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Bueno, ¿y qué? Era lógico. ¿A él qué le importaba que Ana cambiase la decoración como le viniera en gana? Sonreír. Eso era lo que tenía que hacer. Sonreír e invitar a comer a su ex mujer.

«¿Qué has hecho con mi butaca?», rugió Pedro. «¿Y a ti qué te importa? No es tu butaca. Es mía», ladró ella. «Tuya, claro. Como la casa entera. Te quedaste con todo.» «La casa es alquilada. Y no me quedé con todo. Creía que las cosas habían quedado lo suficientemente claras cuando hablamos con el abogado.» ¡Las cosas claras! ¿Qué cosas? ¿Que Ana vestía ropas extrañas, que era capaz de vivir sin él, que en su casa, su propia casa, apenas si flotaba su recuerdo? Apretó los puños y se dirigió al armarito de la esquina. Por lo menos el whisky seguía ahí. Agarró la botella y se encaminó hacia la cocina, con Ana pegada a sus talones. «¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres? ¿A qué has venido?», insistía ella, con esa manía suya habitual de repetir las cosas veinte veces. Pedro sacó un vaso del armario y se sirvió un generoso whisky, sin hielo y sin agua, que apuró de un trago. He venido para hacerte feliz, pensó. Y se llenó de nuevo el vaso. Ana se había recostado contra la lavadora y había encendido nerviosamente un cigarrillo. ¡Ana estaba fumando! No era posible: ¡Ana fumaba! Ahí estaba, chupando su pitillo con desfachatada naturalidad. Y el humo tejía finos anillos grises en torno a ella, del mismo modo que los cinturones de asteroides se ciñen en torno a un planeta desconocido e inalcanzable.

«¡He venido a llevarme el frigorífico!», gruñó Pedro abalanzándose hacia el electrodoméstico. «¡No! ¡El frigorífico no! ¡Es mío!», gritó ella, abrazándome desesperadamente a la nevera. «¡Lo compré yo con mí dinero!», aullaba él, mientras luchaba contra el mueble y su ex mujer. «¿Qué dinero? ¿Y todos esos años en los que fui tú criada, quién me los paga?», bramaba ella dándole manotazos y aferrándose como si tuviera ventosas a la superficie lacada del aparato. Forcejearon durante un rato, con el frigorífico chirriando y dando tumbos, hasta que la puerta se abrió y cayeron al suelo, haciéndose añicos, un par de botellas. Se detuvieron ambos, jadeantes. «Ana. Por favor. Dame el frigorífico. Por favor. La nevera del apartamento es una mierda, no funciona. Nada funciona. Por favor», susurró él, casi llorando. Ana lo miró. Y luego, dando un suspiro, desenchufó el electrodoméstico y comenzó a vaciarlo rápidamente: «Llévatelo. Y no vuelvas». A Pedro le tomó más de un cuarto de hora arrastrar el armatoste hasta el descansillo, mientras Ana le contemplaba impasible, cruzada de brazos, fumando cigarro tras cigarro. Meter la nevera en el ascensor fue otra proeza, y Pedro quedó atrapado como una polilla entre el mueble y el espejo. «Adiós», dijo entonces Ana, cerrando la puerta y pulsando desde fuera el botón de bajada como quien acciona la palanca de la silla eléctrica. La caja retembló y descendió los cinco pisos con desesperante lentitud, hasta detenerse al fin en el bajo. ¿Qué otra cosa podía hacer él? Salió, oteó el horizonte, cerró cuidadosamente la puerta del ascensor y huyó, abandonando la nevera a su destino.

Su cabeza estaba llena de un gas burbujeante. Pedro conocía esa sensación. Así empezaba el ciclo. Cuando salió de casa de Ana entró en un bar y se tomó otro whisky. Luego se encerró en una cabina telefónica y comenzó a marcar todos los números que contenía su agenda. En orden descendiente. De los más apetecibles a los menos. Estaba más o menos hacia la mitad de la escala cuando consiguió que Paco y Pilar le invitaran a comer. Bueno, no exactamente a comer, porque ya eran las cuatro de la tarde. «Pero pásate por casa y te daremos algo.» Y aquí estaba ahora, tomando queso con pan mientras sus amigos bebían café. Y con la cabeza llena de un gas burbujeante. Así empezaba el ciclo. Luego, unas cuantas copas más allá, el gas se convertiría en vapor; y su cráneo en una olla a presión a punto de estallar. Más tarde, las neuronas se le harían agua. Después barro. Y, por último, la sesera se le solidificaría convertida en un granítico adoquín. Conocía bien el proceso. En fin, ahora que estaba en la mejor parte convenía aprovecharse. Así que le pidió un whisky a Pilar.

