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Bien. Entonces, al día siguiente, Nacho coincidió a la hora del desayuno con mi padre; y como quiera que los gemelos estaban indignados y le habían retirado ostentosamente el saludo a Miguel, éste le preguntó a Nacho que qué pasaba. Y mi hermano, aún turbado por la escena del día anterior y por el hecho de no haber podido desahogarse llorando (él cree, tiene veinte años, que llorar no es de hombres), le describió a Miguel con minuciosa saña el melodrama de la víspera y las amargas quejas de Diana, hecho lo cual se marchó muy satisfecho a la universidad. Dos horas más tarde me llamó mi padre a la agencia sumido en la más negra de las desesperaciones y empezó a darse golpes de pecho metafóricos: se sentía tan culpable, era tan insensible y tan imbécil, cómo podía haberse portado de ese modo, la depresión te vuelve un egoísta, se encontraba arrepentidísimo de haberle estropeado la fiesta a todo el mundo y quería arreglarlo como fuera: estaba dispuesto a hablar con todos para disculparse debidamente y rogarles que siguieran adelante con los planes. Y ahí es cuando comprendí que mi padre estaba como nunca de mal, porque sólo le había visto hacer una demostración de humildad semejante en otra ocasión, y fue cuando estuvo a punto de morir con la peritonitis. Así que me apresuré a decirle que sí, que por mí todo olvidado y que estupendo.

Y, en efecto, Miguel pidió perdón a los gemelos y a Nacho, y luego llamó a todos los implicados uno a uno, con diligente entrega y palabras amables y modestas. De modo que a los dos días ya había amansado a Clara y a Tomás, llegado a un cordial entendimiento con Amanda y deleitado a los abuelos, que estaban felices de ver que por fin todo se enderezaba.

Pero no. No porque entonces Diana dijo que una fiesta sorpresa que todo el mundo conocía ya no era más una fiesta sorpresa; y que entonces ella no quería fiesta alguna, porque no estaba para celebraciones teniendo un mando que no pensaba nunca en su mujer y que le amargaba la vida de ese modo y que había conseguido matar la sorpresa de la única fiesta sorpresa de su vida; y que esas cosas eran tan irreversibles como perder la inocencia o un dedo o el pelo de la cabeza o el apéndice; ya no podría ser sorpresiva la fiesta sorpresa de la misma manera que ya no podría regresar ninguno de los dos a los veinte años, que fue la edad a la que se casaron. Y diciendo esto se puso a llorar otra vez, de modo que Miguel telefoneó de nuevo a todo el mundo y les comunicó, tan triste como un perro abandonado, que se habían cancelado definitivamente las bodas de plata.

Cayó entonces sobre nosotros un silencio ensordecedor: después de tantas llamadas y de tantas palabras airadas o entusiastas que nos habíamos cruzado, esta súbita calma chicha era la paz de los cementerios. En verdad parecía que estábamos de luto. Así, comidos por el silencio, rumiamos todos nuestra desilusión durante vanos días.

Y entonces tuve una idea genial, la mejor idea de toda mi vida. ¿Y si volviéramos a empezar desde el principio? Puesto que ahora tanto Miguel como

Diana estaban seguros de que no iban a celebrar sus bodas de plata, ¿por qué no organizarles una fiesta sorpresa? Llamé a Nacho, él habló con los gemelos, los gemelos telefonearon a los demás. Milagro: esta vez no se oponía nadie. Volvimos a comprar la tele, dibujamos un pergamino alusivo, reservamos un hotel para Tomás y los abuelos, diseñamos un plan con todos los amigos. Trabajamos durante una semana como locos.

