Tiempo después él se apartó, buscó los ojos de Maggie, les dijo cosas elocuentes con los suyos, luego la abrazó con más serenidad. Permanecieron así unos instantes, inmóviles. Habían dejado de ser vasijas vacías.
– Mi vida después que te vi en Bahía Sturgeon fue un infierno -le dijo él.
– Quería que me detuvieras, que me hicieras irme a la banquina y me llevaras contigo.
– Quería dejar la camioneta allí, en medio de la calle y subirme a tu auto para irnos a cualquier lado, a Texas, a California, a África, donde nadie pudiera encontrarnos.
Ella emitió una risita trémula.
– No se puede ir a África a en auto, bobo.
– En este momento, siento que podría hacerlo. -Le frotó la espalda con la mano abierta. -Contigo siento que cualquier cosa es posible.
– Mil veces tuve que contenerme para no llamarte.
– Pasé por tu casa, noche tras noche. Veía luz en la cocina y pensaba en entrar y sentarme contigo. Sin besarnos ni hacer el amor… sólo estar en la misma habitación contigo me habría bastado. Hablarte, mirarte, reír como solíamos hacerlo.
– Te escribí una carta.
– ¿La mandaste?
– No.
– ¿Qué decía?
Con la mirada fija en una nube blanca, Maggie respondió.
– Gracias por las rosas.
Él se acuclilló y Maggie hizo lo mismo. Seguían tomados de la mano.
– Lo supiste, entonces.
– Claro. Eran rosadas.
– Quería llevártelas yo mismo. ¡Tenía tanto para decirte!
– Lo hiciste, con las rosas.
Eric sacudió la cabeza con tristeza, recordando aquel momento.
– Quería estar allí cuando nació, visitarte, decir que era mi hija y mandar todo al diablo.
– Sequé las rosas y se las guardé a Suzanne para cuando sea más grande, por si… bueno, por si acaso.
– ¿Dónde está? -Eric miró hacia la casa.
– Adentro, durmiendo.
– ¿Podría verla?
Maggie sonrió.
– Por supuesto. Es lo que más he estado esperando.
Se pusieron de pie, él con un crujir de rodillas -en su más profunda soledad, Maggie había extrañado hasta ese crujir característico-y caminaron tomados de la mano hacia la casa, bajo los rayos dorados de la tarde, por el jardín ondulado donde los arces estaban brotando y los iris florecían; subieron por la galería delantera y entraron, para subir luego la escalera que tantas veces habían subido juntos.
A mitad de camino, Eric susurró:
– Estoy temblando.
– Tienes todo el derecho de hacerlo. No todos los días un padre conoce a su hija de seis meses.
Lo llevó hasta la Habitación Sarah, un cuarto que daba al sur, decorado en amarillo con encaje blanco en la gran ventana donde había una enorme mecedora de madera. Una cama ocupaba una pared. Enfrente estaba la cuna; madera de arce labrada con un dosel en pico del que caía una cascada de encaje blanco. La cuna de una princesa.
Y allí estaba ella.
Suzanne.
Estaba de costado, con los brazos extendidos y los pies enredados en una colcha con animalitos. Tenía el pelo del color de la miel, las pestañas un poco más claras y las mejillas regordetas y lustrosas como duraznos. Su boca era sin duda la más dulce del mundo y al mirarla, Eric sintió que se ahogaba de emoción.
– ¡Ay, Maggie, es hermosa! -susurró.
– Sí.
– ¡Y está tan grande! -Al contemplar la niñita que dormía, lloró por cada día pasado desde que la había visto a través del cristal.
– Tiene un dientito. Espera a verlo. -Maggie se inclinó y acarició la mejilla de Suzanne con un dedo. -Suzaaanne -canturreó-. Despierta y mira quién está aquí, dormilona.
Suzanne se movió, se metió el pulgar en la boca y empezó a succionar, todavía dormida.
– No es necesario que la despiertes, Maggie -susurró Eric; le bastaba con mirarla. Con mirarla por el resto de su vida.
– No hay problema. Ya hace dos horas que duerme. -Acarició el pelo de la niña. -Suzaa-aaanne -canturreó suavemente.
Suzanne abrió los ojos, los volvió a cerrar y se frotó la nariz con un puñito.
Muy juntos, Maggie y Eric la miraron despertarse, hacer caras, enroscarse como un armadillo y por fin ponerse en cuatro patas como un torpe osito, para mirar al desconocido que estaba junto a la cuna con su madre.
– Uuuupaaaa, aquí está. Hola, beba. -Maggie levantó a la soñolienta criatura y se la apoyó sobre un brazo. Suzanne de inmediato se acurrucó contra ella. Estaba vestida con algo rosado y verde y tenía el traserito inflado por los pañales. Una de las medias se le estaba cayendo y dejaba al descubierto un taloncito puntiagudo. Maggie se la colocó de nuevo mientras la niña terminaba de despabilarse.
– Mira quién está aquí, Suzanne. Es papá.
La criatura miró a Maggie con las pestañas inferiores pegadas a la piel suave, luego pasó la mirada al desconocido. Mientras lo miraba, apoyada con una mano contra el pecho de Maggie, flexionaba y estiraba el pulgar contra la remera de su madre.
– Hola, Suzanne -dijo Eric en voz baja.
La chiquilla permaneció impávida, sin pestañear, como un gato hipnotizado, hasta que Maggie la hizo rebotar un par de veces sobre sus brazos y apoyó la cabeza contra el pelo sedoso de su hija.
– Éste es tu papá, que ha venido a saludarte.
Fascinado, Eric extendió los brazos y levantó a su hija, poniéndola a la altura de sus ojos. Suzanne quedó colgando en el aire, contemplando la brillante visera negra de la gorra.
– Caramba, pero si no eres más que una cosilla, después de todo. Pesas menos que los salmones que pescamos con el Mary Deare.
Maggie rió; los momentos felices parecían apilársele uno sobre otro.
– Y tampoco eres más gorda que ellos. -La acercó a él y apoyó el rostro bronceado contra la carita blanca de ella; olió el aroma a bebé de la piel con talco y la ropita suave. La apoyó sobre su brazo, le sostuvo la espalda con una mano y apoyó los labios contra su pelo suave. Cerró los ojos. La garganta también se le cerró.
– Pensé que nunca tendría esto… -susurró, con la voz quebrada por la emoción.
– Lo sé, amor mío… lo sé.
– Gracias por dármelo.
Maggie pasó los brazos alrededor de ambos, apoyó la frente contra la espalda de Suzanne y la mano de Eric, compartiendo ese momento sagrado.
– Es perfecta.
Como para demostrar lo contrario, Suzanne eligió ese momento para quejarse, empujar a Eric y extender los brazos hacia su madre. Él se la entregó, pero permaneció cerca mientras Maggie le cambiaba el pañal, le subía las medias y le ponía suaves escarpines blancos. Después, se tendieron sobre la cama, uno a cada lado de la beba, para observarla desatarse los escarpines, babear y quedar fascinada con los botones de la camisa de su padre. A veces la miraban, otras se miraban mutuamente. Con frecuencia, extendían las manos por encima de Suzanne para tocarse los rostros, el pelo, los brazos. Luego se quedaban tendidos, demasiado contentos como para moverse.
Tiempo después, Eric tomó a Maggie de la mano.
– ¿Harías algo por mí? -le preguntó en voz baja.
– Cualquier cosa. Haría cualquier cosa por ti, Eric Severson.