Paco, mientras tanto, fumaba en pipa y hablaba como una cotorra alegre de amigos comunes. «¿Sabes lo último de Gabriela? ¿No lo sabes? Pues es la monda. ¿Sabes el novio ese que tenía? ¿No lo sabes? Sí, hombre, ese abogado que ella decía que era el hombre de su vida… a las dos semanas de haberle conocido. Pues bueno, ya le ha dejado. Ahora sale con otro. Le conoció en un viaje a Barcelona, hace nada, hace unos días. Y ya está diciendo que éste sí que es el hombre de su vida, y que van a quererse para siempre. A ver cuánto le dura. Es que la gente va como loca, no lo entiendo», y, diciendo esto, Paco contemplaba a Pilar con una orgullosa sonrisa de antiguo dueño.

No es la gente la que va como loca, es la vida, pensaba Pedro. La vida era una locura inexplicable. A medida que se iba adentrando en las brumosas rutas del alcohol, Pedro creía advertir cierto chisporroteo en su memoria. Como si sólo se pudiera acceder a los recuerdos de los momentos etílicos agarrándose uno, una vez más, una considerable melopea. A medida que se iba emborrachando, la fiesta de la víspera parecía empezar a reconstruirse en su cabeza. No quería. No quería acordarse porque presentía que había algo amenazador en todo ello. Pero no podía evitarlo. Ahí estaban los recuerdos, emergiendo sobre el mar del olvido como la punta de un frío y acerado iceberg. Y ahí estaba Lola, su compañera de trabajo, su subordinada, con la que había estado saliendo en los últimos dos o tres meses. El día anterior había sido su cumpleaños. Y por eso hizo la fiesta. Estaban todos, todos los colegas de la oficina. Menos los jefes. Él, Pedro, era el único directivo que había acudido. Porque, claro, estaba ligando con la chica. Bien mirado, Lola había sido muy valiente. Quizá demasiado. En la fiesta había dejado entender abiertamente que ellos dos estaban enrollados. Bueno, en realidad no había nada que ocultar, porque ambos se encontraban sin pareja. Pero, aun así, ¿no estaba corriendo demasiado? Claro que él le había dicho que la quería. Que la quería sólo para él y para siempre.

Entonces, ayer, ahora lo recordaba, pidió a Lola, no sabía por qué, que le enseñara fotos de su infancia. Riendo, y en mitad de la fiesta, se retiraron los dos a un cuartito pequeño. Allí Lola sacó el cajón de las fotos. Y, junto a las instantáneas infantiles, estaban todas las demás, todas las fotos de su historia, Lola con sus tres novios anteriores, con los tres hombres con los que había vivido. «Éstas no las veas», dijo ella. Pero él gruñó, fascinado y aun divertido: «Dame, dame. Quiero verlas todas. No admitiré ni una censura». Y ahí fueron pasando. Rectángulos de brillantes colores o desvaídas polaroids. Lola besándose con el primero ante la torre Eiffel. Lola y el segundo cogidos de la mano, sonrientes, saliendo a la carrera de un soleado y espumoso mar.

Lola y el tercero ante el pino de Navidad en Navidad. Lola en el campo, en la cocina de su casa, en una reunión familiar, en una fiesta de cumpleaños con un cucuruchito en la cabeza, siempre con sus hombres al lado, imágenes congeladas de la felicidad, cegadores cromos de la dicha. Y las fotos iban cayendo como caen sobre una piel lacerada los latigazos del verdugo, abriendo un poco más la llaga cada vez. No, Pedro no tenía celos de esos tres hombres: tenía celos de la vida. Añoraba la inocencia de Lola y su propia inocencia. Deseaba haber sido él quien la llevara de la mano en esa playa; él quien le colocara el cucurucho en la cabeza. Un Pedro intacto que no hubiera despilfarrado aún su credulidad, un Pedro ignorante de las pérdidas. Si Lola ya había vivido todos los espejismos de la dicha, ¿qué podía ofrecerle a él a estas alturas? ¿Una emoción de segunda mano, envejecida y cautelosa? ¿Para pasar luego él, Pedro, a formar parte de la colección de fotos del fracaso? ¿De los que alguna vez quisieron ser y no pudieron?