Pero el miedo aumentaba, y cuanto más le temía más le deseaba y más enferma me sentía. Le llevaba veinte años, podía ser un asesino, yo estaba loca. Los vecinos empezaban a mirarme con desconfianza: les escandalizaba la presencia de Aitor. Yo los rehuía, de la misma manera que rehuía a mis amigos, a mis familiares, a mis conocidos. A ratos me sentía avergonzada de mí misma y más perdida que esas viejas putas que salían de sus guaridas por las noches y subían como una espuma negra por la calle arriba. Me espantaba especialmente que mi ex marido pudiera enterarse: qué pensaría él de mí, y qué le diría entonces a mi hija, rabiosas barbaridades que la alejaban para siempre de mí. Pero después recordaba que mi marido se había ido con una chica a la que llevaba quince años. ¿Quién era él para decirme nada? Y entonces pensaba en Altor no desde mis miedos, sino desde la memoria de mi cuerpo y el calor de mi corazón, y me sentía en la gloria. No es él, Altor no es el Rajado, me convencía a mí misma: es demasiado hermoso, demasiado dulce.
Era dulce, en efecto, con una dulzura torpe y desabrida. Como quien no ha usado esa cualidad en mucho tiempo, o como quien ha sufrido una mutilación y le ha quedado un muñón sensible y dolorido. Aitor era un manco de corazón, un cojo emocional. Necesitado y receloso. Qué le habrían hecho, para dejarle así. Pero también, pensaba yo inmediatamente con el veneno de la duda, qué habría hecho él. La sentimentalidad no es ajena al horror: Hítler amaba a su Eva Braun y acariciaba niños. Y además, ¿no tendíamos a adjudicar a la belleza física unos atributos de bondad inexistentes? ¿Como si los seres hermosos no pudieran ser feos moralmente? Y, sin embargo, había habido en la historia perversos asesinos de perfil deslumbrante. Reflexionando en estas cosas, oyéndole dormir quietamente a mi lado, volvía a perderme en unos remolinos de angustia que me dejaban rota.
No podía seguir así, ya no podía aguantarlo, de modo que empecé a inventarme excusas, a decirle que no dormiría en casa y que no viniera. Y él, a su vez, empezó a ponerse tenso y agresivo. «Qué pasa, tía, ¿te avergüenzas de mí?», rugió un día cuando, al bajar las escaleras, yo me adelanté unos pasos para que el portero no nos viera salir juntos: y en su voz había odio. Esa noche no vino. Para entonces yo ya no trabajaba, no comía, no dormía, no contestaba las llamadas de mi familia ni de mis amigos: estaba como perdida de mí misma, ocupada por él o por su ausencia.
A la mañana siguiente a aquella noche fui a ver a mi madre, a la que tenía abandonada, como a todo lo mío. Regresé a la hora de la siesta: el mundo era una hoguera y la casa un horno. Entré y me fui directamente a la cocina a buscar una cerveza en la nevera; y, cuando me enderecé y cerré el frigorífico? él estaba allí. De pie, a mi lado, en la cocina. Di un chillido y un brinco hacia atrás.
– ¡Qué haces aquí?
– Tranquila…
– ¿Cómo has entrado?
– Por la puerta. Empujé y estaba abierta.
– Eso es mentira. No te acerques.
– Palabra, tía. ¿Qué pasa? Empujé y se abrió.
Se fue a la puerta y llevó a cabo una demostración práctica de cómo se podía entrar de un empellón, “lo ves, si no cierras con llave en realidad no cierras” (¿pero había echado yo la llave esa mañana?), y juró inocencia, y me pidió disculpas por el susto, y sonrió a labios llenos con sus dientes hermosos, dientes sanos y fuertes, dientes de lobo joven bien afilados, tan distinta su boca de la sumida boca de mi madre, un agujero negro orbitado de arrugas, y las costras de papilla reseca en el mentón, y los ojos seniles y vacíos, y el olor a sopa rancia y a orines de la residencia. Tan llena de muerte venía yo, y de vejez extrema, que la sola contemplación del terso rostro de Altor, y la tibieza de su carne joven, eran para mí una especie de bálsamo, una cura de urgencia. Así que me abracé a él y escondí la nariz en el hueco de su cuello, de olor tan delicioso, y me dejé desnudar y amar con más ansia que nunca, como si eso pudiera sanarme de la decrepitud, esa enfermedad mortal que nos crece dentro. Y era tal mi necesidad que creo que él advirtió algo y me quiso mejor, con más ferocidad y más ternura.
