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– ¡Claro que me acuerdo de aquella operación! -exclamó el director de la gestoría en cuanto que fue puesto en antecedentes-: Usted mismo vino aquí en compañía de su esposa, que era iraní, para adquirir el coche.

– ¿Yo? Yo nunca había venido antes por aquí. Ésta es la primera vez que le veo a usted en toda mi vida -respondió Mariano, estupefacto.

– Pues lo siento, pero era usted. Y si no era usted, era alguien que era exactamente usted. Me acuerdo muy bien, porque aquella mujer tenía algo especial, esa cosa árabe y exótica… Era muy atractiva, si me permite usted que hable así de su esposa…

Mariano no tuvo más remedio que permitírselo, de la misma manera que no tuvo más remedio que rendirse a la presión de la injusta justicia e ir pagando uno tras otro todos los desperfectos. Sus discretos ahorros empezaron a menguar rápidamente: de seguir así pronto no tendría nada. Pero no era eso lo que más preocupaba a Mariano. Lo peor era que había perdido la calma, el control, la disciplina; que era incapaz de vivir su antigua vida, como si de repente el sentido o tal vez la resignación que unía sus actos hubiera desaparecido por completo, de modo que su existencia ahora era un caos de fragmentos inconexos, una angustia espasmódica sostenida por una única obsesión: esa mujer, la mujer, la supuesta iraní, la gran impostora; esa hembra enigmática que se hacía pasar por su esposa, que iba invocando su nombre, el nombre de él, por todo el mundo; esa inquietante ladrona, en fin, de su cartera y de su vida.

Pasaron así cerca de seis meses de pesadilla, en el transcurso de los cuales Mariano dejó de ser el empleado modelo: ya no contestaba cuando le preguntaban, tenía la casa llena de polvo y cadáveres de moscas, olvidaba tomarse su vermut vespertino, no volvió a leer un novelón y achicharró más de una vez su comida al recalentarla. Tan desesperado llegó a estar, tan obsesionado por esa mujer remota que se decía suya, que al cabo, y para no volverse loco, decidió pasar a la acción.

Y así, pidió un mes sin empleo y sin sueldo en el banco, se compró un enorme mapa de Madrid que chincheteó a la pared y empezó a analizar los accidentes que la mujer había sufrido. Tres de ellos habían sucedido en sitios lejanos y dispares de la ciudad; pero los otros cuatro habían tenido lugar en un espacio relativamente mínimo del casco urbano, dentro del mismo barrio, en las callejas antiguas por detrás de la plaza de Ramales. Por fuerza la mujer tenía que vivir por allí, o tal vez visitaba a alguien en la zona. Mariano se fue a la plaza de la ópera y empezó a peinar las calles adyacentes; conocía la marca del coche, el color, la matrícula; intentaba encontrar el vehículo para encontrarla a ella. Pero se pasó dos días recorriéndose concienzudamente la barriada sin obtener mayores resultados que un dolor de pies fenomenal. Era como buscar una mísera cana entre las espesas lanas de una oveja.

Entonces fue cuando Mariano tuvo su gran idea, la mejor ocurrencia de su vida. Pensó: los coches necesitan gasolina para funcionar (y éste fue un razonamiento en verdad meritorio, puesto que Mariano no conducía). Y pensó más: en toda la zona no hay otra gasolinera que un modesto dispensador de Campsa en la plaza de Oriente. Partiendo de estas premisas, la conclusión parecía lógica: si la mujer vivía por aquí, en algún momento tendría que repostar en ese surtidor.

De modo que Mariano se trasladó a vivir a la plaza de Oriente. Es decir, se mudó a uno de los bancos de la plaza, desde el que vigilaba día y noche el surtidor de Campsa. Los empleados, mosqueados con su pertinaz y súbita presencia, avisaron a la policía a eso de las once de la noche de su primer día de vigilancia. Al rato apareció una lechera y los guardias le pidieron los papeles.

– ¿Es usted un vagabundo? -preguntaron.

– No, señor agente. Tengo casa y trabajo -argumentó Mariano con un aire muy digno.

– ¿Y qué hace aquí sentado durante todo el día?

– ¿Está prohibido, acaso?

