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Después todo empezó a cambiar, no sé bien cómo. Un día me habló de su familia, de sus hermanos casados, de un sobrinito al que adoraba. Empezó a preparar cenas cuidadas, unos guisotes cuya receta él decía haber recibido de su abuela, lentos cocimientos que le retenían durante largo rato en la cocina. Roía meticulosamente los huesos de las costillas y rebañaba las salsas con miga de pan. Una noche nos dormimos sin hacer el amor: estábamos los dos demasiado cansados. Fue por entonces cuando me confesó su afición por la arquitectura y su frustración por no haber acabado la carrera. Y empezó a pedirme consejo sobre qué corbata usar con qué chaqueta.

Llevaba un par de días ausente, en una de sus habituales escapadas, cuando apareció en la cafetería una mañana. Me sorprendió verle: yo creía que ni tan siquiera sabía a ciencia cierta en qué establecimiento trabajaba. Venía muy animado, muy contento; se sentó en uno de los taburetes del mostrador y pidió un café con leche y unas tortitas. Me contó que un tío suyo, que poseía una empresa de maquinaria pesada, le había contratado como vendedor para toda España. Llevaba ya algunos meses trabajando para él a comisión: a eso iba cuando desaparecía de repente, y no debía de haberlo hecho mal cuando su tío le ofrecía ahora un puesto fijo. Yo callaba y le observaba apilar concienzudamente la nata sobre un fragmento de tortita. Por supuesto que era un trabajo aburridísimo y estúpido, decía él; pero estaba harto de vivir precariamente y al menos con su tío podría ganar un buen dinero. Y yo callaba y le miraba hacer dibujos con la punta del cuchillo en los restos del chocolate de su plato. Ahí estábamos los dos, reflejados en el sucio espejo de la pared del fondo: él con su chaqueta de mezclilla y sus folletos policromos de trilladoras color verde; yo acodada en el mostrador, insignificante dentro del borrón añil de mi uniforme. El interior de la cafetería apestaba a margarina quemada. Era un tufo grasiento y pegajoso, uno de esos olores que se instalan para siempre en tu nariz y tu memoria.

Con el transcurso del tiempo se hizo patente que mi presencia le animaba. Fue abandonando su talante huraño y acabó transmutado en algo parecido a un parlanchín. Cada semana que pasaba viajaba más y vendía más excavadoras. Cuando estaba en Madrid cantaba mientras se afeitaba, hacía bromas. Un día sacó el cuchillo de monte de su funda y se batió juguetonamente conmigo diciendo que era D'Artagnan; el machete estaba oxidado y la hoja rota. Fue por entonces cuando me propuso que nos casáramos:

«Montemos una familia, tengamos hijos, ya sabes que soy muy tradicional». Yo empecé a llorar también por las noches, mientras él me quitaba el uniforme. Cuando le dije que le dejaba no pudo entenderlo. Suplicó, gritó, arrojó una pesa contra la pared y desconchó el muro. Tuve tanto miedo de él que me mudé de casa; era un miedo lastimoso, sin misterio. Perdí todo contacto con él a raíz de aquello.

La última vez que le vi, hará unas tres semanas, roncaba como un energúmeno en un cine de barrio. Yo ahora estoy de camarera en las lujosas cafeterías California: supongo que debo considerar que mi posición ha mejorado; él, al parecer, sigue lo mismo.

La vida fácil

Entonces me di cuenta de que se me había mojado el reloj, el agua bien caliente y jabonosa, el agua como una sopa de burbujas porque la Vieja tiene el frío del tiempo metido entre los huesos, y yo con la esponja en la mano, y la mano en el agua, y el reloj en la muñeca, y la esfera toda empañada y sudando humedad. Ya está, pensé, me lo cargue, y el descubrimiento no mejoró mi humor, precisamente. «Tiene usted muy buen gusto, señora, es un modelo muy señorial, muy fino y muy elegante», había dicho aquel cretino de Tiffany's después de que yo rechazara el acorazado que pretendía venderme, automático antichoque y desde luego sumergible, media tonelada de reloj envuelta en oro. Oiga, le explique pacientemente, yo lo que quiero es algo clásico y de buen gusto, justo lo contrario a esto.

Y ahí fue cuando el tipo sacó el hocico, y levantó la barbilla, y se sonrió solo con el labio superior, un hispano de mierda con pretensiones de marqués. «Tiene usted muy buen gusto, señora», decía el miserable, aunque la Vieja no había abierto la boca, y yo mientras tanto seleccionando y preguntando y manoseando y haciendo malabares con las bandejas de terciopelo. Pero el tipo miraba a través de mí como si yo fuera de cristal y sólo se dirigía a la Vieja, bueno, al sombrero picudo que la Vieja llevaba ese día, a las dos plumas tiesas que remataban su coronilla, como si ésa fuese la máxima línea de flotación de su condescendencia, como si ya no pudiese rebajarse a mirar más abajo. «Ha hecho usted una buena compra, señora: es lo más elegante que tenemos, lo más apropiado para un verdadero caballero», y la Vieja no había abierto la boca, pero abrió el bolso y sacó un puñado de dólares como quien saca arena de un cubo, es esa manía suya de ignorar la existencia de los cheques y las tarjetas de crédito; y el tipo estiró los billetes cuidadosamente sobre el mostrador, y luego me colocó el reloj en la muñeca con tal descuido por mi persona que muy bien podría haber estado colocándolo en un brazo de fieltro para exhibirlo después en el escaparate. Cuando nos subimos a la limusina aún nos estaba mirando desde la puerta de la tienda con su insultante risita prendida en el labio superior. Le hubiera hecho comerse los dólares si el reloj no me hubiese gustado tanto. Pero me gustaba. Extraplano, de diseño muy fino, de oro macizo, con la corona incrustada.

Y ahora también con una bonita gota de agua alojada dentro de la esfera. El reloj más elegante y señorial del mundo empapado en agua sucia y jabonosa, en caldo de vieja. Sacudí el brazo y la gota ni se inmutó. Claro, había conseguido abrirse paso a través del vacío hermético y, una vez conquistado su lugar en la nada, se adhería a él como una sanguijuela dispuesta a chupar la vida de la elegante y señorial maquinaria. La Vieja se removió en la bañera, impaciente.

– ¿Qué estás haciendo, Omar? Vamos, frótame la espalda, que me voy a quedar fría.

O algo así. Bueno, peor: «Mi querido muchacho, ¿qué estás haciendo? Sé buen chico y frótame la espalda, por favor, que si no ya sabes que me enfrío y luego me duele el pecho». Eso es lo que dijo con su voz pedigüeña y desvaída, esa vocecita de niña centenaria con la que me habla cuando estamos solos. Así que cogí la esponja otra vez -el agua goteando por encima de la correa de piel de serpiente- y le froté la espalda: los montículos y las depresiones y los omóplatos como alerones de avión y las vértebras todas de pie, las unas detrás de las otras, como las escamas dorsales de un terodáctilo. Palmo y medio de espalda, eso es todo lo que queda, y en dos pasadas de esponja acabas la tarea.