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Exagerado… no jodas. ¿Cómo podía ser la gente tan estúpida?

Portia acababa de pasar por dos horas de papeleo, y luego iba a dar el día por finalizado. Los turnos estaban a punto de cambiar y había un montón de actividad en la oficina: teléfonos que sonaban, ordenadores que zumbaban, sospechosos esposados, que protestaban por su inocencia y por un mal trato recibido por los policías, sentados ante los escritorios.

Pasó junto a la mesa de una de las jóvenes secretarias. Una explosión de colorido en forma de claveles y rosas señalaba que alguien estaba pensando en ella. Portia se quitó el impermeable y lo colgó en una percha junto a su escritorio mientras el sonido de una carcajada surgió de algún lugar cercano al fax. Entonces, Portia se quedó mirando lo que parecía ser una montaña de informes para rellenar.

Demasiado para esta sociedad obsesionada con el reciclaje.

Llevó a cabo algunos de los archivos. Tras recordarse a sí misma que «no» le apetecía un cigarrillo, puso en orden el papeleo, así como un montón de sus correos electrónicos.

El teléfono sonó con fuerza. Portia descolgó el auricular, con los ojos todavía fijos en el monitor.

– Homicidios. Detective Laurent.

– Soy Jay McKnight, del laboratorio criminalista. Sonny Crawley me dio tu nombre. Creo que te pidió algo para mí.

– Sí, es verdad. Estaba deseando hablar contigo. -Su interés se desvió inmediatamente del papeleo y comenzó a teclear órdenes en el teclado-. Estaba pensando en darte un toque más tarde. Es que tenía algunos cabos sueltos por atar… aquí está. -Dio con el archivo correcto y lo abrió-. Veamos. Me ha llevado un poco de tiempo, pero tengo una lista de posibles furgonetas, todas de fabricación nacional y oscuras, con matrícula de Luisiana, cuyos dueños trabajan en el colegio. Te la puedo mandar si me dices tu dirección de correo electrónico.

– Genial. -Jay se la deletreó. Portia la verificó antes de enviarle la lista, a pesar de reconocer la url como perteneciente a la policía del estado.

– Esta noche voy para allá -añadió McKnight-. Podría pasar por la comisaría para intercambiar información.

– Buena idea. Puede que por entonces tenga más información sobre los antecedentes que pediste. Aún estoy trabajando en ello. -Abrió el archivo de Jay McKnight en su ordenador. Aunque nunca se habían conocido oficialmente, ella había visto su nombre y le había observado una vez en la escena del crimen. Hasta ahora, todo parecía normal.

– Llegaré un poco tarde. Trabajo hasta las siete. Para cuando llegue allí, serán cerca de las nueve. Mientras las cosas sigan en calma y no tenga que hacer horas extra.

– No importa, estaré aquí -le aseguró, agradecida de que alguien del departamento empezara a creer que tenían un problema en All Saints. Un gran problema.

– Hasta entonces.

Portia colgó y, no solo envió la lista de vehículos a McKnight, sino que imprimió otra copia para ella. Le sorprendía que hubiera tantos empleados que poseían una furgoneta oscura. Aparte de un jardinero y un guardia de seguridad, la parroquia tenía una Chevrolet del 98; una ayudante del profesorado llamada Lucretia Stevens tenía una vieja Ford Econoline que al parecer había pertenecido a alguien más de su familia; otra persona llamada Stevens, el marido de Natalie Croft, poseía una furgoneta verde oscuro que utilizaba en su negocio de construcción; y también el hermano de Dominic Grotto tenía una furgoneta oscura. Portia había ensanchado un poco el margen, solo porque sospechaba de aquel tipo. Le había interrogado dos veces. Le resultó demasiado amable. Su conversación con él había rozado el desdén, aunque se había mostrado preocupado, como si deseara ayudar.