Iba bien vestido y todo estaba en orden, así que tuvieron que dejarlo en paz. Por otra parte, los empleados de Campsa se acostumbraron muy pronto a su presencia y lo incorporaron al paisaje urbano clasificado corno un loco más. Por fortuna el surtidor cerraba de doce de la noche a ocho de la mañana, de modo que Mariano podía ir a su casa, descansar un poco, ducharse, cambiarse de ropa y preparar la tartera con comida para la jornada siguiente. Así fueron cayendo los días, cada vez más engastados en la nueva rutina, cada vez más iguales los unos a los otros. Era noviembre y el tiempo se enfriaba, de modo que Mariano empezó a llevarse una manta con la que se tapaba las rodillas y un termo con café y coñac para aguantar la helada.

Hasta que al fin sucedió. Fue una tarde a eso de las cuatro, cuando en la plaza había poca gente, porque todo el mundo estaba comiendo todavía. Llegó un Ford color guinda bastante viejo y magullado, y se detuvo frente al surtidor. Mariano leyó la matrícula: era la que buscaba. La volvió a leer y a releer: sí, era ésa, no había duda. No se sintió excitado, sino somnoliento, aturdido, sonámbulo. Dobló la manta con cuidado y la dejó en el banco junto con el termo, y luego se dirigió despacio hacia el vehículo. Para entonces debía de llevar unas tres semanas haciendo guardia.

– Hola.

Mariano se asomó por la ventanilla del conductor mientras el empleado de la estación llenaba el depósito y dijo simplemente eso, un «hola» átono y modesto.

– Hola -repitió. La mujer le miró desde abajo, sentada como estaba frente al volante. Se encontraba sola. Frunció el ceño, como alguien que quiere recordar un nombre sin acabar de conseguirlo.

– Soy Mariano -dijo él con sencillez.

Entonces los ojos de la mujer se agrandaron. Eran muy grandes de por sí y muy negros, cargados de pesado rímel y de cohol, pero se abrieron aún más. Con reconocimiento, quizá con algo de sorpresa, pero no con susto, eso desde luego.

– Claro. Mariano -dijo, en un español sin acento de extranjería. Y sonrió amistosa-: Vivo aquí cerca, en la calle Factor. ¿Quieres venir a casa un momento? Podemos tomarnos un café o un té y charlar un rato.

Y Mariano dijo que sí. Asintió a la primera, para su propia sorpresa, y se metió en el coche de la mujer. Con naturalidad aparente, pero con el corazón retumbando en su pecho. Adónde voy, se preguntaba Mariano con angustia mientras daban la vuelta a la plaza de Ramales. Qué me puede pasar. Es una delincuente. Puede ser una trampa. Tal vez quiera matarme. Y el corazón se le estrellaba contra las costillas como un pájaro loco en una jaula.

Aparcó la mujer sobre una acera, salió del Ford y le hizo una seria para que le siguiera. Caminaron por la estrecha calle de Factor hasta llegar al número cinco, que era una vieja casa de vecinos desconchada y lúgubre. Subieron a pie la sórdida escalera hasta el cuarto piso, y allí la mujer abrió una pequeña puerta que parecía añadida con posterioridad al trazado primitivo del edificio.

– Pasa y ponte cómodo, como si estuvieras en tu casa -dijo ella, hablando por vez primera desde que intercambiaron los saludos en la plaza.

El lugar era diminuto y todas las ventanas daban al patio interior: era uno de esos apartamentos chapuceramente construidos a fuerza de robar habitaciones a un espacioso piso antiguo. Las paredes estaban recubiertas con telas orientales, el sofá era un cúmulo de cojines de seda y había velas e incensarios por todas partes.

– ¿Quieres un café?

– Bueno.

– ¿O mejor un té de menta?

– Bueno.

– ¿En qué quedamos, el café o el té?

– El té. Por favor.

La mujer desapareció tras una rumorosa cortina de abalorios en lo que parecía ser una cocinita y trajinó allá dentro durante unos minutos. Al cabo salió con una bandeja, tazas, una tetera humeante y un plato de buñuelos recubiertos de miel.

Mariano agarró entre dos dedos el pringoso dulce y mordisqueó una punta, más que nada por hacer algo. La mujer sirvió el té. Debía de tener unos treinta y cinco anos y era muy morena, con el pelo rizado y suelto hasta los hombros, la cara carnosa y fuerte. Vestía una falda larga de florecitas, botas vaqueras bastante ruinosas, una camiseta roja y un jersey gris de cuello en pico por encima, tan grueso como si la mujer fuera a pasarse la noche a la intemperie y tan grande como si perteneciera a un varón.