Pasaron los días y me fui haciendo a mi nueva casa. Recorrí las tiendas del barrio y conocí a los vecinos, casi todos ellos ancianos temerosos a la espera de la fatal llegada de los bárbaros: vivían en el edificio como quien habita una trinchera y apenas si se atrevían a salir de noche. Una tarde el más joven de los viejos, un solterón vetusto que hacía las veces de portero, me explicó con detalle cómo la ausencia de ley y de orden nos tenía a las puertas del Apocalipsis. Para colmo de males, añadió, últimamente estábamos en las garras de una banda, unos esquines de ésos, de los calvos, que tenían aterrorizado al barrio los muy bestias; apaleaban y acuchillaban a gente por la calle y habían matado a un negro en la esquina con Valverde. Pensé entonces en mi chico de la cabeza rota, mi náufrago de la noche del chirlo en el moflete, y se me ocurrió que a lo mejor era de la banda. En realidad en el fondo no me lo creía, pero empezó a divertirme el escalofrío de imaginármelo perverso. De haber metido en casa a uno de los gamberros más feroces. Y comencé a contar la historia: a los pocos amigos que habían sobrevivido a mi separación, y a Cherna el editor, cuando fui a ver si tenía algún libro para traducir, y a los dos alumnos que aún no se me habían marchado de vacaciones. Fui adornando el relato en las diversas narraciones con una descripción cada vez más salvaje y torva del muchacho, y todos me decían que era una loca por haber actuado de ese modo. Pero lo decían con un punto de admiración, como siempre se admiran la aventura y el riesgo cuando el resultado es feliz. O como me admiraba yo misma, viéndome por primera vez en mucho tiempo como protagonista de mi propio cuento y recordándome en las dulces locuras de la juventud. Porque yo también había sido un poco hippy, y fumadora de hash, y había vivido aturulladamente cálidas noches interminables que luego, pese a todo, se terminaron.
Y estaba en ésas, entreteniendo la depresión con las mentirillas de mi vida, cuando un día de bochorno insoportable bajé al bar de enfrente a desayunar. Eran las cuatro de la tarde, me acababa de levantar y quería morirme, pero opté por pedir un café, un bocadillo de lomo y una cerveza, en ese orden. Estaba terminando cuando apareció. Me tocó en el hombro, me volví y era él. Más alto de lo que le recordaba, y sobre todo más guapo. Ahora sonreía y tenía un gesto encantador, unos dientes preciosos. Me estremecí, no sé si por miedo a mis propias ensoñaciones o porque me pareció atractivo. ¡Y podría ser mi hijo! Una vergüenza. Miré con disimulo a Pepe, el del bar, y asumí inmediatamente un aire maternal. Que no se me notara. Menos mal que ahí, en el bar, no había contado nada.
– Hombre, ¿qué tal estás? ¿Ya se te ha curado la cabeza?
– Claro, casi, no es nada. Oye, gracias por lo de la otra noche, tía. Me alegro de verte.
Estuvimos hablando un rato, aunque no recuerdo de qué. No me contó por qué le habían abierto el cráneo ni a qué se dedicaba; y yo, cosa extraordinaria, tampoco se lo pregunté. Al final sólo sabía que, para mostrarme su gratitud, quería invitarme a tomar algo, pero que en ese momento no llevaba suficiente dinero; que se llamaba Altor, y que había quedado en pasarme a buscar por casa esa noche alrededor de las dos de la madrugada («antes tengo que hacer algunos bísnes») para darnos una vuelta y beber algo.
– ¿Pero habrá algún local abierto tan tarde?
– A esas horas es cuando empieza a abrir Madrid, tía, tú no sabes.
Y no, en efecto no sabía. Llegó a las dos en punto con los ojos entornados y sacando pecho; me enseño un puñado de billetes que llevaba en el bolsillo y una pequeña sonrisa de suficiencia, la sonrisa segura de sí de quien conoce bien la oscuridad. Era como Buffalo Bill conduciendo a una granjera novata por territorio indio. Caminamos por las calles entre contenedores desbordantes de basuras, árboles sedientos y mansas manadas de coches mal aparcados. Las noches madrileñas de verano tienen algo distinto: un cielo muy bajo, sin estrellas, y un silencio sonoro, lleno de ecos, en donde cualquier sonido reverbera. El repiqueteo de unos tacones, juramentos, risas, gritos aislados, el estallido de una botella rota.
