El caso es que un día Linda me pidió por favor por favor por favor que la ayudara. Quería que yo le diera mi opinión sobre el señor Vidaurra (o sea, sobre Tomás); porque como yo era tan buena psicóloga y tan sabia, y como Vidaurra venía tan a menudo a mi despacho… No necesité pedirle que se explicara: me bastó con poner una discreta cara de atención para que Linda volcase su corazón sobre la plaza pública. Ah, estaba muy enamoriscada de Tomás, y pensaba que a él le sucedía algo parecido; pero el hombre debía de ser muy indeciso o muy tímido y no había manera de que la cosa funcionara. Y qué cómo veía yo la situación y qué le aconsejaba…
Tal vez piensen ustedes que ésta es una conversación insólita entre una secretaria y su jefa (recuerden que yo tengo que ganarme amigos de otro modo: y un método muy eficaz es saber escuchar), pero aún les va a parecer más rara mi respuesta. Porque le dije que sí, que estaba claro que a Tomás le gustaba; que lo que tenía que hacer era escribirle una carta de amor, una carta bonita; y que, como sabía que ella no se las apañaba bien con lo literario, estaba dispuesta a redactarle la carta yo misma. ¿Que cómo se me ocurrió tal barbaridad? Pues no sé, ya he dicho que soy leída y culta e incluso sensible bajo mi cabezota. Y pensé en el Cyrano y en probar a enamorar a un hombre con mis palabras. Quién sabe, quizá después de todo pudiera paladear siquiera un bocado de la gloria romántica. Quizá al cabo de los años Linda le dijera que fui yo. Así que me pasé dos días escribiendo tres folios hermosos; y luego Linda los copió con su letra y se los dio.
Eso fue un jueves. El viernes Tomás no vino, y el sábado por la tarde me llamó a mi casa: perdona que te moleste en fin de semana, ayer estuve enfermo, tengo que hacerte una consulta urgente de trabajo, me gustaría ir a verte. Era a principios de verano y mi marido estaba escuchando música sentado en la terraza. Ese día no nos hablábamos, no recuerdo ya por qué; le fui a decir que venía un compañero del trabajo y no se dignó contestarme. Yo tengo una voz bonita; tengo una voz rica y redonda, digna de otra garganta y otro cuello. Pero cuando me enfadaba con mi mando, cuando nos esforzábamos en odiamos todo el día, el tono se me ponía pitudo y desagradable. Hasta eso me arrebataba por entonces el ciego: me robaba mí voz, mi único tesoro.
Así que cuando llegó Tomás yo no hacía más que carraspear. Nos sentamos en el sofá de la sala, saqué café y pastas, hablamos de un par de naderías. Al cabo me dijo que Linda le había mandado una carta muy especial y que no sabía qué hacer, que me pedía consejo. Yo me esponjé de orgullo, descrucé las piernas, tosí un poco, me limpié una legaña disimuladamente con la punta de la servilleta. ¿Una carta muy especial?, repetí con rico paladeo. Sí, dijo él, una carta de amor, algo muy embarazoso, una niñería, si vieras la pobre qué cosas decía, tan adolescentes, tan cursis, tan idiotas; pero es que la pobre Linda tiene la mentalidad de una cría, es una inocente, una panoli, no toda una mujer, como tú eres.
Me quedé sin aliento: ¿mi carta una niñería? Enrojecí: cómo no me había imaginado que esto iba a pasar, cómo no me había dado cuenta antes, medio monstrua de mí, tan poco vivida en ese registro, tan poco amante, tan poco amada, virginal aún de corazón. La carta me había delatado, había desvelado mi inmadurez y mi ridícula tragedia: porque el dolor de amor suele resultar ridículo ante los ojos de los demás.
Pero no. Tomás no sabía que fui yo, Tomás no me creía capaz de una puerilidad de tal calibre, Tomás me había puesto una mano sobre el muslo y sonreía.
Repito: Tomás me había puesto una mano sobre el muslo.
