– Me alegro de que finalmente te hayas dado cuenta, Vernon -le dijo ella, al tiempo que caminaban juntos hacia las puertas de la comisaría.
– Tenemos un cadáver flotante. -Montoya, café en mano, cruzó el umbral del despacho de Bentz algo después de las cuatro. Vestido con su chaqueta de cuero negro y con su diamante en una oreja, continuó-. Está río arriba.
Todavía en los límites de la ciudad. Mujer. Afroamericana. Lleva un tiempo en el agua. Acaban de pescarla.
Bentz levantó la vista de su montón de papeles y pudo ver que su compañero se guardaba algo. Dejó caer el bolígrafo.
– Y tenía un tatuaje, justo sobre sus nalgas. La palabra «Love» junto con flores y colibríes.
Bentz se enderezó en su asiento.
– Dionne Harmon -pronunció en voz alta, y aquel mal augurio que le había acompañado desde que tuvo noticia de las chicas desaparecidas del All Saints se convirtió en algo peor. Mucho peor.
– Es lo que parece. -Montoya apoyó uno de sus hombros contra el archivador de Bentz, uno que rescataron del huracán Katrina. Con una mano de pintura y ahora sin manchas de óxido, le servía como recordatorio constante de lo mal que podían ponerse las cosas-. Han enviado buceadores, para ver si la víctima estaba sola, o si tenía compañía.
– Mierda -murmuró Bentz, que ya estaba rodeando su escritorio. Descolgó su chaqueta del perchero-. Vámonos. Yo conduzco.
– No, yo… da igual, tú conduces. Y aún hay más.
– ¿Más?
– ¿No has oído lo del brazo que encontraron en el estómago de un caimán?
– ¿De qué coño estás hablando? -A Bentz se le revolvieron las tripas porque sabía lo que se le venía encima. El día caía en picado.
– Te lo contaré por el camino. -Montoya terminó su café y tiró el vaso de plástico en una papelera del despacho de Bentz. Sortearon los cubículos y escritorios, y Bentz vio un monitor de televisión por el rabillo del ojo, donde, con toda seguridad, el noticiario local mostraba las imágenes de una lancha de búsqueda y rescate por el Misisipi. Estaba oscureciendo, pero el equipo llevaba luces y cámaras.
– Hijo de puta -murmuró Bentz. Rebuscó en su bolsillo un paquete de chicles con sabor a fruta y le quitó el envoltorio a uno al bajar las escaleras y salir al exterior, hasta el aparcamiento, donde los moribundos rayos de un sol de invierno luchaban por atravesar las nubes. Unos pocos consiguieron reflejarse en una miríada de charcos esparcidos por el asfalto, pero la oscuridad llegaba con rapidez.
Bentz se puso al volante del Crown Vic. Mientras Montoya, pendiente de la radio y del rugido del motor, le explicaba lo del brazo descubierto en el pantano norte de Nueva Orleans, Bentz condujo hasta un lugar de su jurisdicción donde los equipos habían precintado una zona de la orilla.
Los equipos de televisión ya habían recibido la noticia del descubrimiento, y ya estaban allí, sobre sus cabezas, dos nuevos helicópteros, con sus aspas girando ruidosamente, iluminaban la oscuridad para obtener una mejor visión del escenario. Unos policías de uniforme contenían a una creciente muchedumbre.
Bentz casi deseó que empeorase el tiempo para mantener apartados a los mirones. El agua era turbia y fangosa; el húmedo perfume del Misisipi penetraba en sus fosas nasales y una fría brisa empezaba a arreciar.
– ¡Detective Bentz! -Se dio la vuelta para encontrarse a una periodista muy guapa, blandiendo el micrófono y caminando directa hacia él.
– ¿Puede confirmar que ha sido encontrada una mujer en el río?
– Acabo de llegar.
– Pero parece como si hubieran sacado un cuerpo del Misisipi, y hay rumores de que podría tratarse de una de las chicas que desaparecieron del colegio All Saints, en Baton Rouge.
– Esa es una presunción muy grande -afirmó, intentando no dar nada por sentado.
