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Rehv consultó el reloj, aunque sabía que era tarde para esos asuntos. Haría la petición de Sehclusion al Rey desde la oficina. Era raro solicitar algo tan antiguo y tradicional a través de e-mail, pero ahora esa era la forma de manejar las cosas.

– Rehvenge…

– ¿Qué?

– La alejarás.

– Imposible. Una vez que me haga cargo de esto, no tendrá otro lugar adonde ir aparte de esta casa.

Tomó el bastón e hizo una pausa. Su madre se veía tan desdichada, que se inclinó y la besó en la mejilla.

– No te preocupes por nada, Mahmen. Voy a arreglar las cosas para que nunca más salga herida. ¿Por qué no preparas la casa para recibirla? Podrías traer su ropa de luto.

Madalina negó con la cabeza. Con una voz reverente dijo:

– No hasta que cruce el umbral. Podría ofender a la Virgen Escriba, al asumir que retornará a salvo.

Contuvo una maldición. La devoción de su madre a la Madre de la Raza era legendaria. ¡Demonios!, debería haber sido un miembro de los Elegidos con todas sus plegarias, reglas y temores de que una palabra desdeñosa podría atraer ciertas desgracias.

Pero que hiciera lo que quisiera. Era su jaula espiritual, no la de él.

– Como quieras -le dijo, inclinándose sobre el bastón y dándose la vuelta.

Se movió lentamente por la casa, confiando en los diferentes tipos de suelos para que le dijeran en que habitación se encontraba. Había mármol en el vestíbulo, una alfombra Persa en el comedor, un ancho entarimado de dura madera en la cocina. Usaba la vista para que le dijera que sus pies estaban sólidamente apoyados y que era seguro depositar todo su peso en ellos. Levaba el bastón para el caso de que juzgara erróneamente y perdiera el equilibrio.

Para entrar en el garaje, se sostuvo en el marco de la puerta antes de bajar un pie y luego el otro para descender los cuatro escalones. Después de deslizarse dentro del Bentley a prueba de balas, accionó el remoto para abrir la puerta y esperó a que se abriera para salir.

¡Maldición! Deseaba más que nada saber quienes eran esos Hermanos y donde vivían. Iría allí, derribaría la puerta y les arrebataría a Bella.

Cuando pudo ver el camino de entrada detrás de él, puso la marcha atrás del sedán y apretó el acelerador tan fuerte que las llantas chirriaron. Ahora que estaba detrás del volante, podía moverse a la velocidad que deseaba. Rápido. Ligero. Sin necesidad de andar con cautela.

El extenso prado se veía borroso mientras corría por el sinuoso camino hacia las puertas, que estaban ubicadas detrás de la calle. Tuvo que detenerse un instante mientras las cosas se abrían; luego dobló por Thome Avenue y continuó hacia abajo por una de las opulentas calles de Caldwell.

Para mantener a su familia a salvo y que nunca les faltara nada, trabajaba en cosas despreciables. Pero era bueno en lo que hacía, su madre y hermana merecían la clase de vida que tenían. Les proporcionaría cualquier cosa que quisieran, les consentiría cualquier capricho que tuvieran. Por demasiado tiempo las cosas habían sido muy duras para ellos…

Sí, la muerte de su padre había sido el primer regalo que les había dado, la primera de muchas maneras que había mejorado sus vidas y mantenido a salvo de todo daño. Y no cambiaría de rumbo ahora.

Rehv tomó un atajo y se dirigía hacia el centro cuando su nuca empezó a hormiguear. Trató de ignorar la sensación, pero en cuestión de momentos se condensó en un estrecho apretón, como si le hubieran colocado un tornillo en la parte superior de la espina dorsal. Levantó el pie del acelerador y esperó que se le pasara la sensación.

Luego ocurrió.

Con una punzada de pánico, su visión se convirtió en sombras de rojo, como si le hubieran puesto un velo transparente sobre la cara: las luces de los autos que venían de frente eran de neón rosa, la carretera de un color herrumbre empañado, el cielo un clarete como vino borgoña. Consultó el reloj digital cuyos números ahora tenían un brillo rubí.