– Aitor -me atreví a decirle por vez primera al final-, Aitor, quiero saber más de ti. Qué haces, adónde vas todas las noches, dónde vives.
Él me tapó los ojos con sus manos:
– No quieres saberlo. En realidad no quieres. Pero vi que se quedaba pensativo, como ausente; así que me enrosqué contra él, pese al calor, en un rico nido de sudor con olor a sexo. Creo que nunca nos sentimos tan cerca como entonces, en la paz absoluta del que se considera amado. Fue uno de esos raros instantes de plenitud en los que todo lo creado está en su sitio.
Me desperté bruscamente varias horas después y estaba sola. Alguien aporreaba la puerta: era el vecino que hacía las veces de portero.
– Venía a comunicarle de parte de la comunidad que anoche asaltaron a don Evaristo -dijo muy agitado.
– ¿A don Evariísto?
– Sí, el vecino del cuarto, el señor de la verruga en la nariz. Una cosa horrorosa, le pegaron muchísimo y está en el hospital.
– Vaya, hombre, cuánto lo siento.
– Y fue dentro del portal, ya ve adónde llevan las bromitas estas, eran tres gamberros con chaquetas de cuero, seguro que era la banda del Rajado, ya ve, dentro del portal, ya me dirá usted cómo fue que entraron.
– Pues no, no le diré porque no tengo ni idea. ¿O es que está usted insinuando algo?
– No, si yo, decir, no digo nada. Pero eso, que estas cosas antes no pasaban. Antes los esquínes esos no entraban en la casa. Ya sabíamos todos que esto de sus amistades iba a terminar mal.
Sentí cómo me trepaba la ira por el pecho, pero lo que más me indignaba era constatar que me estaba ruborizando. Es un viejo, me dije intentando calmarme, y tiene miedo. Así que me contuve y contesté:
– Está bien, gracias por el recado. No tienen ustedes ninguna razón en sus sospechas, pero extremaré las precauciones. Buenas noches.
Pero tras cerrar la puerta pensé, ¿son de verdad infundadas sus sospechas? Yo también tenía miedo: y tal vez incluso era culpable. Anoche, justo cuando no vino. Y todas las demás noches, en realidad. Porque, ¿qué hacía Altor desapareciendo siempre a esas horas tan raras? ¿Por qué regresaba de madrugada? ¿Y de dónde sacaba el dinero? Estaba claro que no trabajaba en nada decente, porque durante el día dormíamos siempre hasta tardísimo. Podía ser un camello, por ejemplo. Al principio le busqué señales en el cuerpo, el rastro de la aguja, pero no encontré nada. Y un día me dijo, en una de sus escasas confidencias, que no le gustaba la droga, ninguna droga, porque se le habían muerto unos cuantos amigos. Pero yo sabía que muchos camellos están limpios; que venden el veneno a los demás, pero ellos no lo prueban. Así que Altor podía traficar con drogas, eso como poco; y como mucho podría ser el mismísimo Rajado. Y pensar que yo le había dado una llave del portal. A ver cómo han entrado, decía el viejo.
Aitor me había dejado una nota. La descubrí después, sobre la almohada. «Vendré luego, tarde. Perdona lo de entrar, no quería asustar te. Un beso.» Me sorprendió su letra, redonda, irregular, insegura. Y el te de asustarte separado. No se le veía acostumbrado a escribir. Pero ahora, claro, los jóvenes son ágrafos. Mis alumnos de inglés tienen horribles faltas de ortografía, y eso que son universitarios. Guardé el papel en un cajón y me senté a ver crecer mi angustia. Vendré luego. No quería verle. No quería continuar con esa historia.
Entonces se me ocurrió ir a mirar la puerta. Perdona lo de entrar. Abrí la hoja y escudriñé el resbalón. Sí, eso era, oh sí, lo que me temía, lo que me sospechaba: el marco estaba forzado, la vieja madera astillada, el metal abollado, de manera que el resbalón quedaba holgado y no enganchaba. Tenía razón Aitor, si no se echaba la llave no cerraba. Pero lo que no había dicho era que él había estado manipulando la cerradura. Que la había roto. Vendré luego. La nota empezaba a parecerme amenazante.