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Quedé un momento tambaleante sobre su cuerpo, jadeando del esfuerzo, el puñal en la mano y todo yo cubierto de su pobre sangre. Escuché entonces un grito de trémolo en falsete y al volverme descubrí a Pepín. «Asesino, asesino», chirriaba atragantado, «socorro, socorro, policía». No sé por qué me acerqué a él con la navaja. Quizá porque Pepín había sido un innoble testigo de la degradación última de Alí, o quizá porque pensé que él merecía menos la vida que mi dueño. Pepín me miraba con la cara descompuesta en un retorcido hipo de terror. «Por Dios», farfullaba, «por Dios, señor Chepa, por la Santísima Trinidad, por el Espíritu Santo…», decía santiguándose temblorosamente, «por la Inmaculada Concepción de la Virgen María», añadía entre pucheros, «no haga una locura, señor Chepa», era la primera vez que alguien me llamaba señor a lo largo de toda mi existencia, «no haga una locura, señor Chepa, por todos los Apóstoles y Santos», apreté suavemente la punta del cuchillo contra su desmesurada y fofa barriga, «Iiiiiiii», pitaba el cuitado con agudo resoplido, las grasas de su vientre cedían bajo la presión del puñal sin hacer herida, como un globo no del todo hinchado que se hunde sin estallar bajo tu dedo, «Mater Gloriosa, Mater Amantísíma, Mater Admirabilís…», balbuceaba Pepín con los ojos en blanco; en el cenit de su bamboleante vientre se formó un lunar de sangre en torno a la punta de la daga, eran sólo unas gotas tiñendo la camisa, el rezumar de un pequeño rasguño. Entonces me invadió una lasitud última y comprendí que todo había acabado, que mi vida no tenía ya razón de ser. Retiré el cuchillo y Pepín se derrumbó sobre el escenario con vahído de doncella. Alguien me arrebató el arma, creo que fue Ted, y lo demás ustedes ya lo saben.

Poco más me resta por añadir. Insistiré tan sólo en mi orgullo por la acción que he cometido. Mi abogado, un bienintencionado mentecato, quiso basar la causa en el alegato de defensa propia, pero yo me negué a admitir tal ignominia, que desvirtuaba la grandeza de mi gesto. Nadie supo comprenderme. Pepín clamó con obesa histeria que yo había querido asesinarle y que siempre pensó que yo era algo anormal. Asunción habló con ruin malevolencia sobre la supuesta crueldad de Alí, y en su sandez llegó a sostener con mi abogado que yo había actuado en mi defensa e incluso en la de ella: nunca la desprecié tanto como entonces. Todo el juicio fue un ensañamiento sobre el recuerdo de mi amado, una tergiversación de valores, una lamentable corruptela. Una vez más, hube de encargarme yo de poner las cosas en su sitio, y en mi intervención final des- mentí a los leguleyos, hablé de mi amor y de mi orgullo y compuse, en suma, un discurso ejemplar que desafió en pureza retórica a las más brillantes alocuciones de Pericles, aunque luego fuera ferozmente distorsionado por la prensa y se me adjudicaron por él crueles calificativos de demencia. No importa. Me he resignado, como dije al principio, a saberme incomprendido. Me he resignado a saberme fuera de mi tiempo. Al acabar esta narración termino también con mi función en esta vida. Hora es ya de poner fin a tanta incongruencia.

Cuando ustedes lean esto yo ya me habré liberado de la cerrazón obtusa de esta sociedad. Mi descreimiento religioso me facilita el comprender que el suicidio puede ser un acto honroso y no un pecado. Con el adelanto que me ha dado la revista por estas memorias he conseguido que un maleante de la cárcel me facilite el medio para bien morir: en este mundo actual del que ustedes se sienten tan ridículamente satisfechos se consigue todo con dinero. El truhán que me ha vendido el veneno se empecinó al principio en proporcionarme una sobredosis de heroína: «Es lo más cómodo de encontrar», dijo, «y además se trata de una muerte fácil». Pero yo no quería fallecer en el deshonor de un alcaloide sintético, hijo de la podredumbre de este siglo. Así que, tras mucho porfiar, logré que me trajera algo de arsénico, medio gramo, suficiente para acabar con un hombre normal, más aún con mi discreta carnadura de varón menguado. Sé bien que el arsénico conlleva una agonía dolorosa, pero cuando menos es un veneno de abolengo, una ponzoña con linaje y siglos de muerte a sus espaldas. Ya que no poseo la gloriosa y socrática cicuta, al menos el arsénico dará a mi fin un aroma honroso y esforzado. Y cuando una posteridad más justa rescate mi recuerdo, podrán decir que Paulus Turris Pumilio supo escoger, al menos, una muerte de dolor y de grandeza.

Alma caníbal

La última vez que le vi, hará unas tres semanas, roncaba como un energúmeno un par de filas más atrás en el cine del barrio. Era por la noche y había poco público, así que la gente fue abandonando su proximidad a medida que aumentaba el resoplido, y cuando se encendieron las luces le descubrí en el centro de un desierto de butacas, tan desparramado en su asiento que parecía tener más de dos brazos y dos Piernas, tan incrustado en su silla como si en vez de sentarse se hubiera arrojado a ella desde un quinto piso. Sus resuellos habían sido la burla general, sobre todo cuando el chico iba a besar a la chica en mitad de un campo de amapolas; era una película bastante estúpida, y sonaban los violines y un gorgoteo gutural larguísimo y húmedo de flemas que arrancó incluso una ovación. Yo no sé si es que estaba borracho; antes no bebía. Cuando se acabó la sesión, un par de viejas que estaban en el extremo de la fila le pidieron que recogiera sus muchas piernas para poder salir y le zarandearon con la punta de los dedos, como si manchara, aunque él iba, como siempre, limpio y bien vestido. Gruñó, boqueó y se removió un poco, pero no llegó a despertarse, así que las viejas tuvieron que pasar haciendo dengues por encima de sus rodillas y yo pude marcharme sin que me hubiera visto. Allí se quedó. Desconozco qué sucede en estos casos; supongo que al final llega el acomodador y echa al intruso. Era una noche fría y sin luna, de ésas en las que a veces resulta difícil, o por lo menos desalentador, encontrar el camino de regreso.

No se puede decir que haya sido un hombre fundamental en mi vida, aunque tampoco es de ésos de los que procuras hasta olvidar el nombre. Además, hace ya tiempo que no llegan a mí hombres fundamentales, cosa que ya no sé si es un fallo de ellos o un mérito mío. Cuando conocí a este tipo, en cualquier caso, yo no me encontraba en mi mejor momento. Estaba todavía en La Espiral y Cherna me explotaba miserablemente: el tener por jefe a un supuesto amigo suele resultar calamitoso. Trabajaba siete días a la semana y llegaba a casa a las cuatro de la madrugada, con los pies reventando las costuras de los zapatos y el cerebro cocinándoseme en la cabeza a fuego lento, tan envuelta en olor a humo que la gata evitaba mi presencia. La Espiral se había puesto de moda por entonces y el local estaba siempre atestado. A menudo aparecían por allí viejos conocidos de mis épocas psicodélicas, cadáveres ambulantes que hubiera preferido borrar de mi recuerdo y que se acodaban en la barra, frente a mí, soltándome largas parrafadas que yo no entendía, separados como estábamos por el barullo, mi dolor de cabeza y el odio a la humanidad que me embargaba. Se comprende que llevara bastantes meses sin añorar el peso del cuerpo de un hombre.