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De modo que a veces empezó a faltar a la cita del autobús de las nueve; y, cuando iba, los trayectos comenzaron a convertirse en algo embarazoso. Allí, a la cruda luz de la mañana, entre el sudor y el olor a sueño de los otros viajeros, zambullidos en la mera realidad, ya no sabían de qué hablar, cómo mirarse, qué hacer o qué decir; tanto los había sobrepasado, en su atrevimiento, la escritura y el ensueño cibernético. Es decir, la escritura de ella; porque Ruggiero hacía malabarismos con sus cartas para quedarse siempre en un perfecto limbo entre lo cariñoso y lo remoto, y nunca terminaba sus mensajes con nada más caliente ni más íntimo que un muy cauteloso «cuídate».

Y, mientras tanto, Ana proseguía su descenso a la total indignidad con las velas al viento.

Qué extraña enfermedad es la pasión. Desde niños llevamos en el ánimo un dolor, una herida sin nombre, una necesidad frenética de entregarnos al Otro. A ese Otro, que está dentro de nosotros y no es más que vacío, lo intentamos encontrar por todas partes: nos o inventamos en nuestros compañeros de universidad, en el colega de trabajo, en nuestro vecino. Como Ana y Ruggiero. Ahora bien, cuando ese perfecto extraño no responde a nuestra necesidad y nuestra fabulación, entonces nos embarga la tristeza más honda y más elemental, esa desolación que Dios debió de crear en el Primer Día, tan antigua es y tan primordial. Desciende la melancolía del desamor sobre nosotros como una lluvia de muerte sólo comparable a la del Diluvio Universal; porque igual de tristes y de excluidos y de condenados a la no vida debieron de sentirse, cuando aquella hecatombe, todos los seres que no encontraron plaza en el Arca de Noé. Aupados a una última colina que en pocas horas también se anegaría, las criaturas no admitidas contemplarían con desgarradora nostalgia cómo se alejaba la barca salvadora, toda ella repleta de parejas. Las felices e inalcanzables parejas de los otros.

Ana también miraba cómo Ruggiero se iba apartando de ella acompañado de su mujer y sus hijos, de todas esas cosas que él tenía y con las que había llenado su Arca de Noé particular; y, mientras le veía desaparecer en el horizonte, ella iba cumpliendo una vez más todas las etapas habituales de la infamia. Por citar unas cuantas: rogó. Suplicó. Le juró que dejaría de escribirle. Se desdijo. Le juró que dejaría de quererle. Se desdijo otra vez. Si no había llegado para el autobús de las nueve, se esperaba hasta el de las nueve y media para ver si venía (aunque lloviera o tronara o granizara o soplara un vendaval insoportable). Incluso empezó a ir al autobús de las ocho y media, por si acaso él se levantaba antes (aunque soplara un vendaval insoportable o tronara o lloviera o granizara). Y además: cada vez que veía el nombre de Ruggiero en los buzones del portal le entraba taquicardia. Cada vez que oía o leía o veía algo relacionado con Italia le abrumaba el desconsuelo. Cada vez que caía un periódico en sus manos creía morir de añoranza aguda. Inventó platos seudoitallanos para homenajearle secretamente en la distancia: Provolone al Corriere della Sera, Espinacas Milanesas Rugientes; tanto los empleados del restaurante como los clientes estaban turulatos ante lo estrafalario de los actos de Ana. La gente no entendía, no podía saber que, por entonces, ella no tenía otro afán en la vida que el de embarcarse en el antiguo viaje, el único que en verdad merece la pena realizar, ese viaje que te conduce al otro a través del cuerpo. Porque no hay prodigio mayor en la existencia que la exploración primera de una piel que se añora y se desea. Conquistar el cuello del amado con la punta de los dedos, descubrir el olor de sus axilas, zambullirse en el deleite del ombligo, adentrarse en el secreto de esa boca entreabierta como quien se aventura en la inexplorada Isla del Tesoro.

De manera que Ana siguió haciendo el ridículo durante algunos meses.