Y sonreía, mirándome a los ojos como nunca soñé con ser mirada. Su mano era seca, tibia, suave. La mantenía abierta, con la palma hacia abajo, su carne sobre mi carne toda quieta. O más bien su carne sobre mis medias de farmacia contra las varices (aunque eran unas medias bastante bonitas, pese a todo). Entonces Tomás lanzó una ojeada al balcón: allí, al otro lado del cristal, pero apenas a cuatro metros de distancia, estaba mi mando de frente hacia nosotros, contemplándonos fijamente con sus ojos vacíos. Sin dejar de mirarle, Tomás arrastró suavemente su mano hacia arriba: la punta de sus dedos se metió por debajo del ruedo de mi falda. Yo era una tierra inexplorada de carne sensible. Me sorprendió descubrir el ignorado protagonismo de mis ingles, la furia de mi abdomen, la extrema voracidad de mi cintura. Por no hablar de esas suaves cavernas en donde todas las mujeres somos iguales (allí yo no era fea).
Hicimos el amor en el sofá, en silencio, sorbiendo los jadeos entre dientes. S¿ bien que gran parte de su excitación residía en la presencia de mi marido, en sus ojos que nos veían sin ver, en el peligro y la perversidad de la situación. Todas las demás veces, porque hubo muchas otras, Tomás siempre buscó que cayera sobre nosotros esa mirada ciega; y cuando me ensartaba se volvía hacia él, hacia mi marido, y le contemplaba con cara de loco (el placer es así, te pone una expresión exorbitada). De modo que en sus brazos yo pasé en un santiamén de ser casi una virgen a ser considerablemente depravada. A gozar de la morbosa paradoja de un mirón que no mira.
Pero a decir verdad lo que a mí más me encendía no era la presencia de mi marido, sino la de mi amante. La palabra amante viene de amar, es el sujeto de la acción, aquel que ama y que desea; y lo asombroso, lo soberbio, lo inconcebible, es que al fin era yo el objeto de ese verbo extranjero, de esa palabra ajena en mi existencia. Yo era la amada y la deseada, yo la reina de esos instantes de obcecación y gloria, yo la dueña, durante la eternidad de unos minutos, de los dientes blancos de Tomás y de sus ojos azules maliciosos y de los cortos rizos que se le amontonaban sobre el recio cogote y de sus manos esbeltas de dedos largos y del lunar en la comisura izquierda de su boca y de los dos pelillos que asomaban por la borda de la camisa cuando se aflojaba la corbata (cuando yo se la arrancaba) y de sus sólidas nalgas y del antebrazo musculoso y de su olor de hombre y de sus ojeras y sus orejas y la anchura de sus muñecas e incluso de la ternura de su calva incipiente. Todo mío.
Pasaron las semanas y nosotros nos seguimos amando día tras día mientras mi marido escuchaba su concierto vespertino en la terraza. Al fin Tomás terminó su auditoria y tuvo que regresar a Barcelona. Nos despedimos una tarde con una intensidad carnal rayana en lo feroz, y luego, ya en la puerta, Tomás acarició mis insípidas mejillas y dijo que me echaría de menos. Y yo sé que es verdad. Así que derramé unas cuantas lágrimas y alguna que otra legaña mientras le veía bajar las escaleras, más por entusiasmo melodramático ante la escena que por un dolor auténtico ante su pérdida. Porque sé bien que la belleza es forzosamente efímera, y que teníamos que acabar antes o después con nuestra relación para que se mantuviera siempre hermosa. Aparte de que se acercaba el otoño y después vendría el invierno y mi marido ya no podría seguir saliendo a la terraza: y siempre sospeché que, sin su mirada, Tomás no me vería.
Tal vez piensen que soy una criatura patética, lo cual no me importa lo más mínimo: es un prejuicio de ignorantes al que ya estoy acostumbrada. Tal vez crean que mi historia de amor con Tomás no fue hermosa, sino sórdida y siniestra. Pero yo no veo ninguna diferencia entre nuestra pasión y la de los demás. ¿Que Tomás necesitaba para amarme la presencia fantasmal de mi marido? Desde luego; pero ¿no acarrean también los demás sus propios y secretos fantasmas a la cama? ¿Con quién nos acostamos todos nosotros cuando nos acostamos con nuestra pareja? Admito, por lo tanto, que Tomás me imagino; pero lo mismo hizo Romeo al imaginar a su Julieta. Nunca podré agradecerle lo bastante a Tomás que se tomara el trabajo de inventarme.