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Era cierto, no fallaba jamás. Me estremecí. Me acababa de dar cuenta de que hacía mucho que no me llamaba «cariño» y que no me trataba tan dulcemente. Hacía varios días que no nos amábamos. Cada vez empleaba más horas en sus entrenamientos: incluso se vestía desde por la mañana con el p’ao, decía que necesitaba acostumbrarse a las amplias mangas para que no le estorbasen en la tirada. El panel había ido saliendo de su rincón del cuarto y ahora estaba en mitad de la habitación. Me ponía nerviosa la visión omnipresente y protagonista de esa estúpida plancha de corcho y madera. O quizá me ponía nerviosa el progresivo ensimismamiento de Diego. En cualquier caso, yo salía cada día más. Me levantaba temprano y me iba del hotel, paseaba por el Retiro, tomaba limón granizado en los chiringuitos, me sentaba en los bancos de Recoletos a leer un libro, me metía en un cine. Incluso fui una vez al Museo del Prado. Y cuando regresaba al hotel, Diego seguía clavando puñales en el corcho. En la penumbra, porque la habitación estaba cada día más a oscuras. Empezó corriendo las cortinas, luego bajando las persianas más y más. «No soporto este sol, el verano en Madrid es inaguantable.» Ahora estaba casi siempre de mal humor. Le había cambiado el carácter. Lo cual no era extraño, porque bebía. Bebía cada vez más y desde más temprano. Comenzó con cervezas, luego se pasó al whisky. Esos días fueron mi última oportunidad, ahora lo veo: hubiera debido marcharme entonces, pero no me sentía capaz de abandonarle. No ya por no poder vivir sin él, sino por no poder vivir sin mi propia pasión. Sin la ilusión de que la existencia podía ser un lugar mejor, sin ese centelleo entre las tinieblas.

Una tarde regresé al hotel y me encontré con que Diego me estaba esperando. Me arrojó uno de los vestidos chinos. «Póntelo. Vamos a empezar los ensayos.» «Te dije que no pensaba hacerlo», contesté cruzándome de brazos. Fue un desafío que duró muy poco: de inmediato, sin un solo gesto, sin una palabra, Diego me dio dos bofetadas. Nunca me había pegado. «Póntelo.» No estaba en absoluto furioso: su fría determinación era lo que le hacía más terrible. Aturdida, me quité los vaqueros, la camisa. Tantas veces antes me había desnudado ante sus ojos, tantas veces había disfrutado de la dulce y turbia sensualidad de ofrecerme al amante. Pero ahora su mirada me quemaba la piel, me hacía daño. Me puse el traje; algo se revolvió en mi estómago: era un espasmo de odio. Me dirigí hacia el panel con resolución: en ese momento no me importaba hacer de blanco, no me importaba lo más mínimo. El odio crecía dentro de mi vientre, mezclado con la furia, el deseo de venganza, la necesidad de humillarle y vencerle. Apoyé la espalda contra el corcho, extendí los brazos y me agarró al marco de madera labrada. Diego comenzó a arrojar los cuchillos: los puñales silbaban en el aire estancado, en la penumbra tibia. Los dos primeros se clavaron a ambos lados de las caderas, los segundos junto a los hombros. Después las afiladas hojas se apretaron en el hueco de las axilas, en la cintura, en la línea de las piernas. Las dos últimas se hincaron junto al cuello; cerca, muy cerca, como besos de acero. No quedaban más cuchillos y yo seguía viva.

Diego se acercó y me apartó del corcho. De nuevo sin un gesto, de nuevo sin palabras, empezó a hacerme el amor con rudeza, incluso con violencia. Y a mí me gustaba. Le necesitaba de una manera feroz, absoluta, distinta. Había algo desesperado en la manera en que nos aferrábamos el uno al otro, en el modo de combatirnos por medio de la carne. Entonces es cierto que el odio se parece tanto al amor, pensé. Desde el suelo veía, en el panel, la silueta de mi cuerpo hecha con cuchillos, el perfil vacío de mi otro yo.

