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Frente a él, al otro lado de la mesa y de la existencia, Paco seguía mordiendo su pipa y charloteando. Con todo, Pedro sospechaba que no era eso lo peor. Lo de las fotos. Había algo más enterrado en el pozo salvador del olvido, algo que pugnaba por salir y que era oscuro. Algo que había sucedido en esa fiesta de lo que él no quería ni acordarse. Sacudió la cabeza, deseoso de cerrar la puerta de la memoria. Pilar se inclinó afectuosamente sobre éclass="underline" «¿Te pasa algo? A mí me parece que estás bastante chispa. ¿Quieres que te prepare un café?». Pilar tenía el pelo castaño y los ojos azules. Y una cara suave, sensible, acogedora. Pedro la sujetó por la cintura y la atrajo hacia sí: «Pilar, tú eres la mujer que me conviene». «Sí, claro. Porque soy la que ahora está más cerca», dijo ella, intentando soltarse. Pero Pedro la estrechó con más firmeza: «Te lo digo en serio». Y era verdad. Súbitamente Pilar refulgía ante él con todos sus atributos femeninos. Era una mujer serena, aposentada. Una persona dulce y cariñosa, y al mismo tiempo inteligente. ¿Cómo no se había dado cuenta antes de lo mucho que le gustaba Pilar, de lo bien que le casaba? Ella sería la única mujer del mundo capaz de entenderle en todas sus arruguitas interiores. ¡Si incluso le gustaba el ajedrez, como a él! Ella podría materializar el sueño de la gemelidad, del otro idéntico. Era una mujer para vivir y para morir, para amar y para envejecer con ella, la compañera para siempre, por los siglos de los siglos. «Deja a este idiota y vente conmigo, Pilar, vente conmigo.»

Entonces a Paco y a Pilar les entró de repente una prisa tremenda por salir. Tenían que hacer unas compras de última hora para los Reyes del niño, le dijeron, aprovechando que la criatura estaba visitando a los abuelos. Así que Pedro tuvo que apurar el whisky a toda velocidad, y ponerse el abrigo a trompicones, y salir con ellos a la calle, gélida calle invernal, noche cerrada; y ellos se marcharon cogidos del brazo, dejándole allí tirado en mitad de la acera, con la cabeza llena de vapor y maldiciendo a ese repugnante niño de siete años que aún no había aprendido que los Reyes son siempre los padres.

El acomodador le despertó más bien de malos modos: «Que se ha acabado la sesión». Pedro parpadeó, atontado, y se asombró de encontrarse en mitad de un cine vacío. Sí, ahora lo recordaba: se había metido aquí por pasar el rato. Y, entre cabezada y cabezada, aún había alcanzado a ver en la pantalla breves escenas inconexas de chicos y chicas felicísimos. Como las fotos de Lola, aquella noche. Se levantó torpemente y salió de la sala. La cabeza le pesaba como un plomo, pero el nivel de alcohol de su sangre parecía haber descendido notablemente. Entró en un bar que había junto al cine y se tomó un cubalibre y dos pinchos de tortilla. Era un local miserable y siniestro, con luces de neón y un camarero sucio y mal encarado tras la barra. Pedro era el único parroquiano, y el camarero simulaba limpiar el mostrador con una bayeta cochambrosa, moviendo de un lado para otro unos roscones de Reyes de aspecto pétreo. Pedro miró el reloj. Las 12.15. Era el momento de animarse. Se daría una vuelta por el Jamaica, que era el lugar de copas que más frecuentaba. El dueño era un conocido, y allí siempre aparecía algún amigo. Salió del bar. Las calles estaban llenas de gente con paquetes. Sintió náuseas. Seguro que las repugnantes tortillas que acababa de tomar se encontraban en malas condiciones.

