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En cuanto a mi marido, sin duda se casó conmigo porque es ciego. Pero no porque su defecto le hubiera enriquecido con una mayor sintonía espiritual, con una sensibilidad superior para amarme y entenderme, sino porque su incapacidad le colocaba en desventaja en el competitivo mercado conyugal. Él siempre supo que soy horrorosa, y eso siempre le resultó mortificante. Al principio no nos llevábamos tan maclass="underline" es listo, es capaz (trabaja como directivo de la ONCE) y cuando nos casamos, hace ya siete años, incluso fue dulce en ocasiones. Pero estaba convencido de haber tenido que cargar con una fea monótona por el simple hecho de ser invidente, y ese pensamiento se le pudrió dentro y le llenó de furia y de rencor. Yo también sabía que había cargado con un ciego porque soy medio monstrua, pero la situación nunca me sacó de quicio como a él, no sé bien por qué. Tal vez sea cosa de mi sexo, del tradicional masoquismo femenino que nos hace aguantar lo inaguantable bajo el espejismo de un final feliz; o tal vez sea que él, en la opacidad de su mirada, dejó desbocar su imaginación y me creyó aún más horrenda de lo que en realidad soy, la Fealdad Suprema, la Fealdad Absoluta e Insufrible retumbando de una manera ensordecedora en la oscuridad de su cerebro.

A decir verdad, con el tiempo yo me había ido acostumbrando o quizá resignando a lo que soy. Me tengo por una mujer inteligente, culta, profesionalmente competente. Soy abogada y miembro asociado en una compañía de seguros. Sé lo que mis compañeros dicen de mí a mis espaldas, las burlas, las bromas, los apodos: señora Quitahipos, la Ogra Mayor… Pero he tenido una carrera meteórica: que se fastidien. Empecé en el mundo de las pólizas desde abajo, como vendedora a domicilio. Con mi cara, nadie se atrevía a cerrarme la puerta en las narices: unos por conmiseración, como quien se reprime de maltratar al jorobado o al paralítico; y otros por fascinación, atrapados en la morbosa contemplación de un rostro tan difícil. Estos últimos eran mis mejores clientes; yo hablaba y hablaba mientras ellos me escrutaban mesmerizados, absortos en mis ojos pitarrosos (produzco más legañas que el ciudadano medio), y al final siempre firmaban el contrato sin discutir: la pura culpa que los corroía, culpa de mirarme y de disfrutarlo. Como si se hubieran permitido un placer prohibido, como si la fealdad fuera algo obsceno. O sea que el ser así me ayudó de algún modo en mi carrera.

Además de las virtudes ya mencionadas, tengo una comprensible mala leche que, bien manejada, pasa por ser un sentido del humor agudo y negro. De manera que suelo caer bien a la gente y tengo amigos. Siempre los tuve. Buenos amigos que me contaban, con los ojos en blanco, cuánto amaban a la tonta de turno sólo porque era mona. Pero este comportamiento lamentable es consustancial a los humanos: a decir verdad, incluso yo misma lo he practicado. Yo también he sentido temblar mi corazón ante un rostro hermoso, unas espaldas anchas, unas breves caderas. Y lo que más me fastidia no es que los hombres guapos me parezcan físicamente atractivos (esto sería una simple constatación objetiva), sino que al instante creo intuir en ellos los más delicados valores morales y psíquicos. El que un abdomen musculoso o unos labios sensuales te hagan deducir inmediatamente que su propietario es un ser delicado, caballeroso, generoso, tierno, valiente e inteligente, me resulta uno de los más grandes y estúpidos enigmas de la creación. Mi marido tiene un abdomen de atleta, unos buenos labios. Pero me besó con ellos y no me convertí en princesa, no dejé de ser sapo. Y él, en quien imaginé todo tipo de virtudes, se fue revelando como un ser violento y amargado.

