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Así que al poco rato Pedro abandonó el sofá y se dirigió hacia la barra como el pájaro desplumado por la tormenta que acude por instinto a un bebedero. Pero por el camino se cruzó con un camarero que estaba sirviendo porciones de roscón. Se detuvo, encandilado por el antiguo olor a bollo recién hecho. Cogió un pedazo: estaba tibio aún y tenía un aspecto formidable, coronado de almendras y de crujientes láminas de azúcar. Se contempló en el dulce como quien se mira en el espejo mágico de un cuento: el aromático roscón reflejaba su imagen infantil, un Pedro perdido en el pasado. Iba a dar un bocado a la esponjosa masa cuando alguien dejó caer una mano sobre su espalda: «Hombre, Pedro, por lo que se ve te has curado milagrosamente de tu cólico». Era Camacho, su jefe inmediato. Precisamente él, de entre los cinco mil millones de seres de este mundo. Sonreía, pero su voz era un bloque de hielo. «Sí, gracias, parece que estoy algo mejor», contestó Pedro dignamente, intentando modular la frase sin farfulleos. «¿Algo mejor, dices? Qué curioso.

Yo, sin embargo, te veo cada vez peor. Te vas devaluando, chico. A estas alturas apenas si vales dos pesetas. ¿Qué opinas tú, Teresa?» Fue en ese momento cuando Pedro advirtió su presencia. El prototipo de la hembra estupenda: joven, elástica, trigueña natural, carnal y lánguida. Era Teresa, la secretaria de Camacho y también su amante secreta. Secreta tan sólo en el sentido de que Camacho estaba casado; porque, por lo demás, era público y notorio que andaban juntos. Desde que Teresa entró en la firma, un par de años atrás, ya se sabía que Camacho la había contratado sólo porque era su querida. «Yo lo veo más bien poquita cosa», comentó la muchacha con sonrisilla vengativa. «No te lo tomarás a mal, ¿verdad?», añadió Camacho palmeando su espalda jovialmente: «Es sólo una broma… Como tu cólico.

Por cierto, creo que me voy a comer tu roscón. A ti no te conviene nada, ¿sabes? Tengo entendido que es malísimo para los riñones». Y, arrebatándole el bollo de las manos, Camacho dio media vuelta y desapareció con Teresa entre el gentío.

Entonces Pedro recordó. Su memoria se abrió y vomitó todos los monstruos abisales: las escenas prohibidas de la noche anterior. Cuando terminó de ver las fotos de Lola, Pedro había bebido un poco, y luego otro poco, y después muchísimo más, y al final volaba materialmente por encima del suelo subido a unas piernas deshuesadas. Fue entonces cuando se fijó en Teresa, fulgurante en su traje rojo, en sus unas rojas, en sus labios rojos, un ensangrentado aullido de mujer resonando en medio de la fiesta. Él la miró, apreció toda su carnalidad, su fuerza de hembra; y comprendió que Teresa era una mujer para vivir y para morir, para amar y para envejecer con ella, la compañera para siempre. Así que comenzó declarándole su amor y terminó abalanzándose sobre ella, babeándola, estrujándola, rasgándole el escote.,del vestido antes de que los demás le separaran por la fuerza, antes de que Lola se pusiera a llorar con grandes hipos y Teresa le insultara vulgarmente. Camacho no estaba en la reunión, pero sin duda ya había sido informado del suceso.

Lo que más le escocía a Pedro es que Camacho ni siquiera hubiera pretendido pegarse con él. No le consideraba rival ni para eso.

A Pedro le había costado un buen rato de negociación y mil pesetas el que el barman del Jamaica le diera un paquete de azúcar. Era un paquete grande, probablemente de un kilo, y pesaba agradablemente entre sus manos. Comenzó a recorrer las calles adyacentes al Jamaica. El aire estaba limpio y helado, y era un alivio tras la pesada atmósfera del club. De cuando en cuando pasaba un coche bullicioso, noctámbulos que regresaban de una fiesta. Era una madrugada hermosa y escarchada, la noche más mágica del año. En estas horas frías llegaban los Reyes para aquellos que aún sabían verlos; pero hacía mucho tiempo que Pedro había dejado de mirar.

Cruzó de acera. Cojeaba porque le dolía bastante el talón izquierdo. ¿Y por qué le dolía? ¿Se trataba quizás de un simple efecto más de la borrachera monumental que padecía? ¿Se le habría concentrado el alcohol precisamente en ese pie? Se encogió de hombros, demasiado aturdido para proseguir con sus pesquisas fisiológicas. Y además había encontrado su objetivo: ahí estaba, aparcado en la esquina, el ostentoso coche de Camacho.