Pero Grotto no era la única persona del campus que ella sospechaba que ocultaba algo. Todo el maldito departamento de Lengua estaba repleto de secretismos. Incluso la jefa del departamento, Natalie Croft, era una altiva y arrogante académica en quien Portia no confió ni por un segundo. Habían cambiado el programa para introducir asignaturas de moda y «molonas», como esa de los vampiros, una clase sobre la Historia del rock and roll, y otras del estilo para atraer estudiantes al All Saints. Luego estaban los descendientes de los Wagner. Podría rellenar todo un archivo solamente con ellos. Georgia Clovis era como un grano en el culo; se comportaba como si formara parte de la realeza. Y su hermano, Calvin Wagner, un bastardo rico a quien no le duraban los empleos, por lo que Portia sabía; desde luego, era un bicho raro. El tercer heredero, la pobre y frágil Napoli, estaba a tan solo un corto paso de una crisis nerviosa permanente.

Más allá de los Wagner, estaba el clero. El padre Anthony «Tony» Mediera, era un sacerdote enérgico con su visión de lo que debería ser el colegio; y el padre Mathias Glanzer, el atareado sacerdote a cargo del departamento de Teatro, parecía tener muchos secretos.

A Portia le encantaría oír lo que todos ellos necesitaran confesar.

También había otros, nuevas caras en el colegio. Ella buscaba antecedentes en todos ellos, no es que hubiese encontrado indicios de actividades ilegales. Pero claro, acababa de empezar y todo el mundo tenía algo que deseaba ocultar. Todo el mundo.

Además, ¿quién había dicho que los sospechosos se limitaban al profesorado del colegio? ¿Qué había de los demás estudiantes? ¿Y alguien que no estuviese matriculado, pero que utilizara el campus como su coto de caza personal?

Despacio, aún no tienes los cadáveres… tan solo un brazo con esmalte de uñas cuyo color, según el laboratorio, era casi tan popular como los cereales para el desayuno.

Volvió a mirar la lista de furgonetas oscuras y se preguntó si alguno de los vehículos podría estar relacionado con las chicas desaparecidas.

Estaba a punto de salir hacia el comedor para empleados en busca de una bebida baja en calorías cuando sonó su teléfono. Tras llevarse el auricular al oído, lo encajó entre la barbilla y el hombro.

– Homicidios, detective Laurent.

– Sí, soy Lacey, de Personas Desaparecidas. -La del pelo rojo fuego y la ropa ajustada. La que tenía carácter-. Esperaba poder pillarte.

– ¿De qué se trata? -inquirió Portia, pero sintió ese hormigueo, esa pequeña sensación que le anunciaba más malas noticias en el horizonte.

– Me imaginaba que te gustaría enterarte de esto. Tenemos otra persona desaparecida, de la Universidad All Saints. Estudiante. Ariel O'Toole. Su madre envió la denuncia desde Houston, que es donde viven; bueno, ella y el padre adoptivo. Están de camino. No ha tenido noticias de su hija en más de una semana y ninguna de sus amigas, o conocidas, la han visto. La hija no responde a sus llamadas y al parecer siempre lo hace -dijo Lacey con un tono de sarcasmo en su voz-. ¿Qué te parece?

– ¿Vas a enviar a un agente?

– Ya hemos mandado un coche patrulla. Pensé que te gustaría acompañarlo.

– Y tienes razón. Recogeré una copia del informe de camino. -Colgó el auricular. Otra más. Maldita sea, otra más.

Tras colocarse la pistolera, ajustó su arma, se echó el abrigo por encima y cogió su bolso. Se dirigía hacia el departamento de Personas Desaparecidas cuando se topó con Del Vernon. Le contó una versión abreviada de lo que estaba ocurriendo mientras él la acompañaba a su lado.

– Voy contigo -afirmó, apretando la mandíbula y con las pupilas dilatadas-. Odio admitirlo, Laurent, pero aquí hay algo más que chicas desapareciendo al azar -reconoció antes de enfundarse el arma y coger su gabardina.