No tengo espejos en mi casa. Mi marido no los necesita y yo los odio. Sí hay espejos, claro, en los servicios del despacho; y normalmente me lavo las manos con la cabeza gacha. He aprendido a mirarme sin verme en los cristales de las ventanas, en los escaparates de las tiendas, en los retrovisores de los coches, en los ojos de los demás. Vivimos en una sociedad llena de reflejos: a poco que te descuidas, en cualquier esquina te asalta tu propia imagen. En estas circunstancias, yo hice lo posible por olvidarme de mí. No me las apañaba del todo mal. Tenía un buen trabajo, buenos amigos, libros que leer, películas que ver. En cuanto a mi marido, nos odiábamos tranquilamente. La vida transcurría así, fría, lenta y tenaz como un río de mercurio. Sólo a veces, en algún atardecer particularmente hermoso, se me llenaba la garganta de una congoja insoportable, del dolor de todas las palabras nunca dichas, de toda la belleza nunca compartida, de todo el deseo de amor nunca puesto en práctica. Entonces mi mente se decía: jamás, jamás, jamás. Y en cada jamás me quería morir. Pero luego esas turbaciones agudas se pasaban, de la misma manera que se pasa un ataque de tos, uno de esos ataques furiosos que te ponen al borde de la asfixia, para desaparecer instantes después sin dejar más recuerdo que una carraspera y una furtiva lágrima. Además, sé bien que incluso a los guapos les entran ganas de morirse algunas veces.

Hace unos cuantos meses, sin embargo, empecé a sentir una rara inquietud. Era como si me encontrara en la antesala del dentista, y me hubiera llegado el turno, y estuviera esperando a que en cualquier momento se abriera la fatídica puerta y apareciera la enfermera diciendo: «Pase usted» (el símil viene al caso porque me sangran las encías y mis dientecillos de tiburón pequeño siempre me han planteado muchos problemas). Le hablé un día a Tomás de esta tribulación y esta congoja, y él dictaminó: «Ésa es la crisis de los cuarenta». Tal vez fuera eso, tal vez no.

El caso es que a menudo me ponía a llorar por las noches sin ton ni son, y empecé a pensar que tenía que separarme de mi mando. No sólo me sentía fea, sino enferma.

Tomás era el auditor. Venía de Barcelona, tenía treinta y seis años, era bajito y atractivo y, para colmo, se acababa de divorciar. Su llegada revolucionó la oficina: era el más joven, el más guapo. Mi linda secretaria (que se llama Linda) perdió enseguida las entendederas por él. Empezó a quedarse en blanco durante horas, contemplando la esquina de la habitación con fijeza de autista. Se le caían los papeles, traspapelaba los contratos y dejaba las frases a medio musitar. Cuando Tomás aparecía por mi despacho, sus mejillas enrojecían violentamente y no atinaba a decir ni una palabra. Pero se ponía en pie y recorría atolondradamente la habitación de acá para allá, mostrando su palmito y meneando las bonitas caderas, la muy perra (toda bella, por muy tonta o tímida que sea, posee una formidable intuición de su belleza, una habilidad innata para lucirse). Yo asistía al espectáculo con curiosidad y cierto inevitable desagrado. No había dejado de advertir que Tomás venía mucho a vernos; primero con excusas relativas a su trabajo, después ya abiertamente, como si tan sólo quisiera charlar un ratito conmigo. A mí no me engañaba, por supuesto: estaba convencida de que Linda y él acabarían enroscados, desplomados el uno en el otro por la inevitable fuerza de gravedad de la guapeza.

Y eso me fastidiaba un poco, he de reconocerlo. Lo cual era un sentimiento absurdo, porque nunca aspiré a nada con Tomás. Sí, era sensible a sus dientes blancos y a sus ojos azules maliciosos y a los cortos rizos que se le amontonaban sobre el recio cogote y a sus manos esbeltas de dedos largos y al lunar en la comisura izquierda de su boca y a los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se aflojaba la corbata y a sus sólidas nalgas y al antebrazo musculoso que un día toqué inadvertidamente y a su olor de hombre y a sus ojeras y a sus orejas y a la anchura de sus muñecas e incluso a la ternura de su calva incipiente (como verán, me fijaba en él); era sensible a sus encantos, digo, pero nunca se me ocurrió la desmesura de creerle a mi alcance. Los feos feísimos somos como aquellos pobres que pueden admirar la belleza de un Rolls Royce aun a sabiendas de que nunca se van a subir en un automóvil semejante. Los feos feísimos somos como los mendigos de Dickens, que aplastaban las narices en las ventanas de las casas felices para atisbar el fulgor de la vida ajena. Ya sé que me estoy poniendo melodramática: antes no me permitía jamás la autoconmiseración y ahora desbordo. Debo de haberme perdonado. O quizá sea lo de la crisis de los cuarenta.