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– Sólo me faltaba dedicar mi vida a hacer la compra -dice Miguel con aire de dignidad ofendida.

– ¡Machista, inútil! Sólo te pido que colabores un poco en vez de estarte todo el día aquí como un pasmarote sin hincarla -contesta mamá.

– Estoy buscando trabajo y eso lleva su tiempo -insiste él, aún más digno y más ultrajado.

– Y luego bien que te gusta comer a mesa puesta y olla caliente, bien que le gusta al señor tenerlo todo dispuesto y arreglado… -prosigue impertérrita Diana: he observado que cuando discuten no se escuchan, sino que cada uno va soltando su propio discurso en paralelo.

– No me entiendes, nunca me has entendido, te crees una persona muy importante, no eres capaz del más pequeño gesto de generosidad y de ternura, Yo aquí hecho polvo y tú tienes que venir a fastidiarme con que si hago la compra, qué mezquindad la tuya…

– Y la culpa la tengo yo, claro. La culpa la tengo yo por consentirte tanto. Todo este tiempo viviendo como un califa y yo aperreada, que si los niños, que si la oficina, que jamás me has ayudado, nunca, nunca jamás, ni cuando estuve enferma, y ahora que no tienes nada que hacer, y que sólo te pido que me eches una mano, ¡si además te vendría bien para salir del muermo!, pues nada, venga a hacerte la víctima. Y pensar que llevo aguantándote así ya no sé cuántos años…

Verdaderamente creo que no era el momento más oportuno para festejar lo de las bodas de plata.

Aconsejé a los gemelos que dejaran la celebración para el año siguiente, pero son unos pazguatos ritualistas e insistieron en que los veinticinco años se tienen que festejar a los veinticinco años, y no a los dieciséis o a los veintisiete. Por lo que yo sé, y ya llevo un montón de años con ellos (tengo veintidós), Miguel y Diana han tenido siempre unas relaciones un poco… ¿cómo decir? Difíciles. A veces se llevan bastante bien, a veces regular y a veces mal. Los últimos meses antes de las bodas de plata fueron horribles. Además, antes se reprimían un poco porque los gemelos eran pequeños, ésa es una de las pocas cosas que hay que agradecerles a ese par de criaturas duplicadas: que Miguel y Diana se mordieran la lengua y procuraran no mantener lo más ardiente de sus batallas frente al público, de modo que, antes, nosotros sólo asistíamos a las escaramuzas de los comienzos o a la fría inquina de las treguas. Un alivio. Pero un día nuestros padres decidieron que los gemelos ya habían alcanzado altura suficiente como para ser testigos de cualquier disputa, y se lanzaron a fastidiarse el uno al otro a tumba abierta.

– Que sí, que es un inútil, que lo digo con todas las letras, vuestro padre es un inútil, no os vayáis, no me importa que me oigáis, mejor, ya tenéis edad para enteraros de quién es vuestro padre -decía Diana.

– Miradla, miradla, mirad a vuestra madre, que no se os olvide esta energúmena, y luego ella me dice a mí que yo soy machista, ella sí que es machista y bruta, mirad bien cómo es -contestaba Miguel.

Momento que aprovechaban los gemelos para irse a ver la televisión y chutarse unos cuantos finales felices de telefilme en las entendederas.

He de admitir, sin embargo, que me convencieron. Lograron convencerme mis hermanos para que respaldara la fiesta sorpresa, tal vez porque todos llevamos muy dentro de nosotros la esperanza de que la vida sea un cuento rosa, que los policías sean siempre buenos y los gobernantes magnánimos y los ricos generosos y los pobres dignos y los intelectuales honestos y los padres coman perdices con las madres (o viceversa) por los siglos de los siglos.

– La verdad, Nacho, últimamente no hacen más que regañar, yo no se si será adecuado… -protesté débilmente.

– Pues justo por eso, hay que festejar que hayan cumplido juntos un cuarto de siglo a pesar de las broncas, es un prodigio de supervivencia, si se llevaran bien no tendría ningún mérito -contestó mi hermano.

Y hube de reconocer que tenía su parte de razón en el argumento.

Entonces comenzaron los preparativos clandestinos. Los gemelos se lo comunicaron a los abuelos, que se mostraron encantados. Yo hablé con tío Tomás, el único pariente de mi madre, y también dijo que estaba dispuesto a venir desde Lisboa. Y Nacho avisó a las hermanas de Miguel. A tía Amanda, que es de buen conformar, le pareció muy bien. Y tía Clara, que, pese a su nombre, es un personaje fastidioso y oscuro, torció el gesto. Esto no lo vio Nacho, porque habló con ella por teléfono; pero yo sé que torció el gesto, porque entre tía Clara y Miguel media un mar de rencillas añejas, celos fraternales e impertinencias mutuas. Tal y como he podido reconstruir después, Clara se apresuró a telefonear a Amanda.

– Que dicen que quieren darles una fiesta sorpresa.

