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Mariano nunca había tenido una relación sentimental auténtica… No era virgen, por supuesto que no, y a lo largo de su vida se había acostado con tres mujeres y media, considerando como media una ocasión nefasta en que pegó tal gatillazo que no llegó ni a asomarse a las carnes ajenas. A Mariano no le gustaban las putas, o mejor dicho no le gustaban los hombres que iban de putas, y de ahí lo escueto de su currículo. Pero tanta abstinencia tenía sus riesgos, como el ridículo que había hecho ante aquella media mujer. El papelón había sido tan bochornoso que desde entonces, y ya habían transcurrido cinco años, no había vuelto a acercarse a los placeres y las agonías de la carne.

«Aquel viaje sólo empezó a tener sentido…”. Basta, era imposible, llevaba una hora leyendo la misma frase sin acabar de entenderla. Metió con cuidado el señalador, marcado con sus iniciales, entre las páginas de la novela, y la abandonó sobre la mesa. Fue a la cocina y se preparó una infusión de manzanilla para lavarse los ojos. Mariano era un hombre muy apañado. Se las arreglaba bien viviendo solo: cocinaba, hacía la compra, limpiaba la casa, planchaba la ropa con primor, tenía las plantas bien regadas, los cacharros lavados, los vasos ordenados y relucientes. Las mujeres se asombraban de sus cualidades domésticas; decían admirarle, pero no por ello las conquistaba. Mariano había estado algo enamorado de una de sus tres mujeres y media, una vecina con la que se vio con regularidad durante un par de años: iban al cine muy a menudo y se acostaban muy de cuando en cuando. Pero al final la chica se echó novio, se casó y se fue del edificio; y Mariano se quedó con la sensación de haber sido un mero recurso para ella. A partir de entonces las cosas habían ido cada vez peor. Sin estruendos ni alharacas, sin dramatismos; es decir, no es que Mariano pensara que su vida era una tragedia. No lo era. Tenía un trabajo decente, una buena casa, aficiones; y un par de amigos con los que se veía una vez a la semana. No era una vida horrible, sólo un poco triste; y él se había acostumbrado a convivir en paz con la tristura.

El problema era el mundo moderno, la ciudad. Mariano, que descendía de abuelos campesinos, sabía bien que la vida rural era otra cosa. En el campo, los mediocres y sosos como él no se quedaban solos: siempre había una mediocre sosa y buena chica con la que emparejarse. Pero la ciudad era terrible: todo el mundo vivía separado por ríos y ríos de avenidas hirvientes. Y el círculo social era muy limitado: Mariano, por ejemplo, sólo conocía a la gente de su oficina y a unos pocos vecinos. A ver cómo iba él a encontrar a una mujer si se pasaba el día del trabajo a casa y viceversa. A veces, por las noches, después de leer su novelón, se asomaba al balcón a mirar las luces de la ciudad. Todas esas ventanitas iluminadas eran como botellas de náufragos en la oscuridad: cuántas chicas estupendas, sosas y mediocres estarían detrás de esas ventanas, tan solas y tan tristes como él. Era una verdadera pena, un despilfarro.

Acababa de tumbarse en el sofá con dos algodones empapados de manzanilla tibia sobre los ojos cuando llamaron a la puerta. Fue tan grande el susto que del respingo derramó la taza de la infusión sobre la mesa. ¡Pero si eran las diez y media de la noche! ¿Quién podría querer algo de él en hora tan tardía? Abrió la puerta con gran expectación y sintió a la vez desilusión y alivio al encontrarse con la rubicunda cara de la portera:

– Ay, don Mariano, usted disculpe, pero se me olvidó darle esta carta antes, como fui donde el médico, que tengo la pierna que me duele mucho, usted ya sabe, pues que se me fue de la cabeza, fíjese qué tonta, y corno es del juzgado, pues me he dicho, lo mismo es importante, se la llevas ahora mismo a don Mariano…

¿Del juzgado? ¿Una carta del juzgado para él? Se desembarazó lo más pronto que pudo de Paquita y desgarró el sobre: era una citación para ocho días más tarde. ¡Una citación! Se quedó tan impresionado que no pudo dormir en toda la noche.

A la mañana siguiente llegó al trabajo más temprano de lo que era en él habitual, y eso que jamás se había retrasado en los dieciocho años que llevaba como empleado. Lo primero que hizo fue pedir consejo al abogado del banco, a quien enseñó, todo tembloroso, el papel fatídico:

– Ni se preocupe, hombre. Seguro que esto es algo relacionado con las multas de tráfico -dijo el tipo tras haber echado una ojeada superficial a la citación.

– Pero es que yo ni sé conducir ni tengo coche -balbució Mariano.

– Pues será cualquier otra cosa. No se apure. Ni caso.

El que no le hacía ni caso era el letrado, de manera que Mariano tuvo que afrontar la inquietud de la espera por sí solo. Transcurrieron los días con lentitud criminal, sin que el acomodo de las pequeñas rutinas cotidianas tuviera su habitual efecto balsámico, antes al contrario, parecían entorpecer la marcha de las horas. Pero todo llega, y al fin llegó la fecha marcada en el papel; y cuando Mariano se presentó en el juzgado embutido en el severo traje de las bodas (lo llamaba así porque se lo había comprado ocho años antes para los esponsales del director de su sucursal), resultó que el antipático abogado del banco había estado más o menos acertado en sus apreciaciones. Porque desde luego era algo relacionado con el tráfico:

– Verá, está usted demandado por el impago de los daños a terceros causados por su coche -le explicó el secretario judicial.

– ¿Mi coche? ¡Pero si no tengo!

– Aquí consta que es usted propietario de un Ford Fiesta matrícula M-2848-EL, vehículo que embistió contra una moto Honda que se encontraba correctamente aparcada, causándole destrozos por valor de 225.000 pesetas.

– ¡Pero, si no sé conducir!

– Pues será por eso, señor mío, será por eso -gruño el secretario, ya aburrido del tema.

A base de tiempo y sofocones, Mariano consiguió comprender lo que estaba pasando. Tres años atrás le habían robado la cartera en el metro, con poco dinero, pero con su carnet de identidad. Repuso el documento y se olvidó del caso, pero al parecer el ladrón había utilizado su carnet para adquirir un coche de segunda mano que ahora una mujer morena iba estrellando con feroz contumacia contra todo tipo de obstáculos: motos, otros vehículos, papeleras municipales. Con la agravante de que el Ford en cuestión no tenía seguro, de modo que los damnificados siempre acababan denunciándole a él, que era el dueño legal que aparecía en los papeles que la mujer mostraba.

La moto Honda no fue sino el comienzo: en las semanas siguientes empezaron a lloverle las denuncias. Mariano explicó su caso una y otra vez, juró de rodillas que el coche no era suyo y se mesó con convincente desesperación sus escasos cabellos, pero no logró que la máquina legal se detuviera. Un día incluso se fue a visitar la gestoría que se había encargado de los papeles de compraventa del Ford.