Esta historia tiene un final feliz: después de todo, los gemelos consiguieron su telefilme. Llegó el día del aniversario, que era un viernes, y a eso de las ocho de la tarde aparecimos todos súbitamente en casa: habíamos quedado previamente en el bar de la plaza. Los gemelos lo habían organizado todo muy bien para ser, como son, adolescentes y mutantes, y empezaron a sacar bandejas y bandejas de rica comida que habían adquirido a escondidas en Mallorca. Sé que a Miguel y a Diana les gustó la sorpresa, sé que se emocionaron. Se fueron corriendo al dormitorio para ponerse guapos, mi padre para afeitarse, mi madre para vestir el traje rojo tan bonito que le traía Tomás de regalo. Cuando volvieron a aparecer, oliendo a after shave y al perfume bueno que Diana reserva para las ocasiones, los encontré muy guapos y muy jóvenes. Brindaron con champán y se dieron un beso, un beso de verdad que me dejó turbada: porque puedo llamarles Miguel y Diana, pero no por ello dejan de ser mis padres.

Al día siguiente volvieron a discutir y enrabietarse, volvieron a mirarse como enemigos. Pero yo había descubierto, la noche de la fiesta, que también sabían amarse de otro modo; y la sorpresa de ese beso de amantes me hizo pensar que quizá no los conozca ni los entienda; y que si han estado tantos años juntos será por algo. Porque, además de esas broncas a las que nosotros asistimos cada día, hay otras complicidades y otras complicaciones que los unen: un entrañamiento de vidas y pasado, una intimidad secreta y sólo suya, puede que incluso una necesidad de maltratarse. Es tan rara la vida de los matrimonios…

Un viaje a Vetusta

«Aquel viaje sólo empezó a tener sentido ante la visión de las piedras que se amontonaban a espaldas de la Catedral.»

Mariano dejó caer el libro sobre sus rodillas y se frotó los ojos. Le escocían. Solía tener problemas con sus ojos: a menudo le lagrimeaban y se le ponían tan rojos como los de los gallos. Pero él no era ningún gallo, antes al contrario. De niño los compañeros del colegio le llamaban gallina. Ahora bien, Mariano tampoco se creía un gallina, eso no. El estaba en un punto intermedio entre ambos extremos, él era una perfecta medianía. A sus cuarenta y siete años, Mariano estaba convencido de ser un mediocre, pero, por otra parte, era un mediocre que se sabía mediocre, y eso desde luego tenía cierto mérito, o incluso un mérito notable.

«Aquel viaje sólo empezó a tener sentido ante la visión de las piedras que se amontonaban a espaldas de la Catedral.»

Volvió a bajar el libro. No eran sólo los ojos, sino la atención: algo le impedía concentrarse en la habitual lectura de su novelón. Porque Mariano era un hombre rutinario. Todos los días regresaba a la misma hora de su trabajo en el banco, se calentaba en el microondas la comida que había dejado previamente preparada y almorzaba en el comedor viendo la televisión. Después, mientras hacía la digestión, leía la prensa. Luego salía a dar dos horas de paseo por el barrio, recorriendo siempre el mismo itinerario con sus pies ligeros; y digo ligeros porque Mariano era feo, y un poco calvo, y narigudo, y le lagrimeaban los ojos con frecuencia, pero contaba con un cuerpo fuerte y ágil. Acabado el paseo, y antes de entrar en casa, se tornaba un aperitivo en el bar de la esquina: un vermut rojo con seltz y banderilla que era su único exceso en la jornada. Luego subía a su piso y cocinaba, preparando la comida del día siguiente. Por último, se tomaba una cena ligera de fruta y embutidos y se sentaba en el sillón de orejas a leer un libro, a ser posible un novelón de principios de siglo, una mala literatura melodramática que le gustaba mucho porque estaba llena de personajes: y como él llevaba una vida tan solitaria… El volumen que ahora estaba leyendo se titulaba “Un viaje a Vetusta” y era de un tal José Miguel Munardo, un oscuro escribidor de los años veinte que intentaba remedar “La Regenta” con poca gracia. Pero su falta de concentración no era culpa del texto. Le sucedía a veces; en ocasiones, su rutina doméstica, siempre tan cariñosa con él y tan protectora, se le antojaba de súbito asfixiante. Eran unos instantes de aguda zozobra en los que Mariano se sentía ahogado de nostalgia, pero nostalgia, qué cosa tan extraña, de algo que en realidad nunca había vivido: de la excitación de los sentidos de una existencia plena, de la aventura y la pasión y el riesgo.