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Se sentó en la cama, y en el encierro de su cráneo se desencadenó una vez más un ceremoto. Sintió náuseas. Contempló con ojos rencorosos el despertador. Las agujas marcaban las once. ¡Las once! ¿Cómo era posible? Sin duda lo había puesto mal la noche anterior, esa noche de brumas tan densas. Verificó la hora con su reloj de pulsera. Sí, no cabía duda, eran las once. Y la humanidad, es decir, sus compañeros de trabajo, llevaba ya más de ciento veinte minutos de laboriosísima existencia. Está bien, pensó, es el destino. Hoy no apareceré por la oficina. Y, enardecido por ese regalo de los hados, Pedro apoyó airosamente los pies en el suelo y se clavó un cristal en el talón.

Bufó y blasfemó un buen rato mientras se extraía la esquirla y ponía las sábanas perdidas de sangre. El suelo estaba cubierto de astillas de vidrio, sin duda los residuos de un cenicero que él mismo acababa de tirar en su pelea contra el reloj. Subió cautelosa- mente ambas piernas al barco seguro de la cama y observó con desaliento el mundo hostil que le rodeaba: un apartamento de soltero de dimensiones tan microscópicas que parecía mentira que cupiera en él tanto mal gusto. Las paredes estaban llenas de lamparones, quizá las huellas de las lágrimas de los antiguos ocupantes, y la fealdad de los muebles era tan insultante que parecía premeditada, como si los hubieran escogido así para forzar a los inquilinos a la fuga. Era el típico agujero urbano para aves de paso. Pero Pedro llevaba ya más de un año aquí. Desde que se separó de su mujer.

Suspiró, rebuscó entre los restos del cenicero y encontró una colilla de dimensiones aún aprovechables. La encendió, aspirando profundamente. Sus pulmones gimieron y se aplastaron contra el estómago. Sintió náuseas. Revisó mentalmente su estado generaclass="underline" las sienes le martilleaban, su boca era un horno requemado habitado por una lengua de bayeta, el talón le pinchaba, en sus bronquios soplaba el simún del desierto, el estómago le bailaba una polca, sentía como si un enano estuviera pisándole los ojos y los sesos le chapoteaban por ahí dentro. O sea, lo normal. Encendió la segunda colilla y empezó a recuperar la confianza. Qué caramba, era la víspera de Reyes. De niño, ésa era la noche del año que más le gustaba. Se ducharía, se vestiría y saldría a desayunar un buen café con leche, con roscón. Se tomaría el día para sí, una jornada feliz, plácida y serena. Pero lo primero era llamar a la oficina. Marcó resueltamente el número directo de su división y esperó a que su segunda de a bordo contestase. Pero no descolgó Lola, sino Concha. «¿Y Lola?», preguntó él. «¡Naturalmente no ha venido!», respondió la mujer con voz helada. ¿Naturalmente? ¿Por la fiesta de la víspera? ¿Porque se acostó muy tarde? Pero el tono reprobador d e Concha despertaba ecos inquietantes en su memoria, encendía diminutas candelas entre las tinieblas del olvido. Pedro se apresuró a apagar las luces del recuerdo y explicó que no podía ir a trabajar porque había sufrido un cólico nefrítico; era una excusa que ya había utilizado otras tres veces, pero a fin de cuentas ésa era la idiosincrasia de los cólicos, el repetirse. «Pues Camacho ha preguntado dos veces por ti», añadió la mujer con malevolencia. Camacho, su jefe inmediato. Que en los últimos tiempos se estaba poniendo de lo más impertinente y puntilloso, como si todo lo que él hiciera le molestase. «Pues lo siento, pero estoy enfermo. Intentaré curarme para pasado mañana», contestó Pedro, procurando imprimir en su voz la justa y sobria indignación que le embargaba. Y colgó. Joder, no le dejan a uno ni padecer un cólico nefrítico.

