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Torpemente, negó con la cabeza. Se le había olvidado el bloc en la casa. Idiota.

– Dame la mano. -Cuando él la extendió, sacó un bolígrafo de algún sitio y lo deslizó sobre su palma. La punta se deslizaba suavemente por su piel-. Esta es mi dirección de correo electrónico y mi nick para el messenger. Estaré online en más o menos una hora. Mándame un mensaje, ¿vale? Hablaremos.

Miró lo que ella había escrito. Sólo miró.

Ella se encogió un poco.

– Quiero decir, no tienes por qué hacerlo. Sólo que… ya sabes. Pensé que podríamos ir conociéndonos de esa forma. -Se detuvo como esperando una respuesta-. Um… de cualquier forma. No hay prisa. Quiero decir…

La cogió de la mano, le quitó la pluma y escribió en su mano.

– Quiero hablar contigo -escribió.

Entonces la miró directamente a los ojos e hizo la cosa más asombrosa y jodida cosa.

Le sonrió.

CAPÍTULO 15

Mientras amanecía y las persianas se cerraban sobre las ventanas, Bella se ajustó la bata negra y salió de la habitación que se le había asignado. Con una rápida mirada, comprobó el pasillo a ambos lados. Sin testigos. Bien. Cerrando la puerta silenciosamente, se deslizó sobre la alfombra persa, sin hacer ruido. Cuando llegó al inicio de la gran escalera se detuvo, intentando recordar qué camino tomar.

El corredor con estatuas, pensó, recordando otra excursión por aquel largo pasillo hacía muchas, muchas semanas.

Caminó deprisa para después echar a correr, asiendo las solapas de la bata y manteniendo los bordes cerrados a la altura de los muslos. Pasó de largo estatuas y puertas, hasta que llegó al final y se detuvo enfrente del último par. No se preocupó de recomponerse, porque lo suyo no tenía arreglo. Perdida, desmotivada, en peligro de desintegración-ahí no había nada que recomponer. Llamó a la puerta con fuerza.

A través de esta escuchó:

– Jódete. Estoy roto.

Giró el pomo y empujó. La luz proveniente del pasillo entró inesperadamente, iluminando una porción de oscuridad. Cuando el resplandor alcanzó a Zsadist, éste se incorporó en un jergón de mantas en el rincón más lejano. Estaba desnudo, los músculos flexionados marcándosele bajo la piel, los aros de sus pezones brillaron plateados. La cara, con aquella cicatriz, era un anuncio de la categoría de tipos duros.

– He dicho, joder… ¿Bella? -Se cubrió la cara con las manos-. Jesucristo. ¿Qué estás haciendo?

Buena pregunta, pensó ella mientras su valor disminuía.

– ¿Puedo… puedo quedarme aquí contigo?

Él frunció el ceño.

– ¿Qué estas… No, no puedes.

Recogió algo del suelo y lo sostuvo frente a sus muslos mientras se levantaba. Sin disculparse por mirarlo fijamente, ella se emborrachó con su visión: las bandas de esclavo tatuadas sobre las muñecas y el cuello, el aro en su oreja izquierda, los ojos de obsidiana, el pelo rapado. Su cuerpo era tan absolutamente enjuto como recordaba, todo músculos estriados con venas marcadas y puros huesos. El poder crudo emanaba de él como una esencia.

– Bella, lárgate de aquí, ¿okay? Éste no es sitio para ti.

Ella ignoró la orden de sus ojos y su voz porque, aunque su valor había desaparecido, la desesperación le daba la fuerza que necesitaba.

Ahora la voz no le iba a temblar.

– Cuando me metieron en el coche, tú ibas al volante ¿no es cierto? -Él no respondió, pero tampoco necesitaba que lo hiciera-. Si, ibas, eras tú. Me hablaste. Fuiste el único que fue a buscarme, ¿Verdad?

Él se sonrojó.

– La Hermandad te rescató.

– Pero tú condujiste para sacarme de allí. Y me trajiste aquí primero. A tu habitación. -Ella miró la lujosa cama. Los cobertores estaban echados hacia atrás, la almohada hundida en el lugar donde había reposado su cabeza-. Déjame quedarme.

