En la cocina, mojó un trapo y limpió las migas que había dejado Katy. Pero en camino al tacho de residuos, cometió el error de dar un mordisco al panecillo frío. El sabor de canela y uvas, mezclado con manteca de maní, debilidad de Katy y de su padre, desencadenó una reacción que ya no pudo reprimir. Una vez más llegaron las temidas lágrimas… calientes… ardientes.
Arrojó el panecillo a la basura con tanta fuerza que rebotó y aterrizó en el suelo. Maggie se aferró al extremo de la mesada y se dobló en dos.
¡Maldito seas, Phillip! ¿Por qué tuviste que tomar ese avión? Deberías estar aquí ahora. ¡Tendríamos que estar pasando por esto juntos!
Pero Phillip ya no estaba. Y pronto Katy también se iría. ¿Y luego qué? ¿Una vida de cenas a solas?
Dos días más tarde, Maggie estaba de pie junto al automóvil de Katy, en la entrada de la casa, viendo cómo su hija metía la última bolsa detrás del asiento. El aire que precedía la madrugada era frío y la niebla formaba una nube alrededor de las luces del garaje. El automóvil de Katy era nuevo, caro, un convertible con todos los lujos, pagado con una mínima fracción del dinero del seguro por fallecimiento de Phillip: un premio consuelo de la aerolínea para Katy por tener que pasar el resto de su vida sin padre.
– Listo, ya está. -Katy se enderezó y volvió el asiento a su lugar. Se volvió hacia Maggie. Era una bonita joven con los ojos oscuros del padre, el mentón con hoyuelo de Maggie y un peinado cósmico adecuado para la portada de una novela de ciencia ficción. Maggie nunca había podido acostumbrarse a ese aspecto. Al mirarle el pelo ahora, en el momento de la despedida, recordó con nostalgia cuando Katy era un bebé y ella la peinaba con un rulo en la coronilla.
Katy quebró el silencio.
– Gracias por los panecillos de manteca de maní, ma. Tendrán rico sabor cuando esté en Spokane o un lugar así.
– También te puse unas manzanas y un par de latas de Coca para cada una. ¿Estás segura de que tienes bastante dinero?
– Tengo todo, ma.
– Recuerda lo que te dije sobre correr en las carreteras.
– Utilizaré el control de velocidad, no te preocupes.
– Y si tienes sueño…
– Dejaré que maneje Smitty. Lo sé, ma.
– Me alegro tanto de que vaya contigo, de que estén juntas.
– Yo también.
– Bueno…
La realidad de la despedida las golpeó. ¡Habían estrechado tanto la relación desde la muerte de Phillip!
– Será mejor que me vaya -dijo Katy en voz baja-. Le dije a Smitty que pasaría a buscarla a las cinco y media en punto.
– Sí, tienes que irte.
Sus ojos se encontraron; nublados por la despedida y el dolor abrió un abismo entre ambas.
– Ay, mamá… -Katy se arrojó en brazos de su madre, abrazándose a ella con fuerza. Sus vaqueros se perdieron entre los pliegues de la bata de Maggie. -Te voy a extrañar.
– Yo también, mi vida. -Apretadas pecho contra pecho, con el aroma de las llores en el aire y gotas de humedad cayendo del techo a los canteros, intercambiaron un adiós desgarrador.
– Gracias por dejarme ir y por todo lo que me compraste.
Maggie respondió con un movimiento de la cabeza. La garganta cerrada no le permitía emitir sonido.
– Odio tener que dejarle aquí sola.
– Lo sé. -Maggie abrazó a su hija, sintiendo correr las lágrimas (¿suyas?, ¿de Katy?) por su cuello. Katy la sujetaba con fuerza y la mecía.
– Te quiero, ma.
– Y yo a ti.
– Estaré de regreso para Acción de Gracias.
– Cuento con eso. Cuídale y llámame seguido.
– Lo haré. Te lo prometo.
Caminaron despacio hasta el automóvil, abrazadas.