– ¿Y no es cierto que fue recuperada una parte de un cuerpo en el pantano más cercano a Baton Rouge?
Hijos de puta, pensó, pero se volvió rápidamente para contestar.
– No estoy autorizado a decirlo, pero estoy seguro de que el oficial de información pública hará algunas declaraciones para la prensa a modo de resumen. -Le mostró a la mujer una profesional sonrisa antes de pasar bajo el cordón policial.
– ¡Detective Montoya! -llamó la mujer.
– Sin comentarios. -También él se deslizó bajo el cordón y se aproximaron juntos al borde del agua, donde los miembros del equipo de la escena del crimen y el juez de instrucción ya estaban reunidos. Bonita Washington les saludó con un asentimiento; su rostro era el reflejo de la seriedad.
– ¿Dionne Harmon? -preguntó Bentz.
– El tatuaje es el mismo. Afroamericana. De la misma edad, tamaño y peso. -Washington anduvo hasta una bolsa de cadáveres y bajó la cremallera, cubriendo el contenido de las miradas inoportunas con su propio cuerpo.
Bentz se quedó mirando el rostro parcialmente descompuesto de lo que alguna vez había sido una hermosa mujer negra. La hija de alguien. La hermana. La amiga. Aunque nadie, en especial el cretino de su hermano, pareció preocuparse. Además, se vio envuelta en una relación con un novio que era un mal bicho, por lo que había oído. Estaba desnuda, con las manos metidas en bolsas por los criminólogos, con la esperanza de que hubiera combatido a su asaltante y que aún quedase algún resto de adn bajo sus uñas; sus ojos permanecían abiertos, sin vida, en el interior de la gruesa bolsa.
Sobre sus cabezas, los helicópteros se mantenían suspendidos, revolviendo las turbias aguas.
Bentz conservaba pocas esperanzas de encontrar suficiente adn del asesino que no estuviese degradado para servir de algo.
Se le revolvió el estómago. Apartó la mirada.
– Hijo de puta -murmuró Montoya.
– Dionne Harmon desapareció hace cosa de un año -dijo Bentz, calculando mentalmente el estado de descomposición.
– Sí, lo sé. -Washington estaba muy por delante de él.
– Este cuerpo, tan solo parece que haya estado en el agua durante unos días, y antes de eso… -Se encogió de hombros.
– Estaba con vida -aventuró Bentz, jugando con su imaginación-. Así que las mantiene con vida, las encierra durante un año, ¿y después decide matarlas?
– Tal vez. -Obviamente, Washington estaba tan confusa como él.
– ¿Conoces la causa de la muerte?
– Aún no, pero he notado algunas heridas de pinchazos en el cuerpo.
– ¿Con qué las hicieron?
– Todavía no lo sé, pero tiene lo que parece ser la marca de un mordisco en su cuello. -Washington señaló los dos agujeros bajo la oreja de la mujer muerta-. Y luego hay otra, mayor y solo una, aquí, sobre la yugular. Y otra sobre la carótida. -Levantó la vista hacia él antes de volver a cerrar la bolsa del cadáver.
Bentz se enderezó.
– ¿Qué significa?
– Nada bueno -respondió ella, con el rostro lleno de preocupación-. Nada bueno.
– ¡Eh! -Era un grito desde la lancha.
Bentz se preparó para lo peor mientras los helicópteros se acercaban para obtener una vista mejor. Sabía lo que venía ahora. El oficial a bordo gritó sobre el estrépito de las aspas de los helicópteros.
– ¡Parece que tenemos a otra!
Capítulo 26
Kristi cruzaba el agua, nadando con fuerza; sus brazadas eran rápidas y continuas mientras trataba de imaginar una manera de entrar en el círculo interno de estudiantes que ella estaba segura de que estaban relacionados con el culto vampírico. Incluso había publicado una petición en Internet: «Se buscan almas perdidas». Luego, en unos anuncios clasificados de la red, había hecho un llamamiento como «ABnegl984» para enlazar con otros creyentes en el reino de los vampiros. No sabía si alguien respondería, ni siquiera si su demanda tenía algún sentido, pero estaba de pesca y le interesaba descubrir lo que podría pescar.