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– ¿A qué se dedica usted? -inquirió el hombre. Unos matojos de pelos negros sobresalían de sus narizotas.

– Soy periodista. -¡Qué interesante! -dijo el tipo. Y parecía de verdad impresionado.

Porque no sabe, se dijo M. Porque no sabe. Lo que peor llevaba era tener que entrar en los hoteles de lujo a preguntar las tonterías que preguntaba. Y cruzar los larguísimos vestíbulos soportando la mirada suspicaz y desdeñosa del conserje. Porque con él nunca se equivocaban los conserjes de los grandes hoteles: siempre sabían, desde la primera ojeada, que él no podía ser un cliente.

– Entonces quizá le interese saber quién soy yo -dijo el hombrecillo en tono modesto-. Yo, verá usted, soy el monstruo del lago Ness.

Me resopló, súbitamente dolido. Pero, entonces, ¿el tipo se estaba mofando de él? ¿Le había reconocido, de la misma manera que le reconocían los conserjes de los hoteles de lujo, como un objetivo fácil para la burla? Pero no, el hombrecillo parecía estar hablando en seno.

– Claro, ya comprendo que a usted le costará creerme -tartamudeó-. Pero es que, ¿cómo explicarle?, yo soy la apariencia humana del monstruo.

Un loquito, eso era. A M. no le asustaban los locos. Al contrario, con ellos se sentía incluso más a gusto. Con ellos no se veía en la obligación de justificarse por lo mal que le había ido en la vida. A los locos no les importaba que tuviera el hígado hecho papilla o que, a los cincuenta y cuatro años, viviera solo como un perro en una sórdida pensión madrileña. Ni que esta miserable chapuza de las guías se la hubieran dado casi por compasión.

– Y, entonces, ¿el verdadero monstruo dónde está? -preguntó por decir algo,

– Ahí abajo -contestó el tipo señalando con solemnidad el turbio lago que asomaba a través de la ventana-. Ahí, arropado por toneladas de agua fría. Está durmiendo.

– ¿Y cómo sabe usted que duerme? -dijo M. sonriendo.

– Lo sé porque yo soy su sueño -contestó con sencillez el hombre-. El monstruo sueña con ser humano. Entonces duerme, y de su reposo salen criaturas como yo. Verá, es un monstruo muy viejo, el último de su especie, Se sabe diferente, y se siente solo. Por eso, cuando sueña con hombres, crea siempre personajes así: solitarios, distintos, quizá un poco monstruosos.

Calló el hombre unos instantes y se enjugó los ojos.

– Se sufre, ¿sabe usted?, porque mi monstruo es un monstruo sufriente -prosiguió-. Pero cuando al fin descubrí que yo sólo era un sueño fue un alivio. Porque en esta vida puedo parecer ridículo, insignificante o incluso loco, pero en realidad soy un monstruo magnífico, inmensamente poderoso, viejo y sabio. Me entiende, ¿verdad? Sé que me comprende: si me he acercado a usted es porque me parece haberle visto alguna vez por ahí abajo.

Entonces M. miró a través de la ventana al lago mercurial, amenazadoramente oscuro en el crepúsculo. Miró queriendo recordar, pero no pudo. Sobre el lago Ness empezó a caer, muy lentamente, la primera nevada del invierno.

Carne quemada

La encontraba bien, incluso muy bien. Mejor que cuando estaban juntos. Se había puesto lentillas. ¿Por qué demonios no usó lentillas antes, mientras vivieron juntos? Entonces llevaba unas gafas redondas, gafitas de progre, que le sentaban bastante mal. Ahora Luisa le estaba contemplando minuciosa y desapasionadamente con sus bonitos ojos, esos ojos que tan bien se le veían gracias a las lentes de contacto.

– Estás igual -dijo al fin la mujer, dando por terminado el escrutinio. Y su tono, frío y un poco desdeñoso, daba a entender otro mensaje: no estás igual, pero te has ido deteriorando en la manera en que yo había previsto.

Andrés suspiró. -Tú, por el contrario, has cambiado. Estás muy guapa.

