó caer, aterrizando agachada al otro lado del muro de ladrillos. Miró a su alrededor para asegurarse de que no había sido descubierta y se apresuró en subir los escalones del porche y en tratar de abrir la puerta trasera.
Estaba cerrada a cal y canto.
Joder. Jamás había tenido suerte con el truco de la tarjeta de crédito que tan efectivo resultaba en las películas, y no tenía nada para intentar abrir la cerradura.
¿Y ahora qué?
¿Una ventana?
Probó con todas las ventanas del porche, pero ninguna cedía, ni podía alcanzarlas desde el suelo. ¿Quizá deslizándose a través de una ventana del sótano? Rodeó la enorme mansión gótica, pero ninguna de las ventanas a las que alcanzaba ni la puerta principal se movieron. A no ser que regresara con una palanca, Kristi se encontraba sin acceso al interior.
¿Y las luces parpadeantes que había visto?
¿Eran linternas?
¿Velas?
¿Linternas de bolsillo?
La iluminación había desaparecido. El sótano estaba ahora tan oscuro como una tumba.
Decepcionada, Kristi volvió a trepar sobre la verja y caminó hacia su coche. Al hacerlo, sintió la presencia de aquellos ojos invisibles que vigilaban cada uno de sus movimientos. Se levantó un poco de brisa, provocando que las húmedas hojas del suelo se elevaran y se sacudieran las frágiles ramas de los robles.
Cuando llegó a su coche, creyó oír una voz… una voz suave, el más leve de los susurros gimoteando silenciosamente.
Kristi se detuvo en seco.
– Ayuda -sonaba.
Kristi se giró, inspeccionando las sombras.
– ¿Hay alguien ahí? -inquirió, recorriendo con su mirada desde el aparcamiento hasta la casa. Aguzó el oído, pero no oyó nada sobre el murmullo del viento.
Todo está en tu cabeza, se dijo a sí misma, pero volvió a esperar, atenta, con la piel de gallina, sintiendo que cada uno de sus movimientos estaba siendo estudiado. Medido. Analizado.
– ¿Hay alguien ahí? -insistió, girando lentamente sobre sí misma, con el corazón desbocado por el miedo; sus dedos abrieron el bolso y se cerraron sobre el frasco de espray-. ¿Hola?
Nada.
Tan solo el goteo de la lluvia desde las bajantes, mientras las campanas de la capilla empezaban a anunciar las horas. Se le puso el vello de punta y dirigió su mirada hacia el tejado de la casa Wagner. ¿Había alguien en una ventana superior que la estaba mirando? ¿Había una oscura silueta entre las sombras, o es que realmente lo estaba imaginando todo? En parte temía que alguna perturbada criatura con colmillos ensangrentados se abalanzase sobre ella. Parecía como si el vial de su cuello pesara una tonelada.
– Contrólate -se reprendió una vez que había entrado en el coche. Alcanzó su teléfono, lo encendió y escuchó dos mensajes. En uno de ellos, Jay insistía en que lo llamase; el otro era de su padre, que hacía todo lo posible por aparentar que solo llamaba para ver cómo estaba, pero había una preocupación subyacente en su voz que era imposible ignorar.
– … Así que llámame cuando puedas -decía al terminar.
– Lo haré, papá -dijo ella antes de cambiar de marcha y echar un nuevo vistazo a la casa Wagner.
Vlad oteaba desde el campanario de la capilla. Kristi Bentz se estaba convirtiendo en un gran problema. Elizabeth tenía razón.
Era el momento de dejarlo antes de que les cogieran. Había otros cotos de caza, pero les llevaría algo de tiempo establecerse, de forma que sería necesario sacrificar a más de una esa noche y otra vez mañana. Después, lo dejarían durante un tiempo. Procurarían que la sangre durase.
Las luces traseras del Honda desaparecieron en la distancia y él se relamió los labios ante la imagen de Kristi Bentz y su cuello largo y flexible. Se imaginó clavando sus dientes en ella, así como haciéndole todo tipo de cosas a su cuerpo.
Así que Elizabeth deseaba mirar.
¿Quién mejor para empezar que la chica que trataba desesperadamente de desenmascararlos? ¿No habría allí una dulce ironía en que Elizabeth lo contemplase todo?
Sí, decidió, existía cierta poesía, una simetría inherente.
Como si el hecho de tomar la vida de Kristi Bentz hubiera sido predestinado.
Pero se estaba adelantando a los acontecimientos.
Para empezar, había otras a las que atender. Hermosas chicas que ya habían entregado sus almas.
Esta noche, una sería tomada.
Mañana, si todo iba según lo planeado, habría dos más. Sus imágenes acudieron a su mente y sintió una cálida lujuria por sus venas. Imaginó su rendición.
Pero antes, esta noche, una estaba esperando…
Ariel estaba aturdida, no podía levantar la cabeza, y tenía frío, mucho frío. La habitación era oscura, pero de algún modo le resultaba familiar, como si la hubiera visto en sueños. Y se encontraba desnuda y tumbada sobre un sofá de algún tipo, notaba la suavidad contra su piel.
Sabes lo que está ocurriendo.
Lo sospechabas, ¿verdad?
¿Por qué te desesperaba tanto hacer amigos?
Atontada, percibió un cambio en la atmósfera y supo que no estaba sola. Al parecer, se encontraba en alguna especie de escenario, una plataforma elevada, y sentía como si docenas de ojos la estuvieran observando, aunque no veía a nadie.
Intentó decir algo, pero su boca no formaba palabras; sus cuerdas vocales parecían estar paralizadas, al igual que su cuerpo. El miedo gritó a través de ella y trató de moverse desesperadamente, rodar fuera del sofá, hacer cualquier cosa.
Tan solo había querido amigos; había salido a tomar unas copas, pidió el Martini Sangriento, el cual le había parecido bueno… al principio, y en realidad no se había creído todo ese asunto, pero se sintió intrigada y sus nuevos amigos le aseguraron que beber sangre era parte del ritual; todo era parte de la diversión, parte de toda aquella locura tan molona de los vampiros.
Pero ahora estaba mareada por el terror, y la creciente neblina que reptaba lentamente por el suelo le ponía los pelos de punta.
¿Qué estaba pasando?
¿Dónde estaba?
¿Cómo había llegado hasta allí, a aquella habitación oscura y cavernosa? ¿Quiénes, por el amor de Dios, eran las personas que ella sentía que la miraban, comiéndosela con los ojos? ¿Eran hombres? ¿Mujeres? ¿Ambos?
Oh, Señor, ¿qué es lo que iban a hacerle?
Oyó una pisada e intentó girar el cuello, pero en vano.
Otra pisada.
Se le enfrió la sangre en las venas. Ayúdame, rezó en silencio. Por favor, Dios, ayúdame. Trató frenéticamente de ver quién se estaba acercando. ¿Era una persona o más?
– Hermana Ariel -pronunció una voz masculina.
¿Hermana? ¿Por qué la llamaría de esa forma? Recordaba vagamente algún comentario acerca de un rito de iniciación… aquello debía ser de lo que se trataba. ¿Pero por qué tenía que estar desnuda? Y Dios, oh, Dios, ¿por qué no podía moverse?