Afuera, en la Bahía Green un par de gaviotas chillaba y el sol se apoyaba al final de un largo sendero dorado sobre el agua. Maggie y Eric intercambiaron anillos, sencillas alianzas de oro que parecieron captar el fuego del ocaso y entibiarse bajo él.
Cuando terminaron, Eric bajó la cabeza y besó el dorso de las manos de Maggie. Ella hizo lo mismo y se acercaron a la mesa, tomaron la lapicera que les tendía el juez y firmaron sus nombres en el certificado nupcial. Brookie y Mike fueron testigos y la sencilla ceremonia terminó menos de cinco minutos después de comenzar.
Eric sonrió a Maggie, luego al juez, que le estrechó la mano y le sonrió:
– Felicitaciones, señor y señora Severson. Que tengan una vida larga y plena de felicidad.
Eric levantó a Maggie en brazos y la besó.
– Señora Severson, te amo -le susurró al oído.
– Y yo a ti.
El círculo alrededor de ellos se estrechó. Brookie lloraba cuando besó a Maggie y dijo:
– Bueno, ya era hora.
Gene los abrazó a ambos y terció:
– Que tengan mucha suerte. Se la merecen.
– Hermanito -dijo Mike-. Creo que te sacaste la lotería.
– No podría sentirme más feliz -acotó Barbara-. Bienvenida a la familia.
Anna dijo:
– ¡Como para no hacer llorar a una vieja! A mi edad, hacerme de una nuera y una nieta en un día. Eric, toma a la niña, así puedo abrazar a Maggie. -Después de entregar la beba a su padre, Anna dijo a Maggie, mejilla a mejilla: -Vi venir este día cuando tenían diecisiete años. Veo que por fin hiciste feliz a mi hijo, y te quiero por eso. -Abrazó a Eric y le dijo: -Ojalá tu padre viviera para ver este día. Siempre tuvo debilidad por Maggie, y yo también. Felicitaciones, hijo.
Roy dijo a su hija:
– Estás preciosa, mi tesoro, y me alegro tanto de que esto haya sucedido. -Palmeó a Eric en la espalda y exclamó: -¡Bueno, por fin me conseguí alguien con quien salir a pescar y les aseguro que pienso hacerlo!
Todos se dirigieron hacia la casa, conversando, felices. Suzanne en brazos de su padre, con su madre apretada contra él. En la sala había champagne y torta. Mike propuso un brindis.
– Para la feliz pareja que empezó a noviar en el porche de nuestra casa, cuando ambos tenían diecisiete años. ¡Que a los noventa sigan tan enamorados como ahora!
Hubo regalos, también. De Brookie y Gene, un mantel calado del largo de la gigantesca mesa de comedor, con diez servilletas haciendo juego. De Barb y Mike, un par de candelabros antiguos de cristal tallado con seis velas blancas. Anna trajo una bolsa llena: repasadores bordados, carpetitas de crochet, seis frascos de la mermelada preferida de Eric y un juego de té de porcelana que había sido de la abuela Severson. Esto último hizo que Maggie derramara unas lágrimas y diera un fuerte abrazo a Anna. El obsequio de Roy fue un pequeño sillón antiguo Luis XIV para la sala, que él mismo había restaurado y retapizado. También recibió un abrazo de su hija y comentarios entusiastas de todos los invitados. Hubo también, un regalo de Suzanne (aunque nadie quiso confesar quién lo había comprado): una tarjeta con una fotografía de una familia victoriana: padre, madre e hija poniendo un velero de juguete sobre el agua de un laguito con un sauce en el trasfondo. Adentro, alguien había escrito: Para mamá y papá en el día de su casamiento… Con mucho amor, Suzanne.
Al leerla, Maggie y Eric intercambiaron una mirada de amor tan expresiva que todos los ojos de la habitación se humedecieron. Estaban sentados bajo la ventana del comedor, con los regalos desparramados alrededor y Suzanne cerca, en brazos de su abuelo. Eric acarició la mandíbula de Maggie, luego tomó a la beba.
– Gracias, Suzanne -dijo y le besó la mejilla-. Y gracias a todos ustedes. Queremos que sepan que para nosotros ha significado muchísimo tenerlos aquí esta noche. Los queremos mucho y les estamos agradecidos desde el fondo del corazón.