Aitor estaba decidido a cumplir su papel de guía del infierno y me mostró todos los antros y las zonas urbanas más espesas. Las esquinas controladas por la antigua gente de bronce, viejos representantes de la marginalidad y del peligro, y los desfiladeros ocupados por los nuevos comanches. Putas greñudas insultaban a tambaleantes niñas guapas, las tribus enemigas se vigilaban entre sí sin acabar de decidir si rehuirse o pegarse, chulos y camellos defendían con tesón sus territorios. Y, entre medias, unos cuantos centenares de forasteros, chicos y chicas que venían al ombligo de Madrid desde la periferia de la ciudad atraídos por el turbio temblor de lo canalla. Bebimos demasiado, caminamos mucho, cogimos algún taxi, entramos y salimos de locales ensordecedores y agitados. Hay tantísimas personas en la noche, todas hambrientas de algo. Creo que fue en San Blas, en un sitio denso y pegajoso llamado Consulado o tal vez Canciller, moviéndome al ritmo de la música entre muchos otros cuerpos sudorosos, cuando advertí que, por un extraño fenómeno de la verticalidad y la cronología, Altor se encontraba al alcance de mis labios.
Cuando llegamos a casa estaba amaneciendo. ¿Qué hubieras hecho tú? Yo le desnudé despacio, disfrutando de la revelación de su cuerpo. El pecho pálido, liso e inocente; los muslos robustos; las caderas tibias y gloriosas. Se me había olvidado que bajar un pantalón podía provocar tanta languidez y tanta fiebre. Por la ventana entraba una luz grisácea y primeriza que no alcanzaba a deshacer las sombras remansadas en las esquinas. El mundo era eternamente joven y yo también.
No recuerdo exactamente cuándo vi la noticia en el periódico: tal vez dos o tres días después. La vida, mientras tanto, había seguido siendo un lugar turbador y excitante. Nos levantábamos muy tarde, él se marchaba sin decir adónde, yo intentaba traducir, comer, pensar y ser en mitad del calor y el torbellino, nunca quedábamos en nada pero siempre reaparecía de madrugada. Yo no sabía su teléfono, ni dónde vivía, ni qué hacía: Altor era el misterio. Pero ese misterio se me pudrió dentro cuando leí el reportaje. Hablaba de mi barrio y del grupo de skinheads que tenían aterrorizado al vecindario. La policía los consideraba especialmente peligrosos y les atribuían diversas violaciones, apaleamientos, robos y dos muertes, una de ellas un mendigo que fue quemado vivo; pero no les podían detener porque ningún testigo osaba denunciarlos. Se los conocía, en fin, como la banda del Rajado, porque el líder era un tipo alto con la cara cruzada por un tajo. Esa cicatriz endurecida y pálida, pensé inmediatamente; ese camino de carne rota que yo he recorrido golosamente con la punta de mi lengua hasta llegar a los confines de su boca. Desde que leí la noticia las sospechas empezaron a envenenarme. Fue una ponzoña lenta y dolorosa.
Porque yo le tenía miedo. Al principio fue tan sólo un temor confuso y básico, el miedo elemental al peligro del hombre que casi siempre experimenta la mujer al comenzar una relación con un varón. Pero después de leer el reportaje los riesgos se fueron concretando y se hicieron persecutorios y obsesivos. Me asustaba Aitor, y cuando nos encontrábamos le escrutaba a hurtadillas, intentando adivinar qué había detrás de sus gestos de adulto y su rostro de niño. ¿Era ésa la cara de un asesino? ¿Y ésos los ojos de un violador? Esas manos fuertes y ásperas con las que me encendía, ¿habían blandido cadenas, triturado huesos, sudado las cachas de una navaja? Él era, en la calle, silencioso y seco, taciturno; cuando estábamos solos, juguetón y aniñado; y en la cama, salvaje. No me atrevía a interrogarlo directamente y empecé a ponerle trampas. Le hablaba de los negros, de los vagabundos. El se reía de mí y de mi súbita preocupación por los marginados. Una tarde en un bar, estando él a unos metros de mí, de espaldas en la barra, dije en alta voz: «¡Rajado!». Se volvieron todos menos él.