Al tomar por el camino de entrada, la camioneta bajó por una colina empinada, saltando sobre la tierra rocosa. Arces y cedros crecían desordenadamente entre claros de grava y la colección de cabañas cerca de los muelles. El techo del cobertizo donde se limpiaban los pescados ya ostentaba una hilera de gaviotas cuyos excrementos habían manchado para siempre con blanco las tejas verdes. El humo del ahumadero colgaba en el aire, azul y penetrante. Y permeándolo todo estaba el siempre presente olor a madera y pescados en descomposición. Eric estacionó debajo de su arce preferido y vio que los hijos de Mike, Jerry Joe y Nicholas, ya estaban a bordo del Mary Deare y del Dove, pasando la aspiradora por las cubiertas, llenando de hielo las conservadoras de pescado y almacenando bebidas. Al igual que Mike y él, los muchachos habían crecido cerca del agua y salido en los barcos desde que sus manos tuvieron la fuerza suficiente para aferrarse a una baranda de seguridad. Con dieciocho y dieciséis años, Jerry Joe y Nicholas eran contramaestres expertos y responsables en ambos barcos.
Eric cerró la puerta de la camioneta, saludó a los muchachos con la mano y se dirigió a la casa.
Había crecido allí y no le molestaba que funcionara como oficina para las excursiones de pesca. La puerta principal podía estar cerrada a veces, pero nunca con llave; ya a las siete menos cinco de la mañana estaba todo lo abierta que la hinchada y retorcida madera permitía y sostenida por un cajón de Coca-Cola. Las paredes de la oficina, revestidas de madera de pino salpicada de nudos, estaban cubiertas con señuelos, cucharas, repelente de insectos, una radio-receptora y tranmisora, formularios de permisos de pesca, mapas de Door County, redes, dos salmones del Pacífico montados en soportes y docenas de fotografías de turistas con las mejores piezas obtenidas. De un perchero colgaban trajes de goma que estaban en venta, de otro un arco iris de buzos con la inscripción EXCURSIONES DE PESCA SEVERSON, GILLS ROCK. En el suelo, apilados, había más cajones de gaseosas, mientras que sobre una mesita de juego en un rincón, una cafetera de veinticinco pocillos ya humeaba, lista para ofrecer su mezcla recién molida a los turistas.
Eric rodeó el mostrador con la antigua caja registradora de bronce y se dirigió a la parte trasera, pasando por una estrecha puerta que daba a una habitación que en un tiempo había sido un porche, pero que ahora almacenaba una provisión de hieleras de telgopor y la máquina de hacer hielo.
En un extremo del porche, otra puerta llevaba a la cocina.
– Buen día, Ma -saludó al entrar.
– Buen día para ti también.
Eric buscó dentro de un armario una gruesa taza blanca y se sirvió café de una cascada cafetera esmaltada mantenida al calor de una cascada cocina esmaltada, la misma que estaba allí cuando él era niño. La parrilla estaba amarillenta y la pintura de la pared detrás mostraba una aureola amarilla, pero Ma era muy poco doméstica y no se avergonzaba de ello. La única excepción era que amasaba pan dos veces por semana y se negaba a ingerir pan comprado alegando: "¡Esa porquería te envenenará!"
Esa mañana estaba preparando la masa sobre una vieja mesa con un mantel de plástico azul. Por lo que recordaba Eric, el mantel era la única cosa que había sido cambiada en esa cocina desde el año 1959 cuando la antigua heladera de madera cedió el lugar a la Gibson comprado por Ma. Ésta era ahora una reliquia, pero seguía funcionando.
Ma jamás arrojaba nada que todavía tuviera un día de vida útil.
Estaba vestida con su atuendo habitual, vaqueros y una ajustada remera turquesa que le marcaba tres rollos sobrepuestos. A Anna Severson le encantaban las remeras con eslóganes. La de ese día ostentaba la leyenda: LO HAGO CON HOMBRES MÁS JÓVENES y un dibujo de una anciana pescando con un hombre joven. Los rulos cobrizos y ajustados tenían la forma reciente de los ruleros de permanente y la pequeña nariz respingada sostenía un par de anteojos casi tan viejos y tan amarillentos como la heladera Gibson.
Volviéndose con la taza en la mano, Eric la observó dirigirse a un armario para buscar los moldes de pan.
– ¿Cómo estás? -le preguntó.
– Ja.
– ¿Así de malhumorada, eh?
– ¿Viniste nada más que a beberme el café y molestarme?
– ¿Así llamas a este brebaje? -Eric miró la taza. -Daría dolor de estómago a un camionero.
– Entonces bebe esa agua sucia que hay en la oficina.
– Sabes que detesto esas tacitas.
– Entonces toma el café en tu casa. ¿O acaso esa mujer que tienes no sabe hacerlo? ¿Regresó anoche?
– Sí. A eso de las diez y cuarto.
– Ja.
– Ma, no empieces.
– Vaya vida, tú aquí y ella por todos los Estados Unidos de América. -Untó un molde con grasa y lo apoyó ruidosamente sobre el mantel. -Tu padre me habría traído a casa de los pelos si yo hubiera intentado algo así.
– No tienes pelos suficientes. ¿Qué te hiciste, a propósito? -Fingió estudiar seriamente los feos rulos cerrados.
– Fui anoche a lo de Barbara para que me hiciera la permanente. -Barbara era la mujer de Mike. Vivían en el bosque a menos de veinte metros por la costa.
– Están tan tomados que me duelen a mí de sólo mirarte.
Ella le pegó con un molde y luego colocó el pan adentro.
– No tengo tiempo para andar con pavadas y lo sabes. ¿Desayunaste?
– Sí.
– ¿Qué comiste, rosquillas azucaradas?
– Ma, te estás metiendo en lo que no te incumbe.
Ella metió el pan en el horno.
– ¿Para qué otra cosa sirven las madres? Dios no hizo ningún mandamiento que dijera "No te meterás", así que me meto. Para eso sirven las madres.
– Creí que servían para vender permisos de pesca y tomar reservas de excursiones.
– Si quieres esa salchicha que sobró, cómetela. -Hizo un movimiento con la cabeza en dirección a una sartén de hierro que estaba sobre la cocina y comenzó a quitar la harina del mantel con el canto de la mano.
Eric levantó la tapa y encontró dos salchichas casi frías, una para él y una para Mike, como de costumbre. Tomó una con los dedos y se apoyó contra la mesada para comerla mientras pensaba.
– Ma, ¿recuerdas a Maggie Pearson?
– Claro que la recuerdo. La permanente no me afectó el cerebro. ¿Qué la trae a colación?
– Me llamó anoche.
Por primera vez desde que él había entrado en la habitación, su madre dejó de moverse. Se volvió de la pileta y lo miró por encima del hombro.
– ¿Te llamó? ¿Para qué?
– Para saludarme.
– Vive en algún sitio por el Oeste, ¿no es así?
– En Seattle.
– ¿Llamó desde Seattle nada más que para saludar?
Eric se encogió de hombros.
– ¿Es viuda, no?
– Sí
– Es eso, entonces.
– ¿Es eso, qué?
– Siempre anduvo detrás de ti. Olisqueando, eso es lo que está haciendo. Las viudas empiezan a olisquear cuando necesitan un hombre.
– Ay, Ma, por Dios, Nancy estaba a mi lado cuando llamó.
– ¿Cuando llamó quién? -interrumpió Mike. Había llegado en la mitad de la conversación. Tenía quince kilos y dos años más que su hermano, además de una espesa barba castaña.
– Su antigua novia -respondió Anna Severson.
– ¡No es mi antigua novia!