Hasta que una madrugada, en un momento de lucidez, O quizá de hastío, o probablemente temiendo haberle hecho mala impresión con tantas quejas, le mandó una carta razonable a su vecino. Estoy contenta con mi vida, le venía a decir; no me importa que no hayas respondido a mis avances, se sugería entre líneas. Y terminaba, magnánima y airosa, enviándole un «casi amistoso beso». Ruggiero le contestó a la mañana siguiente, con una celeridad y una expresividad insólitas en él desde hacía mucho tiempo. Su carta, larga, locuaz, chistosa, estaba llena de alivio y de palabras afectuosas: «Qué bien que estás contenta, yo soy contento si tu estás feliz», decía. Y al final se despedía con unos inesperados «besos arru’stosos».

Ana hubiera querido matarle. Fue la estocada final, la herida última; ella había sobrellevado su creciente frialdad, su desatención y sus retrasos, pero lo que ya no podía soportar era todo ese afecto equivocado. ¿De modo que durante meses le había sido tan difícil escribir en sus cartas una miserable expresión cariñosa (todos esos petrificados circunloquios del «cuídate») y ahora era capaz de pasar, de la noche a la mañana y tan fácilmente, a los exuberantes besos amistosos? Pero, entonces, ¿no había sido timidez, no había sido represión emocional, no había sido diferencia cultural, sino que simplemente nunca la había mirado como Ana había querido que la mirara? El rugiente Ruggiero no rugía para ella.

«Me mandas besos amistosos, y deduzco por ello que a lo mejor pretendes ser mi amigo. Pues lo siento mucho, Ruggiero, pero ya ves, tengo amigos de sobra y ni necesito ni me interesa entablar una amistad con nadie más. O, por lo menos, no tengo ningún interés en hacerlo contigo. ¡Ah! Por cierto: cuídate.» Este texto lo escribió Ana, este texto lo envió como última carta de su precaria historia.

Y a partir de entonces, muy furiosa y muy digna, empezó a coger el autobús de las nueve y media.

Amor ciego

Tengo cuarenta años, soy muy fea y estoy casada con un ciego.

Supongo que algunos se reirán al leer esto; no sé por qué, pero la fealdad en la mujer suele despertar gran chirigota. A otros la frase les parecerá incluso romántica: tal vez les traiga memorias de la infancia, de cuando los cuentos nos hablaban de la hermosura oculta de las almas. Y así, los sapos se convertían en príncipes al calor de nuestros besos, la Bella se enamoraba de la Bestia, el Patito Feo guardaba en su interior un deslumbrante cisne y hasta el monstruo del doctor Frankenstein era apreciado en toda su dulce humanidad por el invidente que no se asustaba de su aspecto. La ceguera, en fin, podía ser la llave hacia la auténtica belleza: sin ver, Homero veía más que los demás mortales. Y yo, fea de solemnidad, horrorosa del todo, podría haber encontrado en mi marido ciego al hombre sustancial capaz de adorar mis virtudes profundas.

Pues bien, todo eso es pura filfa. En primer lugar, si eres tan fea como yo lo soy, fea hasta el frenesí, hasta lo admirable, hasta el punto de interrumpir las conversaciones de los bares cuando entro (tengo dos ojitos como dos botones a ambos lados de una vasta cabezota; el pelo color rata, tan escaso que deja entrever la línea gris del cráneo; la boca sin labios, diminuta, con unos dientecillos afilados de tiburón pequeño, y la nariz aplastada, como de púgil), nadie deposita nunca en ti, eso puedo jurarlo, el deseo y la voluntad de creer que tu interior es bello. De modo que en realidad nadie te ama nunca, porque el amor es justamente eso: un espasmo de nuestra imaginación por el cual creemos reconocer en el otro al príncipe azul o la princesa rosa. Escogemos al prójimo como quien escoge una percha, y sobre ella colgamos el invento de nuestros sueños. Y da la maldita casualidad de que la gente siempre tiende a buscar perchas bonitas. Da la cochina casualidad de que a las niñas lindas, por muy necias que sean, siempre se les intuye un interior emocionante. Mientras que nadie se molesta en suponer un alma hermosa en una mujer canija y cabezota con los ojos demasiado separados. A veces esta certidumbre que acompaña mi fealdad escuece como una herida abierta: no es que no me vean, es que no me imaginan.