La mirada baja de Katy estaba clavada en la fotografía y sus mejillas se sonrojaron.
La camarera volvió a llenarles las tazas. Cuando se alejó, Roy apoyó los codos sobre la mesa.
– Pero ése no es el motivo por el que estoy aquí. Vine a decirte otra cosa. Me separé de tu abuela, Katy.
Los ojos de Katy se fijaron en él, incrédulos.
– ¿Te separaste? ¿Para siempre?
– Sí. Fue idea mía, y ella estaba bastante mal cuando la dejé. Si pudieras encontrar tiempo para ir a verla uno de estos fines de semana, creo que le encantaría estar contigo. Va a sentirse muy sola durante un tiempo… necesitará una amiga.
– Pero… pero tú… y la abuela… -Era inconcebible para Katy que sus abuelos pudieran separarse. ¡La gente no se separaba a esa edad!
– Hace cuarenta y seis años que estamos casados y durante ese tiempo la vi volverse más fría, más dura y más rígida, hasta que sencillamente pareció olvidarse de amar. Eso es triste, ¿sabes? Las personas no se ponen así de un día para el otro. Comienzan con cositas -buscando defectos, criticando, juzgando a los demás- y muy pronto creen que el mundo entero está al revés y que ellos son los únicos que saben cómo habría que ordenarlo. Una pena. Tu abuela tuvo una buena oportunidad últimamente de demostrar un poco de compasión, de ser la clase de persona que gusta a la gente, pero rechazó a tu mamá. Condenó a Margaret por algo por lo cual nadie tiene derecho de condenar a otro. Le dijo: si no manejas tu vida como a mí me parece que deberías manejarla, bueno, entonces no quiero tener nada que ver contigo. No visitó a tu madre en el hospital cuando nació Suzanne y no la ha ido a ver desde entonces. Ni siquiera ha visto a Suzanne -su propia nieta- y se negó a ir a la boda. Bueno, un hombre no puede vivir con una mujer así, al menos, yo sé que no puedo. Si tu abuela quiere ser así, que lo sea, pero sola. -Caviló un poco y añadió como al descuido: -La gente así termina siempre sola, porque a nadie le gusta estar cerca de la amargura.
Katy había estado mirando la mesa. Cuando levantó la vista había lágrimas en sus ojos.
– ¡Ay, abuelo! -susurró con voz trémula-. Me he sentido tan mal.
Él extendió la mano y cubrió la de Katy sobre la mesa.
– Pues eso debería decirte algo, Katy.
Las lágrimas se agrandaron en los ojos de ella, hasta que por fin desbordaron y le corrieron por las mejillas.
– Gracias -susurró-. Gracias por venir y por hacerme comprender.
Roy le apretó la mano y sonrió con benevolencia.
El sábado después de su casamiento, Maggie estaba dando de almorzar a Suzanne. Eric se había ido temprano a la mañana. La criatura estaba sentada sobre la mesa de la cocina y tenía bigotes de puré de manzanas. En ese momento, sonó el teléfono.
Maggie atendió, sosteniendo el frasco tibio de comida infantil en la mano libre.
– ¡Hola!
– Hola, amor.
– ¡Eric! ¿Cómo estás? -respondió, sonriente.
– ¿Qué estás haciendo?
– Dándole puré de manzanas a Suzanne.
– Dile hola.
– Suzanne, tu papá te dice hola.
Por el teléfono, Maggie dijo:
– Te agitó un puño. ¿Vienes a almorzar?
– Sí. Tuve una buena mañana. ¿Y tú?
– También. Llevé a Suzanne afuera al sol conmigo mientras carpía los canteros. Me pareció que le… -Maggie dejó de hablar, interrumpiéndose en la mitad de la frase. Un instante después, dijo con un susurro asombrado; -Ay, Dios mío…
– Maggie, ¿qué pasa? -Eric se asustó.
– Eric, vino Katy. Está bajando por el sendero.
– ¡Ay, mi amor! -dijo él con tono comprensivo.