– Mira, necesitas estar a salvo…

– Estoy a salvo contigo. Tú me salvaste. No permitas que ése lesser me tenga de nuevo.

– Nadie puede tocarte aquí. Éste lugar está alambrado como el jardín del Pentágono.

– Por favor…

– No -estalló él-. Ahora sal de una vez de aquí.

Ella empezó a temblar.

– No puedo estar sola. Por favor déjame quedarme contigo. Necesito… -Lo necesitaba a él especialmente, pero no creía que él se lo tomara muy bien-. Necesito estar con alguien.

– Entonces Phury se aproxima más a lo que estás buscando.

– No, él no. -Ella quería al hombre que tenía enfrente. Pese a toda su crueldad, confiaba en él por instinto.

Zsadist se pasó la mano por la cabeza unas cuantas veces. Entonces su pecho se ensanchó.

– No me eches -susurró.

Cuando él maldijo, ella suspiró con alivio, imaginándose que era lo más cercano a un sí que iba a conseguir.

– Tengo que ponerme algo encima -murmuró él.

Bella dio un paso para entrar y cerró la puerta, bajando la mirada sólo un momento. Cuando la levantó de nuevo, él se había girado y se estaba subiendo por los muslos un par de calzoncillos negros de nylon.

La espalda, con los rastros de cicatrices, flexionada mientras se inclinaba. Observando el despiadado mapa, le golpeó la necesidad de saber exactamente por lo que había pasado. Todo ello. Todos y cada uno de los latigazos. Había oído rumores sobre ello; pero quería su versión.

Había sobrevivido a lo que le habían hecho. Quizás ella también pudiera.

Él se giró.

– ¿Has comido?

– Sí, Phury me trajo comida.

Una expresión fugaz le cruzó la cara, pero fue tan rápida que no pudo leerla.

– ¿Te duele algo?

– No particularmente.

Él se acercó a la cama y ahuecó las almohadas. Entonces permaneció de pie a un lado, mirando al suelo.

– Métete.

Mientras se acercaba, deseó rodearlo con sus brazos, y él se tensó, como si pudiera leerle la mente. Dios, sabía que no le gustaba que lo tocaran, lo había aprendido de la peor manera. Pero de todas formas quería acercársele.

Por favor, mírame, pensó.

Cuando estaba apunto de pedírselo notó que llevaba algo alrededor del cuello.

– Mi collar -susurró-. Llevas mi collar.

Alargó la mano, pero él se echó atrás. Con un movimiento rápido se quitó la frágil cadena de oro con sus pequeños diamantes y lo depositó en su mano.

– Aquí tienes. Te lo devuelvo.

Ella bajó la mirada. Diamantes por la Yarda. De Tiffany. Los había llevado durante años… su joya favorita. Había sido una parte de ella, siempre se sentía desnuda sin él puesto. Ahora los frágiles eslabones le parecían totalmente ajenos a ella.

Estaba cálido, pensó, tocando un diamante. Calentado por su piel.

– Quiero que te lo quedes -barbotó ella.

– No.

– Pero…

– Basta de charla. Métete en la cama o sal de aquí.

Guardó el collar en el bolsillo de la bata y lo miró. Sus ojos estaban fijos en el suelo, y cuando respiraba los aros de sus pezones capturaban la luz.

Mírame, pensó ella.

Como no lo hizo, se metió en la cama. Cuando él se inclinó se movió para dejarle sitio, pero todo lo que hizo fue taparla y entonces se volvió al rincón, al jergón en el suelo.

Bella miró al techo durante unos pocos minutos. Entonces agarró una almohada, salió de la cama y se fue tras él.

– ¿Qué estás haciendo? -su voz se elevó. Alarmada.

Soltó la almohada y se acostó, echándose en el suelo tras su gran cuerpo. Su aroma era ahora mucho más fuerte, oliendo a hojas y destilando poder masculino. Buscando su calor, se acercó poco a poco hasta que apoyó la frente en la parte de atrás de su brazo. Era tan sólido, como un muro de piedra, pero era cálido, y el cuerpo de ella se relajó. Cerca de él era capaz de sentir el peso de sus huesos, el duro suelo bajo ella, las corrientes de la habitación que traían el calor. A través de su presencia, se conectó de nuevo al mundo que la rodeaba.