– O sea, que antes, cuando estábamos juntos, me encontrabas horrible -respondió Luisa con una crueldad innecesaria. Porque ella sabía bien que no fue así.

– Mujer, como eres… -se quejó él, sintiéndose torpe y demasiado pánfilo. Nunca había sabido mantenerse a la altura de las bromas ácidas de Luisa.

La cafetería empezaba a llenarse con los empleados de las oficinas cercanas, vociferantes grupos en busca del plato combinado del almuerzo. Tras la barra, los cuatro camareros se afanaban con gesto tenso y preocupado: parecían soldados dispuestos a defender su precaria posición ante el inminente asalto de una horda de enemigos hambrientos. Con el barullo, los camareros debían de haber olvidado un filete que habían puesto en la parrilla: la carne humeaba malamente y había empezado a arder por un costado.

– ¿Cómo dices? -preguntó Andrés, elevando la VOZ por encima del ruido.

– Que puedes seguir quedándote con el apartamento. No hace falta que cambiemos el contrato a tu nombre, porque te subirían la renta. Y también te puedes quedar con la nevera, y con la tele, y con el vídeo. Yo no lo necesito.

Claro que no lo necesitaba. Para eso tenía la casa, y la nevera, y la tele, y el vídeo, y la cama, y los brazos del otro. Y encima Luisa se creería que él le iba a dar las gracias. Le engañaba y le abandonaba como a un perro y encima pretendería que él le diera las gracias por cederle la mitad conyugal de un vídeo viejo.

– Gracias -dijo Andrés. -No hay de qué, es lo lógico -contestó ella, repentinamente animada y con expresión alegre.

Tan alegre que hacía daño mirarla. Andrés volvió el rostro. Al otro lado de la barra, el pedazo de carne ardía ya abiertamente con grandes y chisporroteantes llamaradas.

– Mira, no se han dado cuenta y se les está abrasando ese filete -dijo Andrés con una sonrisa. Le aliviaba haber encontrado una razón por la que sonreír.

Entonces vieron cómo se acercaba un camarero a la parrilla, cómo retiraba el llameante pedazo de carne a un lado, cómo extinguía el incendio con unos cuantos golpes hábilmente propinados con la paleta. Luego sirvió el carbón en un plato con lechuga y patatas fritas, salió del mostrador, atravesó el local en derechura hacia ellos y depositó el plato delante de Andrés. Era la hamburguesa que él había pedido.

– Pues sí que… -farfulló éste. Pero el camarero ya se había ido, reclamado por la avalancha de clientes. Andrés escudriñó el plato con atención: la hamburguesa, achicharrada y consumida, parecía un pedazo de antracita. Alzó el rostro: desde el otro lado de la mesa, Luisa le contemplaba con ojos de hielo. Andrés carraspeó, cogió el tenedor, cortó un pedacito de la bola negra. En el corazón de la hamburguesa se podía ver aún un pequeño residuo de carne rosa.

– Pues mira, no está mal -dijo Andrés, masticando vigorosamente la dura corteza churruscada.

– No me puedo creer que te vayas a comer esa porquería… -exclamó ella.

– De verdad que no está mal. Lo quemado le da un sabor así como… ¿Quieres probarlo?

Luisa sacudió la cabeza con expresión de asco. Y le miraba, olí, sí, cómo le miraba. Le contemplaba atentamente con ese gesto suyo de desdén y censura.

Andrés continuó engullendo la hamburguesa con el mismo talante suicida con que se tomaría un frasco de barbitúricos.

– Sigues igual… -dijo Luisa; y se entendía que quería decir: estás aún peor-. Sigues igual… ¿Por qué no has devuelto esa cosa? ¿Por qué te resignas y te la tomas? Así te va en la vida…

Y quería decir: así fracasaste, así me perdiste, así me metiste en la cama de otro. Pero no era verdad. Se metió ella sola. Antes, cuando vivían juntos, Luisa se arreglaba mucho menos. Y nunca pensó en ponerse lentillas. Se ve que no se sentía en la necesidad de conquistarle.

– ¿Y cómo me va en la vida? Estoy estupendamente -se irritó Andrés.