Mierda. Esto estaba mal. No debería estar pasan…

Pestañeó y se frotó los ojos. Cuando los volvió a abrir, carecía de percepción en profundidad.

Si, al demonio con que esto no estaba pasando. Y no lograría llegar hasta el centro.

Tiro del volante hacia la derecha y entró en un desmantelado centro comercial, el mismo en que se encontraba la Academia de Artes Marciales Caldwell antes de que se incendiara. Apagó las luces del Bentley y condujo detrás de los extensos y angostos edificios, estacionando al nivel de los ladrillos para el caso de que tuviera que salir de prisa, lo único que tenía que hacer era pisar el acelerador.

Dejando el motor encendido, se quitó el abrigo de marta cibelina y la chaqueta del traje, luego se arremangó el brazo izquierdo. A través de la niebla roja abrió la guantera y sacó una jeringa hipodérmica y un trozo de banda de goma. Le temblaban tanto las manos, que dejó caer la aguja y tuvo que agacharse para levantarla del suelo.

Palmeó los bolsillos de la chaqueta, hasta que encontró un frasco de dopamina neuro-moduladora. Lo Puso en el salpicadero.

Le llevó dos intentos abrir el paquete estéril de la hipodérmica, y casi rompe la aguja mientras la introducía a través de la superficie de goma de la tapa de la dopamina. Cuando la jeringa estaba llena, envolvió la banda de goma alrededor de su bíceps, usando una mano y los dientes; luego trató de encontrarse la vena. Todo era más complicado, debido a que estaba trabajando en un campo visual plano.

No podía ver lo suficientemente bien. Todo lo que veía enfrente de él era… Rojo.

Rojo… rojo… rojo. La palabra se disparó en su mente, golpeando en el interior de su cráneo. Rojo era el color del pánico. Rojo era el color de la desesperación. Rojo era el color de su odio a si mismo.

Rojo no era el color de su sangre. No en ese momento, de ninguna forma.

Regañándose a si mismo, se tocó el antebrazo buscando una plataforma de lanzamiento para la droga, una súper carretera que enviara la mierda hacia los receptores del cerebro. Salvo que sus venas estaban hundiéndose.

No sintió nada cuando se hundió la aguja, lo cual era tranquilizador. Pero luego vino… un pequeño pinchazo en el lugar de la inyección. El entumecimiento en el que se mantenía estaba a punto de terminar.

Mientras buscaba debajo de su piel, una vena que pudiera utilizar, empezó a sentir su cuerpo: la sensación de su peso en el asiento de cuero del auto. El calor quemando sus tobillos. El rápido aliento moviéndose dentro y fuera de su boca, secándole la lengua.

El terror hizo que empujara el émbolo y soltara el torniquete de goma. Sólo Dios sabía si lo había hecho en el lugar correcto.

Con el corazón golpeándole en el pecho miró el reloj.

– Vamos -murmuró comenzando a mecerse en el asiento del conductor-. Vamos… haz efecto.

Rojo era el color de las mentiras. Estaba atrapado en un mundo de rojo. Y uno de estos días la dopamina no iba a funcionar. Estaría perdido en el rojo para siempre.

El reloj cambió los números. Había pasado un minuto.

– Oh, mierda… -Se frotó los ojos como si eso pudiera traer de regreso la profundidad a su visión y el espectro normal de color.

Su móvil sonó y lo ignoró.

– Por favor… -Odiaba la súplica en su voz, pero no podía pretender ser fuerte-. No quiero perderme…

De repente su visión regresó, el rojo escurriéndose de su campo visual, retornando la perspectiva tridimensional. Fue como si la maldad hubiera sido absorbida fuera de él y su cuerpo se hubiera paralizado, las sensaciones evaporándose hasta que lo único que le quedó eran los pensamientos en su cabeza. Con la droga, se volvía un bulto que se movía, respiraba y hablaba y benditamente, sólo tenía cuatro sentidos por los que preocuparse ahora, ese toque había sido recetado como quemador.