Con ayuda de una piedra y de las llaves de su casa, Pedro consiguió abrir en Pocos minutos el tapón del depósito de gasolina. Rasgó el papel del azúcar, brindó a la Luna y sonrió. «Por Teresa», dijo, y echó medio paquete en el depósito. Luego cerró la tapa con cuidado, borrando todas las huellas de su crimen. Y se alejó despacio, disfrutando.

Un centenar de metros más allá, un par de barrenderos regaban la calle. Pedro se detuvo, contemplando cómo el agua a presión se llevaba los restos de la noche. Uno de los barrenderos era una chica. Muy joven, apenas si aparentaba los dieciocho años. Era una chica robusta y de rostro lozano y agradable, y ofrecía un gracioso aspecto embutida en sus rudas ropas de color butano. Pedro la observó, deleitándose con la brusquedad adolescente de sus movimientos, con su enternecedora seriedad de trabajadora responsable. ¿Y si fuera ella? ¿Y si esta muchacha fuera su regalo de Reyes de la noche? Una chica tan joven que él podría enseñarla, educarla, construirla conforme a sus deseos. Una persona simple y afectuosa. Pedro sintió esponjarse en su interior la tibieza de un brote de cariño. Él la haría feliz, la mimaría; porque era una mujer para vivir y para morir, para amar y para envejecer plácidamente junto a ella. Deseó acariciar su pelo; deseó quitarle los enormes guantes y besar, una a una, las puntas de sus diez deditos. Deseó hacerle un regalo inmenso, portentoso. Pero no tenía nada que ofrecerle. Nada más que la media bolsa de azúcar que aún llevaba en la mano. Y, sin embargo, ¿por qué no?, quizá entre los blancos y rechinantes granos se escondiera un diamante, un diamante dulce como el azúcar, un diamante para siempre, cuya presencia en el paquete fuera un milagro de Reyes, la sorpresa del roscón que tanto anhelaba siempre Ana. Pedro se acercó a la muchacha y extendió, tembloroso, la bolsa de azúcar ante sí: «Ten. Es para ti. Es mi regalo». Y la chica, frunciendo los labios en una mueca deliciosa, contestó suavemente: «Anda, tío. Vete a dormir la mona y no fastidies».

La otra

En cuanto la conoció, mi abuela dictaminó: «Es un mal bicho». A mí tampoco me había gustado nada: me apretujó entre sus brazos, me manchó la mejilla con un maquillaje pegajoso y dulzón y me regaló una muñeca gorda y cursi, cuando lo que yo quería por entonces era un disfraz de indio. Se agachó hasta mi altura y dijo: «Esta niñita tan bonita y yo nos vamos a llevar muy bien, ¿verdad?», y me enseñó unos dientes manchados de carmín. Los demás creyeron que me sonreía, pero yo sé que lo que hacía era mostrarme los colmillos, como hace mi perro Fidel cuando se topa con un enemigo. Además me irritó que mintiera. Porque yo no era bonita, ni lo soy. Y ella, siempre tan coqueta y detallista, lo sabía. Creo que me despreció desde el primer instante.

Ella, en cambio, pasaba por hermosa. En el pueblo lo comentaban: «Es muy estirada y muy señoritinga, pero qué alta, qué guapa, qué elegante». Y mi abuela decía: «Ya puede ser elegante, porque se está gastando en trapos todas las perras de tu padre». Aunque seguramente dijo «tu pobre padre». Desde que apareció la otra en la casa de la playa, durante aquellas horribles vacaciones, mi padre fue siempre para mi abuela «tu pobre padre». Y cuando hablaba de él sacudía la cabeza y suspiraba: «Los hombres, ya ves, no saben vivir solos, y así pasa, que luego llegan las lagartas y les lían. Ay, si tu madre viviese…», decía, y se ponía a llorar. Pero no por mi madre, que llevaba muerta muchos años, ni por mi «pobre padre», sino por ella misma. Porque mi abuela estaba segura de que la iban a meter en un asilo.

Una tarde que habíamos entrado las dos en el supermercado oímos una conversación aterradora. Mi abuela y yo estábamos escarbando dentro del arcón congelador en busca de los helados de frambuesa, y las mujeres no nos vieron. «El otro día me encontré en la farmacia a la nueva de la casa del mirador… Muy guapetona, pero con unos humos…», decía una. «Pues al parecer la cosa está hecha, le ha cazado, se casan», contestaba la otra. «Entonces poco tardará en salir la vieja de la casa. No creo que ésa apechugue con la antigua suegra», añadió la primera con una risita. «Ya verás, seguro que se carga a la abuela… y a lo mejor hasta a la niña.» En ese momento la abuela y yo sacamos la cabeza del congelador, porque estábamos ya moraditas de frío. Y las vecinas se dieron un codazo y se callaron.