Con un estremecimiento, alcanzó la pastilla de jabón que tenía a un lado, enjabonándose las manos y deslizándolas sobre los brazos. Extendió la espuma sobre el cuello y a través de los hombros y siguió hacia abajo…
Bella frunció el ceño y se inclinó. Había algo en su vientre… pálidas cicatrices. Cicatrices que… ¡Oh!, Dios. Era una D, ¿verdad? Y la siguiente… era una A. Después una V y una I y otra D.
Bella soltó la pastilla de jabón y se cubrió el estómago con las manos, dejándose caer contra las baldosas. Tenía su nombre en el cuerpo. En su piel. Como una repugnante parodia del ritual matrimonial más elevado de su especie. Realmente era su mujer…
Salió tambaleándose de la ducha, resbalando en el suelo de mármol, tiró de una toalla y se envolvió en ella. Agarró otra e hizo lo mismo. Hubiera cogido tres, cuatro… cinco si hubiera encontrado más.
Trémula, con nauseas, se dirigió al empañado espejo. Inspirando profundamente, limpió el vaho con los brazos. Y se miró.
John se limpió la boca y de alguna forma se las arregló para tirar la servilleta. Maldiciéndose, se agachó para recogerla… y también lo hizo Sarelle, que la cogió primero. Vocalizó la palabra gracias cuando se la alcanzó.
– De nada -dijo ella.
Chico, amaba su voz. Y amaba la forma en que olía a loción corporal de lavanda. Y amaba sus largas y delgadas manos.
Pero odiaba comer. Wellsie y Tohr llevaban la conversación por él, dándole a Sarelle una versión resumida de su vida. Lo poco que él había escrito en su cuaderno de notas parecía un relleno estúpido.
Cuando volvió a levantar la cabeza, Wellsie estaba sonriéndole. Pero entonces se aclaró la garganta, como si estuviera intentando jugar limpio.
– Así que, como iba diciendo, un par de mujeres de la aristocracia solían organizar la ceremonia del solsticio de invierno en el Antiguo país. La madre de Bella era una de ellas, por cierto. Quiero tratarlo con ellas. Asegurarme de que no olvido nada.
John dejó transcurrir la conversación, sin prestarle mucha atención hasta que Sarelle dijo:
– Bueno, mejor me voy. Faltan treinta y cinco minutos para que amanezca. Mis padres estarán preocupados.
Apartó la silla, y John se levantó como todos los demás. Mientras se despedían, se encontró perdiéndose en el fondo. Al menos hasta que Sarelle lo miró directamente.
– ¿Me acompañas? -preguntó.
Desplazó los ojos hacia la puerta. ¿Acompañarla? ¿A su coche?
En una acometida repentina, un crudo instinto masculino brotó en su pecho, tan poderoso que lo sacudió un poco. Súbitamente le empezaron a cosquillear las palmas de las manos, y las miró, sintiendo como si tuviera algo en ellas, como si estuviera sosteniendo algo… entonces podía protegerla.
Sarelle se aclaró la garganta.
– Okay… um…
John se dio cuenta de que le estaba esperando y rompió su pequeño trance. Adelantándose, le indicó con la mano la puerta de la calle.
Y mientras salían le preguntó:
– Así que estás ansioso por entrenar.
John asintió y encontró que sus ojos vagaban por los alrededores, buscando entre las sombras. Sintió como se tensaba y como las palmas empezaban a picar de nuevo. No estaba seguro qué buscaba exactamente. Sólo sabía que tenía que mantenerla a salvo a cualquier precio.
Ella sacó las tintineantes llaves del bolso.
– Creo que mi amigo va a estar en tu clase. Se suponía que se matriculaba esta noche. -Abrió el coche-. De todas formas, sabes por qué estoy aquí realmente ¿no?
Él negó con la cabeza.
– Creo que quieren que te alimentes de mí. Cuando se produzca tu transición.
John carraspeó por el shock, estaba seguro de que los ojos se le habían salido de las cuencas y estaban rodando calle abajo.
– Lo siento -sonrió-. Deduzco que no te lo dijeron.
Yeah, él hubiera recordado esa conversación.
– Me parece guay -dijo ella- ¿y a ti?
Oh. Dios mío.
