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Durante un tiempo seguimos ensayando: todos los días, empleando en ello muchas horas. Ya no salíamos de la habitación del hoteclass="underline" mi vida era un lugar angosto y el universo se acababa en el pasillo. Vestíamos las ropas chinas, dormíamos de madrugada, comíamos desganadamente las bandejas que nos subían, a deshora, camareras estúpidas a las que yo detestaba inmediatamente, porque creía ver en ellas a mis rivales, chicas jóvenes con las que Diego coqueteaba. Yo me había descuidado mucho: podían pasar vanos días sin que me lavara, llevaba las uñas rotas y sucias, el pelo grasiento. Me miraba de refilón en los espejos (no soportaba, ya no soporto más mi visión directa) y me veía vieja. He envejecido tanto en unas pocas semanas que casi parezco otra persona.

Un día Diego se quitó el p’ao, se vistió con sus antiguos vaqueros y una camisa y se fue del hotel sin decir palabra. Yo me quedé temblando. Temblaba tanto que me tuve que sentar en la cama, ya que las rodillas no me sostenían. Tenía miedo porque pensaba que Diego se había ido para siempre. Pero también tenía miedo porque pensaba que iba a regresar. Me asusté tanto de mi propio susto que me eché a la calle y acabé, no sé cómo, en un centro de mujeres del barrio. Fue entonces cuando me enviaron a la consulta del psiquiatra. Creo que aquél fue mi último intento de escapar.

Durante algunos días repetimos los dos la misma rutina: Diego se marchaba por las mañanas y yo poco después. Por la noche regresábamos a nuestro estrecho encierro. El día de mi tercera cita con el medico no acudí. En vez de ir a la consulta fui andando a la Biblioteca Nacional y convencí a uno de los empleados para que me buscara el significado de la palabra sipayibao. Tardó bastante, pero al cabo regresó con la respuesta: era un arbusto parecido al zumaque, de la familia de las terebintáceas, pero en una variedad que sólo se daba en China. Era, además, mucho más intoxicante que su pariente europeo. De hecho, la ralladura de sus raíces constituía un veneno poderoso; administrado en ínfimas cantidades, pero de forma continuada, alteraba al poco tiempo el proceso de coagulación de la sangre, de modo que la víctima fallecía a causa de derrames cerebrales o hemorragias que parecían naturales. Como se trataba de un veneno limpio, que no dejaba huella, había sido abundantemente usado, según decían las crónicas, en las épocas más turbulentas de la China de los mandarines, hasta el punto de que el último emperador de la dinastía Ming mandó arrancar, en 1640, todos los sipayibaos del país, y prohibió su plantación y tenencia bajo pena de muerte. Eso, ralladura del arbusto letal, era lo que yo tenía en una minúscula botellita que estaba en el baúl, revuelta con los demás pomos de los maquillajes.

Cuando Diego regresó aquella noche me comunicó que había firmado un contrato para que actuáramos en Carambola, un local a medias cabaré y a medias discoteca que está en la plaza del Ángel. Allí seguimos todavía; he de decir que tenemos mucho éxito y que hemos contribuido a que el lugar se haya puesto de moda. Todas las noches hay dos pases: a las doce y a las dos. Cerramos el espectáculo, que aparte de nuestro número es bastante vulgar: un travestido que imita a Rocío jurado, un humorista muy triste, unas chicas ni demasiado jóvenes ni demasiado guapas con plumas en las caderas y los pechos pintados de purpurina. Luego salimos nosotros.

Diego revienta globos y parte manzanas por la mitad con sus cuchillos, lanza armas desde el suelo, de espaldas o con los ojos vendados. Pero todo eso no son sino adornos, porque el número fuerte, lo que viene a ver la gente, es lo que me hace a mí. Al final redobla un tambor y yo me arrimo a la plancha de corcho y madera. Lo hago lentamente, mientras van acallándose las voces de la sala. Porque siempre se callan. Guardan un silencio absorto y casi litúrgico mientras Diego dispone sus cuchillos en hilera en la mesita auxiliar a su derecha. Y cuando coge el primero, cuando sujeta el puñal por la afilada punta y lo alza en el aire, centelleante, entonces el silencio es tan completo que resulta ensordecedor: es como un fragor en los oídos, un viento entre hojarasca, el rugido del agua espumeante. Aunque tal vez ese sonido que oigo no sea más que mi miedo, que me agolpa remolinos de sangre en la cabeza. Siempre estoy esperando que el próximo cuchillo sea el último.

