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Al principio, en la semana que papá estuvo con nosotras, la cosa no fue tan terrible. Ella lo pedía todo por favor y reía hasta cuando no venía a cuento. También papá estaba más cariñoso que de costumbre: me compraba regaliz y me sentaba otra vez en su regazo, aunque unos meses atrás había empezado a refunfuñar que yo ya estaba demasiado grande para eso. Pero no me engañaba con sus zalamerías: una tarde le pillé en el jardín. Besándola. Estaban en el banco del almendro, y mi padre la tenía sentada en sus rodillas. Y eso que ella sí que era grande. Entonces mi padre me descubrió y dio un respingo. Pero luego se controló y, sonriéndome, hizo señas para que me acercara. Eso fue lo peor: que quisiera hacer pasar el horror como algo natural. Salí corriendo y me encerré en el cuarto de la abuela. Mi padre golpeó la puerta, rogó, gritó y amenazó. Pero no salí. A la mañana siguiente papá se tuvo que ir a la ciudad, por asuntos de negocios, durante tres semanas.

Entonces estalló la guerra. Viéndose sola, ella tomó el poder despóticamente. Nos mandaba, nos gustaba. Nos odiaba. Nos negábamos a dirigirle la palabra, y ella nos castigaba sin cenar con la complicidad de Tere, la criada, a quien había comprado con la promesa de un aumento de sueldo. Hablaba por teléfono con papá, pero a mí nunca me avisaba de sus llamadas. Y un día nos llegó a acusar de haberle metido cucarachas en las playeras, lo cual era cierto, desde luego, pero ¿cómo podía tener ella la mala fe de acusarnos sin pruebas? Porque de todos es sabido que las cucarachas caminan de acá para allá y se meten ellas solas en los zapatos.

Un día, al anochecer, volvió mi padre. Se le veía tenso y ceñudo: nunca me había parecido tan alto y tan sombrío. Era tarde y pasamos al comedor inmediatamente. Ella hablaba y hablaba: lo hacía con suavidad, pero decía cosas horrorosas de nosotras. Papá fumaba y miraba torcidamente su copa de vino; yo quise intervenir, pero un rugido suyo me mandó callar y me heló el aliento. Mi abuela temblaba dentro de su bata de florecitas: nunca me había parecido tan pequeña. Al fin ella cerró la boca, radiante y satisfecha, y papá dijo: «Se acabó». No nos quería papá, estaba claro. Quería más a esa intrusa, que sólo llevaba un mes en casa. Al otro lado de la mesa, ella reía y enseñaba sus dientes manchados de rojo, como los colmillos de un vampiro. «Se va a cargar a la abuela», habían dicho las vecinas, «y también a la niña». Mi padre confiaba más en una usurpadora que en su propia hija. «Se va a cargar a la abuela y a la niña», comentaban. Tere la traidora trajo una sopera con gazpacho. Miré a mi abuela y mentalmente le grité: no lo tomes. Mi padre quería vivir con ella y no conmigo. Con la enemiga de los colmillos rojos. ¿Y si el gazpacho estuviera envenenado? ¿Y si la otra hubiera decidido acabar de una vez con nosotras? Esperé, con el corazón zumbando en los oídos, hasta que ella se sirvió un buen tazón y comenzó a tomarlo. Entonces yo también comí. Y las cucharadas me supieron a lágrimas.

Dos días después ella desapareció sin dejar rastro. La buscaron por los acantilados y por las cunetas, en la estación de tren y en los hospitales. Y escrutaron el mar durante semanas, esperando que la resaca de Volviera su cuerpo. Nunca lo hizo. Papá, contrito y deshecho, contemplaba las olas y musitaba: «Qué mala suerte tengo». Han pasado diez años de aquello y no ha vuelto a casarse. Mi abuela murió el otoño pasado y ahora vivo sola con mi padre (mi Pobre, pobre padre), que me necesita más que nunca.

