Me asomé con cautela al interior y el bulto seguía sin moverse. Estaría dormido, estaría drogado, estaría borracho; con suerte ni se enteraría de que una mujer pasaba a su lado. A la mezquina y polvorienta luz de la bombilla vi una cazadora de cuero negro, unos pantalones oscuros, unas piernas muy largas. Estaba tumbado sobre un costado, la espalda hacia mí. Me acerqué muy despacio hasta llegar al límite: tendría que vadearle con el siguiente paso. Aguanté la respiración y levanté el pie derecho. Levantarlo muy alto, afianzarlo en el primer escalón, salir zumbando por encima del cuerpo. Pero ¿Y si me agarraba de un tobillo, como en los malos sueños? ¿Y si estaba ahí agazapado esperando mi paso, como un depredador espera a su víctima en la espesura? El automático de la luz tictaqueaba estruendosamente, pero creo que mi corazón era aún más ruidoso. Pasé por encima y mientras lo hacía vi aparecer su cabeza, redonda, casi pelada al cero; su perfil pálido y joven, los ojos cerrados, entreabiertos los labios; y, por último, el pequeño charco de sangre bajo la sien. Entonces sucedieron al mismo tiempo varias cosas: el tipo suspiró, se apagó la bombilla, yo grité y salí corriendo hacia arriba, tropezando en las tinieblas, volándome las espinillas con el filo de los escalones. Alcancé el primer piso, encendí la luz de un puñetazo, abrí mi puerta; y antes de cerrarla y apoyarme contra la hoja sin aliento, creí escuchar una voz que musitaba: «Por favor».
¿Qué hubieras hecho tú? Yo saqué la caja de las herramientas, cogí el martillo y, blandiéndolo defensivamente con la mano derecha, regresé al portal. Una decisión idiota, claro está, porque, de haberlo necesitado, habría sido incapaz de darle un martillazo en la cabeza. Pero he comprobado que en los momentos de apuro, cuando la realidad se muestra en toda su inmediatez y su crudeza, la vida es siempre absurda. De modo que me aferré absurdamente a mi martillo y descendí las escaleras hasta llegar a él. Seguía tumbado y se tocaba la sien con una mano; hizo ademán de incorporarse sobre el codo, pero se derrumbó.
– Estoy mareado. ¿Por qué no avisé a la policía? Tal vez porque le había visto la cara. Porque había suspirado. Me senté en el penúltimo peldaño.
– ¿Estás bien? -dije; una pregunta también idiota.
– Estoy mareado -repitió.
– ¿Qué te ha pasado? ¿Dónde estás herido?
– No sé…
Dejé el martillo a un lado y le ayudé a sentarse contra la pared. Era muy grande pero muy joven, casi un adolescente. En la cabeza tenia una pequeña brecha. Como la que se hizo mi hija hace seis años, cuando aprendía a montar en bicicleta. El chico me recordaba a mi hija; no porque sus rasgos se asemejaran, sino porque los dos tenían aún todo el futuro en la cara. Vistos desde la otra orilla de la edad, desde la madurez de los ya cumplidos cuarenta años, todos los jóvenes se parecen entre sí, lo mismo que para un occidental todos los chinos son iguales.
– Te tendría que ver un médico.
– No, no, estoy bien. Ya estoy bien. No es nada. Ya me marcho.
Se puso de pie y trastabilló. Le agarré de un brazo.
– Espera, hombre, espera. Sube a casa. Por lo menos te curaré la herida, te sientas un poco…
Le arrastré escaleras arriba algo refunfuñante, le metí en el cuarto de baño y le senté en el bidé. Limpié su cara, manchada de sangre seca, y luego desinfecté y estudié la herida. No parecía gran cosa.
– Deberían darte un par de puntos. El chico se puso de pie y se miró detenidamente en el espejo.
– No es nada. Esto se cierra solo. He tenido peores.
