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Sé bien que en mi condena judicial influyó notablemente el hecho de haber intentado un segundo «asesinato» -qué injusta, cruel palabra- tras la consumación del primero. ¿Cómo podría explicarles que hay personas cuya vida es tan banal que su muerte es el único gesto digno, la única hazaña dramática de toda su existencia, y que parecen vivir sólo para morir? Los dioses me ayuden, ahora que ya me aproximo al desenlace del relato, a saber encontrar la voz justa, el vocablo certero con que expresar la hondura épica de lo acaecido.

Un día decidieron volver a Madrid. Y digo decidieron, puesto que yo me resistía a abandonar esas Américas en las que sabía que debía de estar mi amor. No obstante, y tras cierto forcejeo, accedí a acompañarlos, ya que la presencia de Asunción seguía pareciéndome el último recurso posible para conectarme con Alí: siempre tuve la intuición de que mi señor volvería algún día a reclamar sus propiedades. Llegamos, pues, al Jawai, que seguía manteniendo en pie su portentoso deterioro, y Pepín nos recibió con alborozo, lagrimeo falaz de viejo senil y grandes temblores de papada. Pepín se apresuró a oficiar el sacrificio de tres copas de orujo una tras otra, dando las gracias a los cielos por nuestro buen regreso, y ni tan siquiera mencionó la ausencia del bienamado Alí, guardando un silencio infame y temeroso. Vime de nuevo instalado en mi camastrón de siempre, tras seis años de ausencia, y continué arrastrando mi desesperada vida mes tras mes, actuando en el club durante las noches, ahogándome de nostalgia en los días, recordando la apostura de mi dueño y abrasándome en el dolor de su ausencia que en ese decorado que habíamos compartido se me hacía aún más insoportable. Transcurrieron así quizá tres años en un sobrevivir cegado de atonía. Hasta que al fin sucedió todo.

El día amaneció aparentemente anodino, ni más alegre ni menos triste que otro cualquiera. La mañana debía de andar mediada, y yo me encontraba revisando el material del espectáculo, extendido sobre el carcomido tablado de madera. En ésas, escuché el susurro de una puerta al cerrarse blandamente. El local estaba vacío y oscuro, sólo dos focos iluminaban mi trabajo en el escenario. Procuré escudriñar las tinieblas más allá del círculo de luz: junto a la entrada vi un borrón indeciso, la figura de un hombre, que giró de inmediato y se dirigió hacia el piso por las escaleras interiores. No sé por qué -Ciertamente por la clarividencia del amor- sospeché que esa mancha fugaz debía de ser Alí pese a no haberle podido distinguir con precisión. El corazón se me desbocó entre las costillas, y sentí cómo el aliento se me congelaba en la nuez. Dejé los avíos de mago abandonados y corrí hacia el piso con toda la velocidad que pude imprimir a la escasez de mis piernas. Antes de entrar en la casa, sin embargo, me detuve, y quedé atisbando por la rendija de la puerta semiabierta. Al fondo estaba Asunción, desmelenada, ojimedrosa, mirando hacia un punto fijo de la habitación con gesto petrificado y carente de parpadeo. Y entonces le oí. Oí a mi dueño, a mi Alí, a mi bien amado, que hablaba desde el otro lado de la puerta, oculto para mis ojos, con voz quebrada y extraña: «Bueno, Asun, ¿no saludas a tu hombre?», decía, «¿no vienes a darme un beso, después de tantos años? Vuelvo a casa y ya no me volveré a marchar», añadía para mi gran gozo, «venga, mujer, ven a darme un beso si no quieres que te rompa los hocicos», concluía turbio y receloso. La mancha de su cuerpo cubrió la rendija, le vi de espaldas acercándose a Asun, le vi forcejear con ella, oí una sonora bofetada, un exabrupto, un gemido, Alí dio un traspié separándose de la mujer, y en la mano de Asunción brilló algo: era la bola, el pisapapeles de las nieves eternas de algodón, que siempre mantuvo un ridículo puesto de honor en la cómoda de la pared del fondo. La bola de vidrio cruzó el aire lanzada por feroz impulso. Oí un golpe seco, un quejido, luego una especie de sordo bramar; «vas a ver, puta, vas a ver quién soy yo, te vas a arrepentir de lo que has hecho», abrí un poco más la puerta, contemplé nuevamente las espaldas de Alí dirigiéndose hacia ella, en su diestra brillaba la vieja navaja cabritera y el paso de mi dueño era indeciso. Y en ese momento apareció por no sé dónde el miserable australiano, con pasmosa velocidad le sujetó el brazo armado, le propinó, ¡oh, no quisiera recordarlo!, un rodillazo en sus partes pudendas, recogió calmoso la navaja del suelo mientras observaba la figura acuclillada y retorcida de dolores de mi Alí. «Tú marchar a toda leshe», decía Ted, chulo y burlón, con el chirlo resaltando extrañamente lívido en su cara, «tú fuera o te mato, ¿sabiste?, largo, si volveré a verte aquí te mato, ¿sabiste?». Y le agarró del cogote y del cinturón de cuero -su viejo cinturón, su vara de mando, su báculo patricio- y le levantó en volandas, y apenas tuve tiempo de apartarme de la puerta, y Ted pasó ante mí sin verme y le arrojó escaleras abajo, el eunuco arrojó a mi bello héroe.