En cuanto a ella, no sé lo que pasó. Aquella noche, después de la cena, mi abuela, que era montañesa, preparó un conjuro. Recortó una foto de ella y la metió en un tarro vacío de compota, junto con un par de dientes de ajo y una mosca muerta atada con bramante; y luego selló el frasco y le dio la vuelta, para que quedara boca abajo. Dos días después ella se esfumó. Recuperé el tarro hace unos meses, cuando el fallecimiento de mi abuela: lo encontré al fondo de un cajón, aún invertido. Aquí lo tengo, y todavía puede verse la fotito de ella a través del cristal, su cara helada y sonriente, sus esbeltas piernas, mucho más bonitas que las mías. Yo no creo en conjuros, pero aún mantengo el frasco boca abajo y bien cerrado. Y a veces, cuando me veo fea y grandota en un espejo, me alivia recordar que guardo toda esa hermosura prisionera.

El reencuentro

Iba mirando el periódico que acababa de comprar y por eso no advirtió su presencia hasta que casi chocó contra ella.

– Perdone -dijo él, aún distraído y manoteando torpemente el diario.

– Vaya, pero si eres tú -dijo ella. Tomás alzó la vista. Rosario estaba frente a él, con gesto sorprendido, sonriente. Tenía exactamente el mismo aspecto de siempre: Tomás incluso creyó reconocer la chaqueta de mezclilla que llevaba. Qué bárbaro, cinco años sin verse y vestía la misma chaqueta que antes. Con lo mucho que se cambiaba de ropa por entonces y la cantidad de dinero que se gastaba en trapos.

– Pues sí, soy yo.

Se quedaron unos instantes sin saber qué decirse.

– Estás igual -dijo él.

– Tú también -dijo ella. Tomás se pasó disimuladamente una mano por el pelo, mucho más ralo que antes, y metió tripa.

– Acabo de llegar -explicaba Rosario-. Hace un par de días. Y ya no me voy más. Se acabó la aventura americana.

Era verdad, sí. Ahora Tomás recordaba vagamente que Rosario le había escrito que pensaba regresar a Madrid. Pero eso había sido muchos meses atrás.

– Te debo carta, por cierto -recordó de pronto Tomás, sintiéndose culpable.

– No te preocupes: ahora ya me podrás decir las cosas cara a cara. O por teléfono.

Rieron los dos, Rosario enseñando sus dientecitos pequeños y parejos, como de niña. Una mujer tan estupenda, Rosario. Pero ¿qué cosas? ¿Qué cosas podría decirle? ¿De qué podría hablarle? Ni por carta, ni por teléfono, ni cara a cara: no se le ocurría nada que contarle a esa mujer estupenda con la que había vivido cuatro años.

– ¿Qué tal te va la vida? -preguntó ella. -Bien. Bueno… Sí, bien. ¿Y a ti? -titubeó él. -Muy bien. Ya ves. En pleno cambio. Y, sin embargo, los primeros seis meses de su relación habían sido un incendio. No en el terreno de la complicidad verbaclass="underline" ahí nunca brillaron. Los dos eran demasiado introvertidos, demasiado pasivos, demasiado callados. Debió de ser por eso por lo que fracasó la relación, años después. Pero al principio, en los primeros tiempos: al principio la piel echaba chispas, el silencio del otro era un enigma que avivaba el deseo y por las venas corría lava en vez de sangre. Tomás nunca había mantenido una relación sexual tan descomunal y tan febril como con Rosario. Cuando se encerraban el uno con el otro estallaban cohetes, se calcinaban las estrellas, el mundo era un perpetuo redoble de tambor. Se bastaban. No necesitaban nada más. Era la apoteosis de los cuerpos.

– ¿Sigues teniendo el mismo piso que antes? -Sí. Y tú, ¿dónde vas a vivir? -Oh, ahora, de momento, estoy en casa de mi hermana, pero me estoy buscando un apartamento. Quiero comprar algo.

Era la misma, exactamente la misma mujer que le volvió loco tiempo atrás, pero algo se había roto definitivamente. Al sutil mecanismo de la pasión le faltaba una pieza. Era como un reloj estropeado: si no marca la hora, se convierte en materia desordenada y absurda, en tuercas, cristales, ruedecillas inútiles. El reloj pierde su sustancia y ni siquiera es. Del mismo modo, los dientecitos de Rosario, antes irresistibles, un sortilegio de dulces mordeduras, eran hoy unos dientes vulgares, ajenos, inanimados. Años atrás no hubiera podido estar tan cerca de ella sin temblar y hoy estaba deseando marcharse.