– Sabes, me cuesta creer que eres la misma chiquilla que hizo un berrinche fenomenal cuando la dejé el primer día de clases en el jardín de infantes. -Maggie acarició el brazo de Katy.
Katy respondió con una risita y se introdujo en el automóvil.
– Pero voy a ser una psicóloga infantil sensacional porque entiendo los días como esos. -Miró a su madre. -Y como éstos.
Los ojos de ambas intercambiaron una despedida final.
Katy puso el motor en marcha, Maggie cerró la puerta y se apoyó sobre ella con ambas manos. Se encendieron los faros, iluminando con un cono dorado la densa niebla del jardín boscoso. Por la ventanilla abierta, Maggie besó a su hija.
– Cuídale -dijo Katy.
Maggie levantó un pulgar.
– Adiós -susurró Katy.
– Adiós -trató de responder Maggie, pero sólo se le movieron los labios.
El motor del coche ronroneó con tristeza mientras el vehículo retrocedía por el camino, giraba, se detenía, cambiaba de marcha. Y se fue, con un siseo de neumáticos sobre pavimento mojado, dejando un último recuerdo de una mano joven saludando por la ventanilla.
Sola en el silencio, Maggie cruzó los brazos con fuerza, echó la cabeza hacia atrás y buscó algún indicio de que la madrugada estaba por llegar. Las puntas de los pinos seguían invisibles contra el cielo negro. Las gotas de humedad caían sobre el cantero de caléndulas. Experimentó un leve mareo, como si no estuviera dentro de su cuerpo, como si fuera Maggie Stearn pero se hubiese apartado para observar su propia reacción. Desmoronarse significaría un desastre seguro. Caminó alrededor de la casa, empapándose las pantuflas en el césped húmedo y enganchando agujas de pino en el ruedo de la bata. Abstraída, pasó junto a trapezoides de incandescencia que caían al jardín desde la ventana del baño, donde Katy se había dado una última ducha y de la cocina, donde había tomado su último desayuno.
Soportaré este día. Sólo éste. Y el siguiente será más fácil. Y el otro aún más.
Detrás de la casa, enderezó una mata de petunias que la lluvia había aplastado; quitó dos pinas de la terraza de madera; levantó tres leños que habían caído de la pila contra la pared trasera del garaje.
La escalera de aluminio estaba contra el lado norte del garaje. Debes guardarla. Está aquí desde que sacaste las agujas de pino de las canaletas la primavera pasada. ¿Qué diría Phillip? Pero siguió caminando, dejando la escalera donde estaba.
En el garaje estaba su automóvil, un nuevo y lujoso Lincoln Town Car, comprado con el dinero de la muerte de Phillip. Pasó junto al vehículo y se dirigió al sendero entre los canteros de caléndulas. Al llegar al escalón se sentó, acurrucada, envuelta en sus propios brazos. La humedad del cemento mojado le pasaba a través de la bata.
Asustada. Sola. Desesperada.
Pensó en Tammi y en cómo esa sensación de soledad la había llevado al extremo. Y temió no darse cuenta si llegara a ese punto.
Logró sobrevivir a ese primer día yendo a la escuela secundaria Woodinville y manteniéndose ocupada en los salones de economía doméstica. El edificio daba la sensación de estar desierto, puesto que sólo trabajaba el personal administrativo. Los demás profesores tardarían diez días en regresar. Sola en los salones ordenados y amplios, lubricó las máquinas de coser, limpió algunas piletas que habían sido usadas durante las clases de verano, ordenó unas fotocopias, hizo nuevas del material que se distribuía el primer día y decoró una cartelera: TRUE BLUE: CONFECCIÓN DE ROPA DE DENIM PARA EL OTOÑO.
Le importaban un rábano el denim y la confección de ropa. La idea de otro año enseñando lo mismo que había enseñado durante quince años le parecía tan carente de sentido como cocinar para ella sola.
Por la tarde la recibió la casa, permanentemente vacía, llena de desgarradores recuerdos del zumbido de actividades de los tres. Llamó al hospital para averiguar sobre Tammi y le informaron que seguía en condición crítica.