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No recuerdo cómo bajé, y tampoco por qué. Mi primera memoria del espanto fue un estruendo aterrador de témpanos que se desploman en la Antártida. Me miré a los pies, y tardé un tiempo infinito en comprender que ese estruendo era el ruido de mis talones al deslizarse por encima de la hierba del talud, aplastando las delicadas hebras de la escarcha. Entonces entendí: había abandonado la seguridad de la calle, había saltado por encima del pretil, había descendido por la pina ladera congelada; y, en un momento dado, había empezado a resbalar. Patinaba lentamente, talud abajo, hacia el abismo que se abría a mis pies. Apenas si quedaban tres metros de tierra por delante; y después estaba la gran caída. Treinta metros, quizá, hasta la dura acera de la calle Segovia, que pasa por debajo del Viaducto. Y, sin embargo, no acababa de caer. Tuve que hacer otro inmenso esfuerzo de concentración para darme cuenta de que estaba agarrada a unas ramitas. Mi vida pendía de dos briznas de matorral reseco.

Empecé a gritar. Me oí pedir socorro allá a lo lejos: y bajo mis pies crujía ensordecedoramente el hielo roto. Seguía gritando cuando le vi asomarse sobre el pretil. «Calma», me dijo; «tranquilízate, ahorra las fuerzas. No tengas miedo: te sacaré de ahí». Era un chico joven. Moreno, el pelo corto y crespo, los ojos grises, un lunar junto al labio: vi su rostro con pavorosa precisión lisérgica. «Tranquila», seguía diciendo él, mientras pasaba una pierna por encima del muro, y luego otra; y ahora ya estaba del mismo lado que yo, sólo que más arriba y aún agarrado a la seguridad inalcanzable de la piedra.

Le vi mirar alrededor el camino a seguir, y luego, con total decisión y una calma envidiable, empezó a bajar por la ladera helada. Se apoyó en una piedra, puso el pie derecho en una hendidura, se sujetó después a unos matorrales. Antes de que pudiera darme cuenta ya le tenía muy cerca. Su barbilla era picuda, sus pómulos altos. Me tendió una mano: «Tranquila, tranquila». Pero yo no podía cogerle sin soltarme, yo no podía cogerle sin caerme. Gente de nuevo. Era un ruido espantoso: mi propio chillido me asustó. El chico volvió a hablar: «¡Cálmate! Ya estoy aquí. No te va a pasar nada, no te preocupes». Pero la voz le salía entrecortada, envuelta entre columnas de vapor. Bajó un paso más y resbaló medio metro por la pendiente: sin embargo, consiguió sujetarse a un esmirriado brezo. Ahora estaba un poco por debajo, junto a mí. Resoplaba como un motor mal ajustado. Afianzó los talones en la ladera y me empujó hacia arriba. «Coge aquella rama.» La cogí. «Pon el pie ahí arriba.» Intenté ponerlo. Él empujaba y empujaba desde atrás, y yo, cosa increíble, iba subiendo. Sobre mi cabeza, otro hombre, arrimado al pretil, extendía su brazo hacia nosotros. Crujía la escarcha, resonaban nuestras respiraciones agitadas, retumbaba mi corazón en los oídos: el resto era silencio. Al fin, el tipo de arriba logró asirme de la muñeca y tiró de mí. Perdí el contacto con las manos del chico mientras iba volando hacia la vida junto al muro ya, sujeta por varios brazos, me volví a mirar. Él seguía trepando poco a poco. Entonces sucedió: el brezo, sobre el que ahora apoyaba un pie, se arrancó de cuajo con un coágulo de tierra entre las raíces. El muchacho perdió apoyo, pataleó sobre la pendiente resbaladiza, se intentó agarrar a las hierbas congeladas, frágiles y arácnidas, que se iban haciendo trizas bajo sus dedos. Durante un instante de quietud interminable le vi allá abajo, con los brazos y las piernas extendidos en aspa, su rostro vuelto hacia nosotros, sus ojos en los míos, con una expresión intensa pero inexplicable, ni un grito, ni un rictus, sólo esos ojos ardiendo en una cara tan impenetrable como el mármol. Y luego, súbitamente, desapareció. Cayó, se desplomó, voló extendido como una estrella por los aires.