– ¿John? -Ella se aclaró la garganta-. Dime qué opinas. ¿Tienes algo en lo que puedas escribir?
Torpemente, negó con la cabeza. Se le había olvidado el bloc en la casa. Idiota.
– Dame la mano. -Cuando él la extendió, sacó un bolígrafo de algún sitio y lo deslizó sobre su palma. La punta se deslizaba suavemente por su piel-. Esta es mi dirección de correo electrónico y mi nick para el messenger. Estaré online en más o menos una hora. Mándame un mensaje, ¿vale? Hablaremos.
Miró lo que ella había escrito. Sólo miró.
Ella se encogió un poco.
– Quiero decir, no tienes por qué hacerlo. Sólo que… ya sabes. Pensé que podríamos ir conociéndonos de esa forma. -Se detuvo como esperando una respuesta-. Um… de cualquier forma. No hay prisa. Quiero decir…
La cogió de la mano, le quitó la pluma y escribió en su mano.
– Quiero hablar contigo -escribió.
Entonces la miró directamente a los ojos e hizo la cosa más asombrosa y jodida cosa.
Le sonrió.
CAPÍTULO 15
Mientras amanecía y las persianas se cerraban sobre las ventanas, Bella se ajustó la bata negra y salió de la habitación que se le había asignado. Con una rápida mirada, comprobó el pasillo a ambos lados. Sin testigos. Bien. Cerrando la puerta silenciosamente, se deslizó sobre la alfombra persa, sin hacer ruido. Cuando llegó al inicio de la gran escalera se detuvo, intentando recordar qué camino tomar.
El corredor con estatuas, pensó, recordando otra excursión por aquel largo pasillo hacía muchas, muchas semanas.
Caminó deprisa para después echar a correr, asiendo las solapas de la bata y manteniendo los bordes cerrados a la altura de los muslos. Pasó de largo estatuas y puertas, hasta que llegó al final y se detuvo enfrente del último par. No se preocupó de recomponerse, porque lo suyo no tenía arreglo. Perdida, desmotivada, en peligro de desintegración-ahí no había nada que recomponer. Llamó a la puerta con fuerza.
A través de esta escuchó:
– Jódete. Estoy roto.
Giró el pomo y empujó. La luz proveniente del pasillo entró inesperadamente, iluminando una porción de oscuridad. Cuando el resplandor alcanzó a Zsadist, éste se incorporó en un jergón de mantas en el rincón más lejano. Estaba desnudo, los músculos flexionados marcándosele bajo la piel, los aros de sus pezones brillaron plateados. La cara, con aquella cicatriz, era un anuncio de la categoría de tipos duros.
– He dicho, joder… ¿Bella? -Se cubrió la cara con las manos-. Jesucristo. ¿Qué estás haciendo?
Buena pregunta, pensó ella mientras su valor disminuía.
– ¿Puedo… puedo quedarme aquí contigo?
Él frunció el ceño.
– ¿Qué estas… No, no puedes.
Recogió algo del suelo y lo sostuvo frente a sus muslos mientras se levantaba. Sin disculparse por mirarlo fijamente, ella se emborrachó con su visión: las bandas de esclavo tatuadas sobre las muñecas y el cuello, el aro en su oreja izquierda, los ojos de obsidiana, el pelo rapado. Su cuerpo era tan absolutamente enjuto como recordaba, todo músculos estriados con venas marcadas y puros huesos. El poder crudo emanaba de él como una esencia.
– Bella, lárgate de aquí, ¿okay? Éste no es sitio para ti.
Ella ignoró la orden de sus ojos y su voz porque, aunque su valor había desaparecido, la desesperación le daba la fuerza que necesitaba.
Ahora la voz no le iba a temblar.
– Cuando me metieron en el coche, tú ibas al volante ¿no es cierto? -Él no respondió, pero tampoco necesitaba que lo hiciera-. Si, ibas, eras tú. Me hablaste. Fuiste el único que fue a buscarme, ¿Verdad?
Él se sonrojó.
– La Hermandad te rescató.
– Pero tú condujiste para sacarme de allí. Y me trajiste aquí primero. A tu habitación. -Ella miró la lujosa cama. Los cobertores estaban echados hacia atrás, la almohada hundida en el lugar donde había reposado su cabeza-. Déjame quedarme.