Nada más terminar me puse en pie: quería ducharme, hubiera deseado meterme en el mar, librarme de algo interior que me manchaba. Entonces fue cuando lo vi. Estaba todo extendido sobre la cama, ordenadamente dispuesto, como si fuera un bodegón. El gran sobre de papel marrón a un lado, luego los recortes de periódico haciendo un cuadrado, en el centro el folio mecanografiado. «¿Qué es esto?», pregunté. Diego se encogió de hombros: «Un sobre que me han dejado en recepción». Cogí los papeles. Los recortes estaban muy amarillos y eran todos del año 1921. Trágico accidente en el circo Price. La muerte visitó la pista. Horror en el circo… Miré el folio: era una hoja nueva, sin arrugar, escrita a no dudar recientemente. Decía así:

«El 17 de febrero de 1921, durante la función de noche del circo Price de Madrid, hoy desaparecido, Lin-Tsé, artista estrella de la velada y lanzador de cuchillos de gran fama, atravesó la garganta de su compañera en mitad de la actuación, causándole la muerte de manera instantánea. Era época de carnavales y el circo estaba lleno, de manera que dos mil personas pudieron contemplar, espantadas, el fallo irremediable, la sangre que inundó de inmediato la pista y el dolor de Lin-Tsé que, en su desesperación, se arrancaba los cabellos de su larga coleta y hubo de ser sacado de escena medio desvanecido. Y no era para menos, porque la víctima, la pobre Yen-Zhou, no sólo era su ayudante, sino también su esposa.

»Pero si alguno de esos dos mil horrorizados y conmovidos espectadores hubiera podido ver a Lin-Tsé pocos días después, sin duda se habría admirado ante la asombrosa recuperación del artista. Una vez secas las lágrimas de la primera noche, el hombre, inescrutable, no volvió a mostrar inclinación alguna a llorar a su muerta. En la compañía se rumoreaba desde hacía tiempo que Lin-Tsé mantenía una relación clandestina con Paquita, una de las muchachas del coro; la relación se hizo oficial apenas el artista quedó viudo, y cuatro o cinco meses más tarde se casaron. Paquita tenía quince años por entonces; Lin-Tsé, unos cuarenta, y Yen-Zhou, según los recortes de la época, había cumplido los sesenta y uno. La policía interrogó al artista vanas veces, pero nunca consiguió probarle nada. Todos en el circo estaban convencidos de que Tsé, un gran profesional que jamás fallaba en su rutina, había asesinado a su esposa en medio de la función de gala, bajo la mirada de todo el mundo, en un crimen espectacular ejecutado dentro de un espectáculo, el crimen más evidente y menos disimulado, el crimen perfecto.»

Los folios no tenían firma, el sobre carecía de remite. «¿Qué es esto?», pregunté de nuevo: mi voz sonaba chillona, extraña en mis oídos. «No sé. Supongo que me lo ha mandado el anticuario», respondió Diego. Volvió a encogerse de hombros y se sirvió una copa de una botella tripuda que yo antes no había visto. «¿Quieres? Es sake. Un aguardiente de arroz japonés. Muy rico. Creo que de ahora en adelante no voy a beber más que esto», dijo con un guiño. Y tenía razón. No ha vuelto a beber más que sake. Últimamente, sake envenenado.

A partir de ese momento las cosas no hicieron sino deteriorarse. Aunque, a decir verdad, lo sucedido, más que un deterioro, era y es un cumplimiento, la llegada inexorable de nuestros destinos, de un final extraño y sin embargo lógico para el que parecería que hemos nacido, de modo que nuestras existencias anteriores, todas las peripecias y avatares vividos, no habrían sido sino el tiempo de espera hasta llegar a esto. Y esto es el furor y la violencia, el odio que hoy nos une con más fuerza de lo que une la pasión amorosa más intensa. Nunca he dependido tanto de un hombre como dependo hoy de Diego. Por eso quiero matarle.