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– Pero papá, me siento tan mal por haber alejado a mamá, y ¿qué harás tú para Navidad?

– Bueno, quizá tenga que salir a mirar los pinos y el cielo de tanto en tanto yo también, pero me sobrepondré. Tú cuida de Suzanne y de ti misma.

– Papá, eres tan bueno.

– ¿Lo ves? -bromeó Roy-. Esa es una cosa que tienes que agradecer.

Fue así como Roy y Brookie la mantuvieron en pie.

Para Maggie fue una Navidad de cosas buenas y tristes a la vez: con una nueva hija, pero sin el resto de su familia. Y ni una palabra de Eric. Pasó la fiesta otra vez en lo de Brookie y en Año Nuevo hizo el propósito de alejar a Eric Severson de su mente y aceptar el hecho aparente de que, si no lo había visto hasta el momento, ya no lo vería.

Un día de enero, cuando llevaba a Suzanne a lo del médico para el control de los dos meses, se detuvo en un semáforo en rojo en Bahía Sturgeon y miró distraídamente hacia un costado. Encontró a Eric Severson contemplándola, al volante de una brillosa camioneta negra. Ninguno de los dos pestañeó ni hizo movimiento alguno. Maggie se quedó mirándolo. Eric se quedó mirándola. Maggie sintió un dolor en el esternón. Respirar se le tornó difícil.

La luz del semáforo se puso verde y un auto hizo sonar la bocina, pero ella no se movió.

La mirada de Eric se trasladó al par de manitos que golpeaban el aire con entusiasmo… todo lo que se veía de Suzanne, que estaba atada a su asientito de bebé, contemplando un móvil de papel que se agitaba con la brisa del desempañador.

El auto volvió a tocar la bocina y Maggie se alejó del semáforo; perdió de vista la camioneta cuando Eric dobló a la izquierda y desapareció del espejo retrovisor.

Desolada, se lo contó a Brookie más tarde.

– Ni siquiera saludó. Ni intentó detenerme.

Por primera vez, Brookie no tuvo palabras de consuelo.

El invierno se tornó más duro en todo sentido luego de eso. La Casa Harding le resultaba opresiva, tan grande y vacía con sólo ellas dos y ninguna esperanza de ser más. Maggie empezó a dedicarse a la costura para llenar su tiempo, pero con frecuencia dejaba caer las manos sobre las rodillas y apoyaba la cabeza contra el respaldo del sillón. ¿Si la dejó, por qué no viene?

Febrero fue helado y Suzanne sucumbió a su primer resfrío. Maggie pasó noches en vela con la niña en brazos, agotada por la falta de sueño, deseando tener alguien que le quitara la niña de los brazos y la empujara hacia la cama.

En marzo comenzaron a llegar cartas solicitando reservas para el verano y Maggie tomó conciencia de que debía tomar la decisión de vender o no la casa. El mejor momento para hacerlo, por supuesto, sería cuando comenzaran las corridas de primavera.

En abril llamó a Althea Munne y le pidió que viniera a tasar la casa. El día que pusieron el cartel de EN VENTA en el jardín, Maggie subió a Suzanne al auto y fue a visitar a Tani a la Bahía Green, porque no podía tolerar ver el cartel y esperar que vinieran desconocidos a revisar y hurgar el sitio donde había dejado tanto de su corazón.

En mayo, Gene Kerschner vino y levantó el muelle con su tractor John Deere y lo volvió a poner en el agua. Al día siguiente, mientras Suzanne dormía la siesta, Maggie se puso a darle una mano de pintura blanca.

Estaba de rodillas con el trasero apuntando hacia la casa, un pañuelo rojo en la cabeza, revisando la parte de abajo del asiento de la glorieta, cuando oyó pasos sobre el muelle, detrás de ella. Retrocedió, se volvió y sintió un estallido de emoción.

Acercándose por el muelle, vestido con vaqueros blancos, una camisa azul y una gorra marinera blanca venía Eric Severson.

Ella lo observó moverse mientras la adrenalina le inundaba el torrente sanguíneo. Ah, cómo la aparición da una persona podía cambiarle la fisonomía a un día, un año… ¡una vida! Olvidó el pincal en su mano. Olvidó que estaba descalza y vestida con desteñidos pantalones negros de jogging y una abolsada remera gris. Olvidó todo, menos la tan esperada visión de Eric acercándose a ella.