Callé, consternado ante tal subversión de valores, ante tal apocalipsis. Vi cómo el sombrío bulto de Alí se incorporaba del suelo gruñendo quedamente y cómo cojeaba hacia el estrado, hacia el frío círculo de luz. Bajé tras él chitón y cauto y me acerqué al escenario. Le Hamé. «Alí, Gran Alí», dije. Y él se volvió.

Cómo podría describir el infinito dolor, la melancolía, la mordedura ardiente que me causó su imagen. Estaba grueso, dilatado, calvo. Estaba, oh dioses, convertido en un desecho de sí mismo. Me costó trabajo reconocerle bajo la máscara de su rostro abotargado e inflamado: tenía los ojos muertos, la nariz enrojecida, el cráneo pelón y descamado, y, sobre una ceja, el sangriento moretón producido por el pisapapeles asesino. Qué crueles habían sido esos ocho años de ausencia para éclass="underline" le perdí siendo un dios, un guerrero, un titán, y le recuperé siendo un esclavo, un derrotado barrigudo, una condensación de sucesivas miserias. «Chepa», farfulló tambaleante, «ven aquí, Chepa, ven», añadió con aviesa mansedumbre. Me acerqué. Alí apoyaba su trastabilló de borracho en la mesita de laca del espectáculo. «Ven, ven», insistía. Me acerqué aún más, aunque hubiera preferido ocultar las lágrimas que me cubrían las mejillas. Alí extendió una mano torpe y me agarró del cuello. Hubiera podido evitar su zarpa fácilmente y sin embargo no quise. «Tú también, Chepa, ¿tú también quieres robarme y echarme de mi casa?», su mano apretaba y apretaba y yo lloraba negando con la cabeza, porque con la garganta no podía, tan cerrada la tenía por su tenaza y por mi propia tristeza. Sus ojos, que antaño fueron secretos, zainos y metálicos, estaban inyectados en sangre, con el blanco de color amarillento. Cuando ya me sentía asfixiar aflojó la mano y me soltó. «Los voy a matar, Chepa», decía con soniquete loco, «los voy a matar, conseguiré una pipa y los lleno de plomo, yo los mato». Y entonces su cara se retorció en una convulsión de miedo, sí, miedo, miedo, mi Alí, miedo, mi dueño, miedo babeante, indigno miedo. Fue en ese momento cuando comprendí claramente mi misión, cuando supe cuál era mi deber. Sobre la mesa de laca estaban los puñales del espectáculo, extendidos en meticulosa formación, y me fue fácil coger uno. Alí seguía mascullando ebrias amenazas, mordiendo el aire con apestado aliento de bodega. Me acerqué a él y el mango del cuchillo estaba helado en la fiebre de mí mano. Alí me miró, perplejo, como descubriéndome por primera vez.

Bajo sus ojos erráticos al puñal, boqueó un par de veces. Y entonces, oh tristeza, sus labios temblaron de pavor, empalideció dolorosamente y su cara se deshizo en una mueca de abyecta sumisión. «Qué haces», tartamudeó, «qué haces, Chepa, deja ese puñal, Chepa, por favor, ¿qué quieres? ¿Dinero? Te daré mucho dinero. Chepa te voy a hacer rico, Chepa, deja eso, Dios mío», había ido retrocediendo y estaba ya arrinconado contra el muro, gimiente, implorando mi perdón, sin comprenderme. Extendí el brazo y le hundí el acero en la barriga, a la altura de mis ojos y su ombligo. El cuchillo chirrió y Alí aulló con agudo lamento, y luego los dos nos quedamos mirando, sorprendidos. Retiré el arma y observé con estupor cómo la aguda punta emergía lentamente de su mango: en mi zozobra había cogido uno de los machetes trucados del espectáculo, uno que hundía la hoja en la cacha a la más mínima presión. Alí se echó a reír con carcajadas histéricas, «ay, Chepa, creí que querías matarme, era una broma, Chepa, una broma», había caído al suelo de rodillas y reía y lloraba a la vez. No perdí tiempo, pese a hallarme ofuscado y febril; retrocedí hasta la mesa, escogí la daga sarracena de feroz y real filo y corrí hacia él, ciego de lágrimas, vergüenza y amargura. La primera cuchillada le hirió aún de hinojos, se la di en el cuello, oblicua, tal como tenía medio inclinada la cabeza en sus náuseas de terror y de embriaguez. Alí gimió bajito y levantó la cara, la segunda cuchillada fue en el pecho, no gritaba, no decía nada, no se movía, se limitaba a mirarme estático, lívido, entregado, estando como estaba de rodillas le podía alcanzar mejor y en cinco o seis tajos conseguí acabarle, y cuando ya asomaba la muerte por sus ojos me pareció rescatar, allá a lo lejos, la imagen dorada y adorada de mi perdido Alí, y creí percibir, en su murmullo ensangrentado, la dignidad de la frase de César: Tu quoque, fili mí.