Se rompió contra el suelo, allá abajo, con un crujido sordo, insoportable. Escuché un alarido: de nuevo había salido de mi boca.

Se llamaba Miguel Reguero, eso lo supe luego. Tenía veintiún años. Veintiún años, tres meses y siete días. Estudiaba el último curso de Ciencias Exactas y era un alumno brillante. Le gustaban las novelas de Vladimir Nabokov, la música de Pink Floyd, el ajedrez, los churros recién hechos, las películas de Stanley Kubrick, la ciencia-ficción, correr por las mañanas seis o siete kilómetros. Todo esto y mucho más lo fui conociendo poco a poco, con ávida ansiedad, a fuerza de ir exprimiendo a sus amigos de la facultad, a sus conocidos, a sus padres. Miguel había muerto por mí, había muerto en mi muerte, y ahora yo llevaba sobre mis hombros el peso insoportable de su vida.

Era hijo único. Su padre era subdirector en un periódico; su madre, traductora de inglés. Gente educada e inteligente, de modo que su dolor fue también educado y discreto. Yo me colapsé, enfermé, medio enloquecí. Merodeé como un tiburón alucinado por el funeral y por el entierro, sin valor para acercarme, sin valor para irme. Un par de meses después, obsesionada, me presenté de madrugada en el periódico en donde trabajaba el padre; y el hombre, con rara cortesía, no me echó. Empecé a frecuentar su compañía: le llamaba de vez en cuando, le esperaba a la salida del diario. Me ofrecí para hacerles recados, a él o a su mujer; para acompañarles a donde quisieran, para atender sus necesidades. Quería restañar, cerrar, cauterizar la herida infinita; quería aliviar, llenar, cegar el hueco irrellenable. En las siguientes Navidades, les obsequié con aquellos regalos que pensé que Miguel les habría hecho: un pañuelo italiano de seda para la madre, una pipa tallada para el padre. La noche que le di los paquetitos, envueltos en papel festivo y restallante (era una madrugada de diciembre, muy cerca del primer aniversario de la muerte de él), el padre cogió las cajas con dedos recelosos, como si estuviera manipulando un explosivo. «Escucha», me dijo: «Escucha, si de verdad quieres hacernos un favor, no vuelvas más. No llames, no aparezcas, no des señales de vida, por favor. Cada vez que te vemos nos acordamos de éclass="underline" y preferiríamos verte muerta». Ése fue el final de mis ansias filiales.

Pero no el final de la pesadilla. Abandoné a mi gente. A mi familia, con la que, por otra parte, nunca me había entendido bien. A mis amigos, todos ellos melenudos y fronterizos, todos ellos con vocación de marginales. Cambié de aspecto. Dejé las faldas floreadas, los pañuelos baratos de la India. Ahora me vestía con ropas discretas e imprecisas, pantalones vaqueros, jerséis grises o azules, ese tipo de prendas que uno jamás recuerda, atuendos-sombra para perderse en ellos. Empecé a frecuentar el bar de Exactas. Allí me hice amiga de los amigos de Migueclass="underline" me contaron sus gustos, sus modos, sus costumbres. Me puse a estudiar matemáticas por mi cuenta, aunque por entonces yo cursaba Derecho y nunca se me habían dado bien las Ciencias. Me debatía durante semanas y semanas con cuestiones teóricas tan impenetrables como un bloque de plomo: problemas sobre las lógicas polivalentes, por ejemplo, y sus relaciones con la lógica clásica y binarla… Ésos eran los estudios que desarrollaba Miguel antes de matarse con mi muerte. Intenté reproducir, en mi pobre cabeza, toda esa vida neuronal que yo había cercenado.

Y corría por las mañanas, por supuesto. Yo, que siempre había sido nocturna y perezosa, empecé a levantarme de madrugada y a dar trotes por el barrio como una autómata, bien envuelta en franelas deportivas. Sólo entonces, corriendo, con el corazón aturdido y la sangre zumbándome en los oídos, lograba dejar de escuchar el crujido fatal de los huesos al romperse. Corría, pues, mañana tras mañana, y al acabar la ordalía desayunaba churros en un bar, disfrutando del dolor de los músculos, del cuerpo torturado (ese cuerpo robado a los gusanos: mientras que el de él ya era un puro detritus, polvo orgánico).