Pero hasta ahora no lo ha sido, así que la vida continúa. Trabajamos, dormimos, comemos. Como cualquier persona. Y nos maltratamos: mucho más que cualquiera. Diego a veces es violento: cuando está muy borracho. Y yo le digo palabras espantosas, las frases más terribles que he dicho jamás. Siempre fui buena hablando; ahora soy buena hiriendo, haciéndole sentirse despreciable. Sé que le vuelvo loco cuando le hablo con todo mi odio. Es como si ahora Diego y yo sólo supiéramos vivir para hacernos daño

Hace unos días empecé a echarle los polvos de sipayibao en la copa de sake. No es muy distinto a echar levadura en un bizcocho. Diego me quiere matar. Si yo no consigo terminar antes con él, él me asesinará una de estas noches, en mitad de la actuación, frente a todo el mundo. Me clavará un cuchillo en la garganta, como hizo Lin-Tsé con Yen-Zhou en el circo Price. A veces me pregunto qué nos ha sucedido. Me produce vértigo pensar en todos esos detalles inquietantes que rodean nuestra historia. Resulta extraño, por ejemplo, que Lin-Tsé, según explica uno de los recortes, muriera dos días después de su boda de un derrame cerebral. Y que yo intuyera, que supiera de algún modo, aun antes de ir a la Biblioteca Nacional, que el diminuto frasco en el que se leía esa única palabra, sipayibao, era una sustancia letaclass="underline" mi arma secreta. O que la piel de Diego se esté poniendo oscura, un poco amarillenta: como de chino. Olí, sí, claro, el hígado, el sake, bebe tanto. Ahora s¿ que Diego había sido un alcohólico antes de conocerme. Y eso, su recaída, puede ser la causa de este infierno. Eso y mi masoquismo, eso y mis deseos autodestructivos, como decía ese estúpido psiquiatra. La pasión como dolor, la pasión como peligro. Sí, podría ser. Pero ¿por qué no dudo a la hora de escoger la dosis adecuada del veneno? ¿Por qué mi cuerpo ha envejecido tanto en tan poco tiempo? ¿Por qué ahora parezco estar más cerca de los sesenta años que de los cuarenta?

De modo que seguimos. Esto es, yo sigo emponzoñando su bebida y él sigue arrojándome los cuchillos cada noche, mientras yo espero, arrimada al panel, que me suba a la boca el sabor final del acero y la sangre. A veces, cuando está a punto de tirar el arma, creo adivinar (tarda un poco más de lo debido, hay un asomo de duda en su movimiento) que la trayectoria va a resultar fatal. Pero entonces algo cruza sus ojos fugazmente: un brillo de reconocimiento, un estremecimiento de la memoria.

Y por una milésima de segundo somos capaces de vernos como fuimos, tal y como estábamos en la foto de la estación de Atocha, abrasados de amor y de deseo, ciegos de ganas de querernos: la pasión como vida, la pasión como belleza. Mueve entonces el brazo Diego imperceptiblemente, rectifica en último momento la dirección del tiro, y el cuchillo se clava una vez más junto a mi cuello con un sonido seco, borrando el dulce espejismo que nos unía al pasado y anegándonos nuevamente de odio. Así son nuestras noches, así pasan los días. No sé quién conseguirá esta vez acabar antes.

Tarde en la noche

¿Qué hubieras hecho tú? Estaba tirado en el portal, atravesado al pie de la escalera. Para pasar tenía que saltar por encima de su cuerpo. Al prestarme la casa, mi amiga ya me había advertido que esas cosas podían suceder. Yonquis y borrachos. Prostitutas con sida y vagabundos locos. ¿Qué hubieras hecho tú? Yo desanduve mi camino y salí de nuevo a la calle con el pulso galopándome en las venas. La retirada no sirvió de gran cosa: eran las cuatro de la madrugada y no se veía un alma. Y tal vez fuera mejor así, porque a esas horas y en ese barrio (en el centro de Madrid, cerca de la Ballesta, donde los edificios se pudren y las noches se pueblan de presencias siniestras) cualquier extraño podía convertirse en tu enemigo. Así que me quedé un rato ahí fuera, tiritando a pesar del bochorno, dudando entre el pánico a la noche negra o el temor al tipo caído en el portal. En esto consiste la vida justamente: en tener que decidir todo el tiempo entre un miedo u otro.