Suzanne comenzó a frotarse los ojos y lloriquear y el momento fue adecuado para concluir los festejos. Todas las despedidas fueron emotivas, pero Roy se quedó hasta el final. Mientras abrazaba a su hija, dijo:
– Tesoro, ¡lamento tanto que tu madre y Katy no estuvieran aquí! Tendrían que haber venido.
Era imposible negar que su ausencia dolía.
– Ay, papi… supongo que no se puede pedir que todo sea perfecto en la vida ¿no?
Él le palmeó el hombro, luego se apartó.
– Quiero que sepas algo, Maggie. Me has enseñado mucho en estos últimos meses, cosas que hubiera deseado aprender cuando era mucho más joven. Nadie puede hacerte feliz, salvo tú mismo. Lo has hecho y ahora voy a hacerlo yo. Comenzaré tomándome unas vacaciones en el trabajo. Sabes, en todos los años que trabajé en esa tienda, creo que no me tomé más de cuatro vacaciones y todas las usé para pintar la casa. Voy a irme unos días, para tomarme un poco de tiempo para mí.
– ¿Mamá no irá contigo?
– No. Pero no quiero que te preocupes. Te hablaré cuando regrese, ¿de acuerdo?
– Sí, papá, pero ¿dónde…?
– Tú sigue feliz, mi vida. Me hace bien al corazón verte así. Bien, será mejor que me vaya. -Besó a Maggie, acarició la cabeza de Suzanne y palmeó a Eric en la espalda. -Gracias, hijo -masculló, con lágrimas en los ojos y se marchó.
Ellos se quedaron en la galería trasera, viéndolo trepar los escalones hasta la calle, Eric con Suzanne en brazos, Maggie, con los brazos cruzados.
– Papá está preocupado -comentó Maggie pensativamente.
Eric le pasó un brazo alrededor de los hombros y la apretó contra él.
– Pero no por nosotros.
Ella sonrió y levantó la vista.
– No, no por nosotros.
Se miraron por unos instantes. Luego Eric susurró:
– Ven, acostemos a Suzanne.
Suzanne estaba cansada y quejosa y se durmió antes de que el pulgar llegara a su boca. Se quedaron mirándola unos instantes, tomados de la mano.
– Siento que no he vivido antes -susurró Eric-. Que todo empezó contigo… y con ella.
– Y fue así.
Eric la hizo volverse entre sus brazos y la sostuvo con suavidad.
– Mi mujer -susurró.
Ella apretó la mejilla contra la solapa de él y respondió, también en un susurro:
– Mi marido.
Permanecieron inmóviles un momento, como recibiendo una bendición, luego atravesaron el corredor hasta la Habitación del Mirador, donde los aguardaba la gran cama de madera tallada.
Roy Pearson condujo despacio hasta su casa. Fue por el camino más largó, colina arriba desde lo de Maggie, luego por los campos, para tomar después la carretera hasta la calle principal. Dobló a la derecha, pasó por el almacén donde había trabajado toda su vida de adulto, recordando los rincones, los sonidos y aromas: fruta madura y fiambres condimentados, el olor agrio de arenque en vinagre. El ruido de la vieja puerta de la conservadora cuando se abría. El ting de la caja registradora en la parte delantera. (En realidad, la vieja caja registradora hacía cuatro años que había desaparecido y la nueva hacía tit-tit-tit-tit, pero cuando Roy pensaba en cajas registradoras, seguía pensando en campanillas.) Helen McCrossen, que llegaba todos los martes a la once de la mañana en punto, tan puntual que uno podía poner el reloj en hora al verla, y preguntaba:¿Qué tal está el leberwurst hoy, Roy, es fresco? La sensación de la cuchilla en su mano, golpeando contra la tabla de madera. El aroma frío y grasoso de la conservadora.
Extrañaría el almacén.
Al llegar a su casa, entró por atrás, estacionó delante de las puertas cerradas del garaje y cruzó el jardín hasta la casa. El césped estaba húmedo y le mojó los zapatos. Vera lo regañaría si estuviera levantada. Pero la casa estaba en silencio y a oscuras. Roy pasó por alto el felpudo y entró directamente por la cocina hacia la baulera debajo de la escalera. Salió con una maleta de tela y una caja de cartón que llevó arriba al dormitorio.