– Querido, será mejor que corte.
– Sí, está bien… Suerte, Mag -añadió de prisa.
Katy estaba vestida con jeans y un buzo de la universidad y llevaba una cartera de cuero colgada del hombro. El convertible estaba estacionado en la cima de la cuesta detrás de ella. La joven avanzaba con los ojos fijos en la puerta de alambre tejido.
Maggie se acercó a la puerta y esperó. Al pie de la galería, Katy se detuvo.
– Hola, mamá.
– Hola, Katy.
En ese instante, sólo la pregunta más mundana acudió a la mente de Katy.
– ¿Cómo estás?
– Feliz, Katy. ¿Y tú?
– Todo lo contrario.
Maggie abrió la puerta.
– ¿Quieres entrar y hablar de ello?
Con la cabeza gacha, Katy entró en la cocina. Sus ojos fueron inmediatamente a posarse sobre la mesa, donde estaba sentada la beba con un bombachudo azul con tiradores. Se chupaba un puño, tenía los tobillos cruzados y un babero levantado alrededor de las orejas.
Maggie cerró la puerta despacio y vio a Katy detenerse y contemplar a su hermana.
– Ésta es Suzanne. Le estaba dando el almuerzo. ¿Por qué no te sientas mientras termino? -Penosamente cortés, como si el cura de la iglesia hubiera venido de visita.
Katy se sentó, hipnotizada por la criatura. Maggie se quedó de pie junto a la mesa y siguió dando de comer a Suzanne. La niña tenía la vista fija en la desconocida que acababa de entrar.
– El abuelo vino a verme el miércoles.
– Sí, lo sé. Me llamó.
– ¿No es un horror, lo de la abuela y él?
– Es triste ver deshacerse cualquier matrimonio.
– Me contó varias cosas sobre la abuela, sobre la clase de persona que es… digo… -Katy se interrumpió; en su rostro había angustia. -Me dijo… que soy igual que ella y no quiero ser así. De verdad, ma.
Mitad mujer, mitad niña, los ojos se le llenaron de lágrimas y el rostro se le arrugó.
Maggie dejó el frasco de comida y dio la vuelta a la mesa con los brazos abiertos.
– Katy, mi querida…
Katy cayó contra ella, llorando.
– Fui una bestia contigo, mami, perdóname.
– Han sido tiempos difíciles para todos.
– El abuelo me hizo ver lo egoísta que fui. No quiero perder a los que amo, como le sucedió a la abuela.
Abrazando a su hija, Maggie cerró los ojos y sintió otra de las complejas alegrías que eran parte del hecho de ser madre. Ella y Katy habían pasado por una gran catarsis en los últimos dos años. Agria, a veces, dulce, otras. Cuando Katy la abrazó, todo lo agrio se disolvió, dejando nada más que lo dulce.
– Mí vida, ¡me alegro tanto de que hayas venido!
– Yo también.
– Katy, amo muchísimo a Eric. Quiero que lo sepas. Pero mi amor por él no disminuye en absoluto el amor que siento por ti.
– Sí, lo sabía, también. Pero… estaba… no sé. Confundida y dolida. Pero sólo quiero que seas feliz, ma.
– Lo soy. -Maggie sonrió contra el pelo de Katy, tieso por el gel. -¡Él me ha hecho tan inmensamente feliz! -El intercambio solemne dio el pie para que Maggie hiciera la pregunta: -¿Quieres que te presente a tu hermana?
Katy retrocedió, secándose los ojos con el dorso de la mano.
– ¿Para qué crees que vine?
Se volvieron hacia Suzanne.
– Susana Banana, ésta es Katy. -Maggie sacó a la niña de la sillita y se la apoyó sobre un brazo. Los ojos azules de Suzanne se fijaron en Katy con franca curiosidad. Volvió a mirar a su madre, luego a la joven que estaba junto a ella, vacilante. Por fin dedicó a Katy una sonrisa babosa y emitió un chillido de alegría.