El mostrador del bar en el que entró rebosaba roscones de Reyes en diversos estados de consunción, y ese paisaje de bollos relucientes y frutas confitadas había evocado en Pedro el sabor de tiempos cálidos y añejos. Pero en el momento de pedir se dio cuenta de que en realidad no le apetecía tomar café con leche. Tenía sed, y tras algunas dudas decidió beberse una cerveza. Claro que pedir roscón con cerveza resultaba un poco raro, así que optó por prescindir también del bollo. Una hora más tarde, ya se había tomado tres cañas y unos pinchos de anchoas con aceitunas; había conversado amenamente con un vecino de barra sobre la ambición sin tino de las mujeres, siempre exigiendo costosísimos regalos en estas fechas. Y había salido del bar, en fin, lo bastante tonificado en alma y cuerpo. No había cumplido su primer propósito de un desayuno tradicional, pero ahora se compraría los periódicos y se pondría a leerlos placenteramente en algún café antiguo y tranquilo. Así que comenzó a caminar en busca de un quiosco bajo el frío sol de invierno. Fue una casualidad. Fue una asombrosa coincidencia que su pasear plácido y sin rumbo le llevara a un puerto conocido. Súbitamente, Pedro se descubrió frente al portal de su antigua casa. Diez años antes, cuando apenas si contaba veintitrés, él y Ana habían atravesado ese portal por vez primera. Cogidos de la mano, como niños que se aventuran, tímidamente, en el bosque de la vida. Esa manita de Ana, tan dócil, tan tibia y diminuta, una mano inocente que aún no había aprendido a arrojarle ceniceros de vidrio a la cabeza. Aunque, afortunadamente, nunca llegó a controlar bien su puntería. Eso fue una suerte, después de todo.

No habían tenido hijos. En eso también fueron afortunados. Así, cuando se separaron, pudieron hacerlo limpiamente, quirúrgicamente, sin que quedara nada entre ellos, aparte de nueve años de vida en común y un reguero de ilusiones destripadas. O sea, una bagatela, pura filfa. Por eso, porque no quedaba nada, Pedro y Ana no habían conservado ningún tipo de contacto. Hacía muchos meses que no se habían visto, que ni siquiera se habían hablado por teléfono. Bien mirado, eso también era una tontería. Había que normalizar la situación, aunque no pudieran ser amigos. Ya que el azar le había guiado hasta su casa, Pedro podría subir un momento a ver si su ex mujer estaba. Sólo para saludarla brevemente, con una amabilidad fría y correcta. Para normalizar la situación. O, incluso, podría invitarla a comer.

Hace un día precioso, le diría, vámonos a almorzar. Quién sabe, a lo mejor podían volver a ser amigos, después de todo. Sí, la invitaría a comer; podrían ir al Ruano, ese restaurante que le gustaba tanto a Ana. Almorzarían opíparamente y a los postres tomarían roscón de Reyes; y Ana, claro está, se pondría nerviosa como una niña, tan ansiosa de que le tocara la sorpresa que haría trampas y hundiría prospectivamente el dedo en todo el bollo. Como antes.

Y todo era verdaderamente como antes: el portal con plantas de plástico, los buzones metálicos, incluso la frase que alguien había grabado a punta de navaja en las paredes del ascensor: «Paquita es mía». Sólo que ahora Pedro no tenía llave de su casa. Llamó al timbre. Ana abrió. Vestida con un jersey y unos pantalones que Pedro no conocía, y frunciendo la boca en una expresión de pasmo que conocía sobradamente. «Hola», dijo él. Y sonrió. Ella no. «¿No me invitas a entrar? Pasaba por aquí. Felices Reyes.» Se encaminó decididamente hacia la sala, y Ana le siguió. Los muebles se veían distintos. ¡Ana había cambiado los muebles de su casa! El sofá estaba ahora arrimado a la pared de enfrente, y había una mesa nueva. Y no veía su butaca. ¡Su butaca preferida no estaba! Pedro apretó las mandíbulas.