El Jamaica estaba animadísimo, con actuaciones en vivo y fiesta especial de noche de Reyes. Navegó hasta la barra entre el gentío, siendo saludado en el trayecto por unos cuantos hombres a los que no creía conocer. Un par de copas más tarde ya conocía a todo el mundo. Conversó largamente sobre coches con un tipo medianamente borracho, y sobre las reformas económicas de Gorbachov con otro tipo borracho por completo. Una mujer muy gorda con un vestido de florecitas a la última moda del 68 le colocó un cucurucho de papel dorado en la cabeza. Un poliomielítico que decía ser amigo íntimo suyo le convidó a una raya de coca en los retretes.

Sus neuronas navegaban ya medio licuefatas por los anchos espacios siderales cuando cayó sentado en un sofá junto a una chica rubia y pálida. La chica sonrió y pestañeó con entusiasmo. «Una fiesta estupenda», dijo ella. «Estupenda», corroboró pastosamente él. Se encontraban en un rincón especialmente oscuro del local, pero Pedro pudo advertir, aun a pesar de la penumbra, que la mujer no era rubia natural, sino teñida; que sus pestañas tenían una longitud demasiado tiesa y sospechosa, y que su propio rostro se encontraba sepultado bajo una gruesa capa de maquillaje a medio derretir. Llevaba un bolero de lentejuelas de plástico y tenía los dientes manchados de carmín. «¿Y tú qué haces?», preguntó la mujer. «Despreciarme», contestó Pedro amablemente. «Noooo», rió ella, «digo que a qué te dedicas». «Soy economista.» «Ahhhh, qué interesante», exclamó la chica, con aspecto de encontrarse verdaderamente interesada. «¿Estás solo?», añadió después, mirándole escrutadoramente por debajo del rígido toldo de sus pestañas. ¿Lo estaba?, se cuestionó Pedro mentalmente. Era una pregunta demasiado difícil de responder. Contempló la atestada pista de baile, en la que se agitaba espasmódicamente una muchedumbre heterogénea, con sombreritos de papel charol en la coronilla y expresiones de tonta satisfacción en el semblante. De cuando en cuando, una batería de luces estroboscópicas recortaba sus figuras en el tiempo, una colección de imágenes congeladas, cromos de envidiable felicidad, imposibles fotos de la dicha.

Pedro se volvió hacia la mujer. En realidad, pensó, debe de ser bastante joven. Si se lavara el pringue de la cara; si se quitara las pestañas postizas y se restañara el carmín violento de los labios. Si se dejase crecer el pelo de su color, que debía de ser castaño tierno, la chica podía estar bien, incluso muy bien. Tenía algo en los ojos, y en el tímido nerviosismo de sus rasgos, que la hacía frágil, deseable. En el fondo, se dijo Pedro, es una prisionera de sí misma. Como yo. Dentro de ella, por debajo de la mujer pintarrajeada, se encuentra su yo más dulce y delicado. Del mismo modo que él, Pedro, guardaba en su interior lo mejor de sí mismo, un Pedro más noble, más sensible, digno de no dudar de ser amado. Sólo que nadie había sabido mirarle tan profundo. Esta muchacha, sin embargo, esta chica de las pestañas de cemento, quizá fuera capaz de verle como nadie. Desterrada de sí misma ella también, podía ser la única mujer del mundo que le entendiera en todas sus arruguitas interiores. Suspiró, emocionado, observando con inmensa ternura los dientes manchados de rojo de la chica. Sí, seguro que sí: ella podría materializar el sueño de la gemelidad, del otro idéntico. Era una mujer para vivir y para morir, para amar y para envejecer con ella, la compañera para siempre, por los siglos de los siglos. Así que la cogió vehementemente de las manos y le dijo: «Tienes que ser mía, mía para toda la vida. Nada podrá hacernos daño si estamos juntos». Y la chica primero rió, luego tosió y después gruñó, porque Pedro le estaba retorciendo las muñecas, y empezó a agitarse, molesta, e incluso dio un gritito, y al final él la soltó, y la chica se puso en pie, dijo que iba un momento al servicio y desapareció para no volver a regresar.