Seguro que decía la verdad. Por debajo del rubiato y cortísimo pelo se adivinaban un par de cicatrices. También la mejilla derecha estaba cruzada por un tajo antiguo: una estrecha línea abultada y lívida que descendía con zigzag de rayo por su cara de niño. Aunque, ahora que le veía bien, a plena luz, alto, fuerte y rapado, con el chirlo canalla partiéndole el carrillo, ya no parecía tan niño como antes.
Ni mucho menos.
– ¿Qué edad tienes?
– ¿Por qué?
El trallazo de su respuesta rezumaba desconfianza: a ti qué te importa, me venía a decir su mirada desdeñosa, su ronca voz de hombre. Porque era un hombre. Qué hacía yo a las cuatro de la madrugada en mi cuarto de baño con un hombre desconocido, con un rapado de chaqueta de cuero e infames cicatrices. La nuca se me quedó fría de repente. Salí del cuarto con premura, aturulladamente (dónde demonios estaría el martillo), intentando disimular mi agitación. El tipo salió detrás y se dejó caer en el sofá.
– Veintidós.
Le miré.
– Tengo veintidós años.
Se pasó las manos por la cara con gesto cansado. Sus ojos eran verdes y rasgados, con largas pestañas color cobre. Eran unos ojos hermosos y delicados, ojos de muchacha. O de adolescente melancólico. De nuevo me pareció muy joven. Indefenso y perdido, como yo, en la ciudad enemiga. Se quitó la cazadora y la tiró al suelo. Debajo llevaba una camiseta blanca desgarrada.
– Estoy matado.
– Te prepararé un café antes de que te vayas.
Porque yo quería que se fuera. Lo pensé mientras trajinaba en la cocina: ya no me asustaba como antes, pero que se fuera. Pero cuando salí, apenas tres minutos más tarde, el chico estaba roncando en el sofá: dormido se le veía tan inocente como mi hija. La camiseta se le había arrugado en la cintura dejando al aire un palmo de su abdomen: un estómago liso, pero no musculoso, blanco y delicado, ausente de vello, inmaduro y pueril. Pero sus brazos desnudos eran fuertes y curtidos y viriles. La contradicción entre esos dos fragmentos de carne, entre el vientre conmovedor y los brazos poderosos, resultaba inquietante, casi obscena (además, tampoco mi hija era inocente: había escogido a su padre, me había rechazado, competía conmigo, me torturaba, mis amigos decían que eso era el Edipo).
Así que me metí en el dormitorio y corrí la cama tras la puerta, por si acaso. De todas maneras sabía que no iba a dormir nada, llevaba muchos días con insomnio. Hacía un calor infame y no podía abrir del todo las persianas: era un primer piso y la ventana estaba al alcance de los bárbaros (ya me lo advirtió mi amiga al dejarme la casa). Y lo peor es que por las rendijas no entraba el aire, pero sí esa peste a basuras de las noches de agosto madrileñas. O tal vez fuera el olor del barrio, que se estaba corrompiendo como un cadáver viejo; olor a sexo en venta y a portales meados y a esquinas desconchadas y a esperanzas podridas. Qué esperanzas se pueden tener a los cuarenta y dos años, sin un duro, traduciendo horrorosas novelas mal pagadas y dando clases de inglés a domicilio, recién separada de un hombre al que creí que amaba (se enamoró de otra) y repudiada por mi hija de doce años, que ha preferido quedarse con él (y con la usurpadora).
Me desperté a la una sudando como un pollo y con la sensación de ser la única persona que quedaba en Madrid tras no haberme enterado de la orden de evacuación por ataque atómico. Recordé al chico y me vestí de arriba abajo antes de correr la cama y salir del cuarto. Pero en la casa no había nadie. Nadie. Miré por todas partes, verificando que el pelado no se hubiera llevado nada, aunque tampoco es que hubiera mucho que robar. Tal vez estuve buscando también alguna huella, un guiño, una nota de gracias; de modo que no sé bien si me alivió o me decepcionó no encontrar ningún rastro. Era como si el muchacho no hubiera existido.