Él se detuvo del otro lado de la lata de pintura y miró hacia abajo.

– Hola -dijo, como si el paraíso no se hubiera abierto de pronto ante ella.

– Hola -susurró Maggie, sintiendo el latido atronador de su pulso en todas partes.

– Te traje algo. -Le entregó un sobre blanco.

Pasaron instantes hasta que ella pudo obligarse a mover el brazo. Tomó el sobre sin decir nada, mirando a Eric delineado contra un cielo azul pastel, del mismo color que sus ojos. El sol brillaba sobre la visera negra de su gorra, le iluminaba los hombros y la punta del mentón.

– Ábrelo, por favor.

Maggie apoyó el pincel sobre el borde de la lata, se limpió la mano en el muslo y comenzó a abrir el sobre con dedos temblorosos, bajo la mirada atenta de Eric. Sacó los papeles y los desdobló: un grueso fajo blanco que quería doblarse en los pliegues. Mientras leía, el temblor de las manos torcía los extremos de las hojas.

Averiguaciones de Hecho, Conclusión de Ley, Orden de Juicio, Juicio y Resolución.

Leyó el encabezamiento y levantó ojos desconcertados:

– ¿Qué es?

– Son los papeles de mi divorcio.

El shock le subió por el cuerpo, precedido por lágrimas. Bajó el mentón y vio los renglones escritos a máquina borronearse antes de que dos lágrimas enormes cayeran sobre el papel. Avergonzada, ocultó el rostro contra él.

– Ay, Maggie… -Eric se puso de rodillas y le tocó la cabeza, tibia por el sol y enfundada en el feo pañuelo rojo. -Maggie, no llores. El llanto ha quedado atrás.

Maggie sintió que los brazos de él la rodeaban y tomó conciencia de que estaba de rodillas ante ella. Estaba allí, por fin, y la agonía había terminado. Le arrojó los brazos al cuello, llorando, y confesó entrecortadamente:

– Creí… q… que no v…volverías.

La mano grande de él le sujetó la nuca y la apretó con fuerza contra él.

– Mi madre me hizo prometer que no lo haría hasta tener los papeles del divorcio en la mano.

– Pensé… pensé… no sé qué pensé. -Maggie se sentía como una chiquilina, hablando sin control, pero había sido tomada por sorpresa y sentía un alivio indescriptible.

– ¿Pensaste que había dejado de amarte?

– Pensé que estaría sola el resto de mi vida y que S… Suzanne nunca te conocería y n… no sabía cómo seguir viviendo sin ti.

– Maggie… -susurró Eric y cerró los ojos-. Aquí estoy, y aquí me quedo.

Ella lloró un poco más, con la nariz contra el cuello de Eric, mientras él le acariciaba el pelo debajo del pañuelo. Al cabo de unos instantes, Eric susurró:

– Cómo te extrañé…

Ella también lo había echado de menos, pero no habían sido acuñadas palabras que pudieran expresar la complejidad de sus sentimientos. Tenerlo de nuevo era saborear lo agrio convirtiéndose en dulce, sentir que la pieza faltante de su ser caía en su lugar.

Apartándose, lo miró a los ojos, con el rostro mojado contra el sol.

– ¿Ya estás divorciado, entonces?

Él le secó los ojos con los pulgares y respondió en voz baja.

– Ya estoy divorciado.

Maggie esbozó una leve sonrisa trémula. Los dedos de él dejaron de moverse. El dolor desapareció de esos amados ojos azules y su cabeza descendió lentamente hacia ella. Fue un primer beso tierno, con sabor a mayo, lágrimas y quizás un dejo de trementina. La boca de Eric cayó suave y entreabierta sobre la de Maggie, tentativamente, como si ninguno de los dos pudiera creer ese cambio en sus destinos, mientras él le sostenía el rostro entre las manos. Sus lenguas se tocaron y la cabeza de él se movió, meciéndose sobre la de ella a medida que sus bocas se abrían por completo. De rodillas todavía, Eric atrajo las caderas de Maggie contra él y las mantuvo allí como para toda la vida. Grandes nubes de algodón surcaban el cielo azul y la brisa acarició el pelo de Maggie cuando él le quitó el pañuelo y le sostuvo la cabeza con firmeza. Besarse era suficiente… estar de rodillas bajo el sol de mayo con las lenguas unidas, sintiendo que el sufrimiento de la separación se disolvía, y saber que ninguna ley se interponía ahora entre ellos.