– Ya. Es una idea bonita, ¿no? -contestó Amanda en plena inopia.

– ¿Qué dices? Menuda estupidez. Una fiesta sorpresa. A tu hermano, con lo borde que es. Yo, desde luego, no pienso ir si Miguel no me invita expresamente.

– Pero Clara, no puede invitarte, en eso consisten precisamente las fiestas sorpresa, en que ellos no saben que se va a celebrar.

– Ah, pues eso sí que no. Yo no voy así. ¡Que se lo digan! Yo no voy a su casa sin más ni más, sin que él lo sepa. ¡Faltaría más! Ya me juré las pasadas Navidades que no volvería a poner un pie en casa de Miguel, por lo grosero que estuvo conmigo. Como para ir ahora a bailarles el agua tan contentos y tan ilusionados y que luego él ponga cara de perro, como siempre. Ni hablar. O le preguntáis si le parece bien que le den una fiesta sorpresa, o no voy -sentenció Clara.

Así que Amanda llamó a los abuelos y les comunicó el ultimátum de su hermana, y los abuelos llamaron preocupadísimos a los gemelos y les contaron lo que pasaba, y los gemelos se lo dijeron a Nacho y Nacho me lo dijo a mí, y heme aquí otra vez en mi vida teniendo que apechugar con las malditas consecuencias de ser la mayor.

– Que qué hacemos -dijo Nacho. -Y yo qué sé. Ha sido idea vuestra, sondeadles a ver cómo respiran, arreglaos solos que ya sois mayorcitos -contesté con firmeza.

Lo cual no me evitó el tener que hablar con mi padre al día siguiente. Con todo el tacto y la naturalidad de que fui capaz le comenté que habíamos caído en la cuenta de que iban a cumplir las bodas de plata, y que a mis hermanos y a mí se nos había ocurrido que podríamos hacer una celebración por todo lo alto, con los tíos y los abuelos y los amigos, y que… No pude decir más. Me fastidia tener que darle la razón a la quisquillosa tía Clara, pero es cierto que Miguel está imposible. Cortó mi explicación con un exabrupto y dijo que ni se había percatado de los años cumplidos porque no perdía el tiempo en tonterías tales como llevar la cuenta. Dijo también que no le apetecía para nada una fiesta y que le horrorizaba el solo pensamiento de tener que aguantar por unas horas a la familia en pleno. Y por último me largó una resonante perorata sobre los aniversarios y el día de la Madre y las bodas de plata y San Valentín, festejos que, según él, habían sido inventados pérfidamente por El Corte Inglés como añagaza capitalista para obligar al pueblo embrutecido a gastarse las perras en innecesarias fruslerías, perpetuando así el disparate consumista en que vivimos. Ahí ya me di cuenta de que mi padre se encuentra en plena crisis, porque hacía ya mucho que no soltaba uno de los discursos marxistas de su juventud, y sólo recurre a ellos cuando está hecho polvo.

De modo que se lo dije a Nacho, y Nacho se lo dijo a los gemelos, y devolvimos el televisor pequeñito que les habíamos comprado como regalo en El Corte Inglés, y entre todos les comunicamos la cancelación del plan a los abuelos, a las tías, a tío Tomás y a los demás amigos; y los abuelos se llevaron un disgusto de muerte, Clara dijo lo-veis-ya-lo-sabía, Amanda comentó que qué aburrimiento de familia y el tío Tomás se puso furioso porque quién era Miguel para decidir por él y por su mujer. Y ello es que, en el calor de la irritación, Tomás llamó desde Lisboa a su hermana, O sea, a mi madre, y le contó toda la historia, que hasta ese momento ella ignoraba por completo. Y por la noche, cuando llegaron los gemelos del colegio, se encontraron a Diana llorando desconsoladamente y diciendo que a ella le hubiera hecho tantísima ilusión que le organizaran una fiesta sorpresa y celebrar sus bodas de plata, máxime cuando las primeras bodas de verdad fueron de chichinabo, porque entonces eran los dos progres y pobres y además Miguel estaba haciendo la mili en África y les casó un domingo un cura obrero en una iglesia de extrarradio que era un horroroso galpón prefabricado, un lugar feísimo sin una sola flor en un florero, y los dos estaban vestidos con vaqueros, y sólo asistieron cuatro amigos, y luego lo celebraron tomando un café con churros en el bar de la esquina y después Miguel se tuvo que coger el tren para Melilla. De modo que ayayay, cómo le hubiera gustado ahora festejarlo y comprarse un traje bonito y tener a toda la familia y a todos los amigos y comer cosas ricas y recibir regalos y celebrar que llevaban tantos años juntos pese a todo y que tenían cuatro hijos guapísimos. Y alcanzado este punto también los gemelos empezaron a llorar sincronizadamente, y así los descubrió Nacho cuando regresó a casa, los tres abrazados los unos a los otros y empapados en lágrimas; así que mi hermano me esperó esa noche hasta que yo llegué para contármelo, y tal como él me lo dijo yo lo he reflejado.